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Contra el individualismo caprichoso

Vista de los asistentes a  la manifestación que se ha celebrado esta tarde en la Plaza de Colón de Madrid convocada en redes sociales en contra del uso de las mascarillas a todas horas y en los espacios públicos.

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Enfermé por el virus que los manifestantes de Colón del domingo pasado dicen que no existe a principios de marzo, aproximadamente el mismo día que mi madre, aunque me ingresaron en el hospital una semana después que ella, tras resistir ocho días en casa, perder cerca de 11 kilos y llegar a un punto en el que la fiebre ya no cedía con nada.

Creo que he sido afortunado. Estoy aquí para contarlo. Sufrí neumonía en ambos pulmones, estuve con oxígeno y hubo un par de días en los que me atenazó la inquietante sensación, para mí hasta entonces desconocida, de que se me iba el cuerpo de las manos, de que realmente podía no salir adelante. Pero no llegué a estar en UCI, aun en medio de los vapores de la fiebre permanecí en todo momento consciente, y tras poco más de una semana de hospitalización, pude seguir bien la recuperación en casa. Aún padezco de ciertas secuelas que vienen y se van y, sobre todo, de un cansancio constante y una pesadez de piernas que aumenta por las tardes. Imagino que con el tiempo desaparecerá.

Lo peor de todo es lo que vi en los pocos días en los que estuve hospitalizado, escenas que nunca, en mis 52 años de vida, hubiese imaginado que llegaría a presenciar. Las primeras 24 horas las pasé en una silla de plástico, con más de 40 de fiebre, entre docenas de personas sentadas en sillas como yo, de pie o tendidas en el suelo. Un auxiliar me contó que el servicio de urgencias del hospital Severo Ochoa tenía capacidad para poco más de 90 pacientes y estábamos más de 300. De vez en cuando veía correr a auxiliares y enfermeras gritando “¡emergencia!”. Junto a mí murieron tres personas; los sanitarios hacían todo lo posible para que no lo viéramos pero resultaba inevitable darte cuenta si sucedía en la cama de al lado.

En quien no he dejado de pensar todo el tiempo es en los trabajadores que me atendieron –personal médico, de enfermería, auxiliares, celadores y de limpieza-. Me salvaron la vida. Les vi hacer turnos interminables, vi a enfermeras fabricándose con las manos capuchas que sellaban con cinta americana para meterse en las salas cerradas donde se encontraban los enfermos más graves que había que trasladar a UCI. No recibí nada más que cariño y generosidad a manos llenas, y quedo para siempre en deuda con todos ellos. El día que mi mujer me llamó para decirme que mi madre acababa de morir, intentaban reanimar a un hombre de 60 años que había sufrido una parada cardiorrespiratoria y que al final no resistió. Una enfermera de las que había asistido a este hombre se me acercó con los ojos arrasados por las lágrimas para darme el pésame y me dijo: “Nosotras nos llevamos esto todos los días a casa”. Tengo grabadas a fuego esas palabras en el alma.

Había decidido no narrar públicamente en detalle mi odisea personal, una más a fin de cuentas entre otras miles de ellas con seguridad mucho más duras. Pero no he podido resistirme después de ver las imágenes de la multitud de manipuladores e insensatos que se congregaron en Colón para negar que el virus fuese real. He leído las declaraciones de algunos de los asistentes y no he podido reprimir el asco, un hondo, áspero, hiriente e irresistible asco. ¿Cómo es posible?

Ésa es la pregunta que me hago desde que salí del hospital y constaté que el número de los idiotas era bastante mayor de lo que yo sospechaba. ¿Qué ha podido suceder para que tantas personas desdeñen el sufrimiento de sus conciudadanos y para que no nos quede ni atisbo de compasión? Entiéndaseme: compasión en su significado originario de “padecer con”.

Una parte de la respuesta tal vez se halle en nuestra escasa cultura científica, no ya por escasez de conocimientos sino por falta de comprensión incluso de cuál es la actitud racional de un ciudadano de cultura media ante la ciencia. Algo por lo que se preguntaba Bertrand Russell en “El conocimiento humano”, un libro que aprovecharía mucho si fuese de lectura obligatoria al menos en centros de enseñanza media. Es imposible que cada uno de nosotros atesore un conocimiento de cierta profundidad sobre todas las ramas del saber, por lo que el saber acumulado por toda la comunidad ha de ser organizado socialmente para que entre todos lo sepamos todo –todo cuanto es posible saber en cada momento- aunque cada uno solo sepa una parte, y para que lo que entre todos sabemos nos resulte útil. Y esto no es una conspiración del poder, sino una condición básica de supervivencia de la sociedad. El mismo Bertrand Russell bromeaba en otro artículo diciendo que la Tierra era esférica en todo el mundo salvo en Durban, ciudad sudafricana en la que se decidió que era plana por mayoría democrática de dos tercios de los votantes tras un debate público impulsado por un miembro de la Flat Earth Society.

Pero cuando esta necedad se refiere al uso de las vacunas o a los tratamientos de quimioterapia para enfermos de cáncer o a las medidas de precaución para evitar contagios de un virus letal, la broma deja de tener gracia porque mata a seres humanos. Y este tipo de gansadas criminales ha obtenido amparo en todas las corrientes políticas, aviso; yo escuché muchas payasadas en asambleas del 15M que ahora refluyen en Colón, y comprobé aterrorizado que gozaban de buena audiencia. No es sólo cosa de la extrema derecha, no vayamos a ser hipócritas a estas alturas.

Sin embargo, hay una constatación para mí más desoladora. Y es la de una sociedad infantilizada, de un egoísmo casi visceral y de un abrumador y asfixiante individualismo. Leí la advertencia hace años en un librito de la escritora india Arundhati Roy titulado “El final de la imaginación”. En las sociedades occidentales hace muchos años que hemos perdido toda noción de comunidad y de destino común y hemos dejado de comprender lo que cada uno de nosotros nos jugamos en la pervivencia de los demás.

No se trata, por supuesto, de caer en una confianza lerda en el poder y el orden establecidos, y no creo ser sospechoso de esto. En realidad, en todos los apóstoles de teorías conspirativas y sus seguidores la rebeldía no es más que un disfraz. Al poder le hace bastante poco daño la difusión de gilipolleces sobre el 5G y a Bill Gates hasta puede que le favorezca la publicidad. Entre tanto, se diría que cada día menos gente se percata de las profundas injusticias sobre las que se asienta el mundo.

Lo que parece ocurrir es que de repente hemos de afrontar una adversidad para la que cada uno de nosotros ha de hacer un pequeño esfuerzo y nos revolvemos, igual que adolescentes malcriados, en cuanto se nos pide el más mínimo sacrificio cotidiano. Y ocurre también que nos resulta más fácil mirarnos al espejo sin ver al cretino en que nos hemos convertido si nos convencemos de que una conspiración internacional quiere transformarnos en esclavos obligándonos a llevar puesta una mascarilla. ¡Qué gran castigo, llevar puesta una mascarilla! ¡Se me revuelve la sangre sólo de pensarlo! ¡Pregunten a los miles de personas que mueren en el planeta por hambre o por enfermedades hoy perfectamente curables qué es de verdad una injusticia del sistema!

Y, a pesar de lo dicho, no pierdo la esperanza. Nos va a ser necesaria a todos en los duros meses que se nos avecinan y que, sencillamente, deberemos afrontar sin miedo pero haciendo lo que sea necesario. Superar el individualismo caprichoso en el que nos habíamos acomodado tal vez empiece a ser ya cuestión de vida o muerte. 

Fueron los trabajadores que me atendieron en el hospital quienes me demostraron la grandeza de la que las personas comunes somos capaces. A veces me cuesta creer que pertenezcan a la misma especie que los merluzos que estuvieron en Colón el domingo. Pero el hecho es que sí, pertenecemos todos a la misma especie y, habiendo también tanta gente preñada de generosidad y consciente de su responsabilidad, la esperanza continúa siendo un sentimiento razonable.

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