Las últimas informaciones aparecidas en multitud de medios de comunicación han acreditado con la inapelable fuerza de la evidencia lo que el creciente clamor de la ciudadanía intuía desde hace tiempo: que tanto la figura como el reinado de Juan Carlos I no han sido en lo sustancial más que un gigantesco fraude, un decorado hollywoodiense orquestado por los amanuenses de palacio en tupida y entusiasta connivencia con los legatarios de aquel régimen que fundó su legitimidad en una rebelión militar y se consolidó en la victoria fratricida de una guerra sangrienta.
Desde aquel lejano 22 de noviembre de 1975 en que fue entronizado por las Cortes franquistas, los medios de comunicación, los sectores sociales dominantes, la clase política heredera del franquismo y sus sucesores de la oposición democrática alcanzaron el acuerdo, en ocasiones tácito, a veces expreso, de salvaguardar la monarquía –una institución manifiestamente impopular en nuestro país– ensalzando la persona de Juan Carlos y protegiendo la figura del monarca con la sólida malla de una censura aceptada voluntariamente por todos los protagonistas. El resultado de todo ello fue una gigantesca mitopoiesis, una narración mítica, completamente alejada de la realidad, que se ha mantenido incólume durante más de cuarenta años.
Así se fabrica la historia, pero es también esa historia la que deshilacha los nudos de la trama. La pantomima argamasada con el papel couche de una prensa servil y anudada a los hilos del poder por los atemorizados lacayos políticos tenía los días contados en el mundo líquido de la era de Internet. No es casualidad que el mito se haya derrumbado con dos imágenes que, lejos de resultar anecdóticas, condensan en un instante todo un cambio de época. Un elefante abatido en un recóndito paraje de la sabana africana y una vulgar máquina de contar dinero han puesto fin al cordón sanitario que la prensa cautiva y la casta política habían tejido alrededor de la persona de Juan Carlos y de la institución que representa.
El coro tardío de los arrepentidos empieza a entonar sus lamentos. Se escuchan los primeros compases de lo que será una larga penitencia. Algunos de los más significados periodistas de nuestro país piden perdón en nombre de los medios de comunicación. Perdón por ese silencio cómplice que jaleaba la campechanía de su majestad riendo chistes sin gracia y actuando de saltimbanquis en la orquesta. Quienes llevamos años denunciando la farsa, sometidos en ocasiones al aislamiento y al ostracismo, les damos la bienvenida sin una brizna de ironía o de rencor.
En este momento crítico, en el que nuestro país atraviesa tantas dificultades, hay, sin embargo, razones para la esperanza. Y no se trata del optimismo ingenuo de quienes abren las páginas de la prensa rosa para soñar con las maravillas del país de Alicia. Me refiero a una esperanza que está inscrita en nuestro común horizonte de futuro y que impugna radicalmente la utopía. Nos encontramos en el umbral de un tiempo nuevo, de un punto de inflexión que decidirá nuestro destino durante décadas.
Hoy, ya no cabe albergar duda alguna. Toda apelación a cualquier forma de ignorancia es un ejercicio de cinismo culpable. Sabemos que quien ejerció la jefatura del Estado durante los últimos cuarenta años se dedicó a enriquecerse traficando con los intereses de la nación, dilapidó la confianza que el país había depositado en la institución que representaba, con su depravada vida privada coleccionando amantes y traicionando la lealtad de su pueblo. Parece como si el péndulo de la historia se hubiera inclinado una vez más hacia esa especie de “querencia Neroniana” que tradicionalmente ha contaminado a la monarquía borbónica.
Pero ahora, la oscilante vacilación de la historia toca de nuevo a rebato. En estas condiciones, resulta del todo inexplicable e incomprensible la obstinada negativa de las Cortes a investigar las ilícitas actividades de quien, aupado a la Jefatura del Estado por mor de méritos ajenos, convirtió la institución en poco más que un juego de trileros. Como me reconoció un letrado de las Cortes las excusas legales no son más que una triquiñuela para enmascarar la falta de voluntad política.
Resulta asombrosa la incapacidad de nuestra élite política para percibir, una vez más, las señales de la realidad. Como casi siempre, el viento de la historia parece haberles cogido tumbados en la arena usufructuando los inmerecidos privilegios de una cómoda estancia. Los más sinceros manifiestan temer las imprevisibles consecuencias que pueden derivarse de esa iniciativa. Recuerdan a aquel arquitecto que se negaba a sustituir las podridas vigas de madera por temor a que la casa se derrumbara, sin darse cuenta de que lo que procedía era construir un edificio nuevo. Ese temor es tan sólo un índice, y muy elocuente, de la profunda desconfianza en aquellos que dicen representar. Les espera el mismo agónico destino que a su protegido.
Se equivocan manifiestamente aquellos que pretenden reeditar los fantasmas del pasado, azuzando las brasas todavía incandescentes de nuestra común tragedia colectiva, porque la España de 2020 es un país que no guarda ninguna semejanza con aquella nación pobre y atrasada que alumbró la Segunda República.
Hoy ya nadie quiere rebuscar en el basurero de la historia. La proclamación de la Tercera República española no sobrevendrá como el anhelo utópico de un grupo de ilustrados o la llamada mesiánica a la revolución de la vanguardia iluminada de los desheredados. Será la consecuencia natural, una más, de un relevo generacional, de los jóvenes emprendedores que accedieron a la madurez de su experiencia vital en un mundo líquido de formas poliédricas, sin ataduras con el pasado, sin el pesado fardo de la herencia de la sangre y la tierra, inmunes al hechizo poético de la transición que ha cercenado durante tanto tiempo las iniciativas de sus padres. Ese es el sentimiento abrumadoramente mayoritario entre la ciudadanía; el suave aterrizaje de una república sosegada.
Nos hallamos inmersos en un tiempo nuevo; la cuarta revolución industrial ha transformado para siempre nuestros hábitos y costumbres, también nuestras instituciones. La manera de entender el mundo, de relacionarnos con los demás, de trabajar y comunicarnos, de gobernar y ser gobernados ha adquirido una complejidad incompatible con los modos y visiones tradicionales del pasado. Las legitimidades carismáticas y de origen han perdido su pertinencia histórica.
En este contexto, la monarquía, incluso sin la contaminante presencia de un ramplón comisionista, no tiene ninguna posibilidad de permanencia. La “providencial intervención” de Juan Carlos es una de esas tretas de la historia que juega sus cartas marcadas por la ironía del destino. Sólo podemos agradecer esta dádiva del azar.