Existen muchos problemas en el mundo, pero cuando uno dirige su atención hacia Palestina, esa zona del mundo tan compleja como apasionante, siente la más absoluta desolación.
Recientemente, Israel ha rechazado cooperar en la investigación requerida por el Tribunal Penal Internacional para investigar los crímenes de guerra en Palestina por ataques desproporcionados contra civiles y también a las milicias palestinas Hamás y otras por el lanzamiento masivo de cohetes de forma indiscriminada contra población civil israelí. Pero el Gobierno en funciones de Netanyahu (investigado por corrupción múltiple) niega la jurisdicción del TPI sobre el Estado de Israel.
Mientras tanto, Israel es el país del mundo que más está vacunando a su población, pero se la niega a la mayoría de la población palestina, que está a expensas de la solidaridad internacional, entre la que se encuentra la europea.
La realidad en Palestina es compleja y resulta del cruce de tres factores principales: el territorio (la franja de Gaza controlada por el ultraconservador movimiento islamista Hamás versus la Cisjordania moderada de Al Fatah), el grupo socioeconómico y, por supuesto, la Zona (A, B o C) en la que uno viva y que determina quién tiene el control civil, el militar o el total. Porque, aunque la teoría diga que la Zona A está bajo control de la Autoridad Nacional Palestina (menos del 18% del territorio), lo cierto es que su autonomía se ve extremadamente limitada, entre otras cosas, por la necesaria coordinación con la potencia ocupante (Israel).
Calculen lo que debe ser entrar y salir, recibir y enviar mercancías, todos los días, para cualquier trámite, a través de los checkpoints. Añádanle a eso episodios de violencia, abusos, intimidaciones, etc. No por nada organizaciones internacionales y ONGs israelíes como Paz Ahora, B’Tselem o Breaking the silence han denunciado los puestos de control y lo que sucede en ellos en repetidas ocasiones. La vida diaria, la cotidianeidad, fluye en los territorios ocupados con dificultades constantes que hacen imposible el desarrollo personal de sus ciudadanos, no digamos ya el político. Y eso sin hablar del bloqueo marítimo, aéreo y terrestre que Israel ejerce sobre Gaza desde 2007.
Por si fuera poco, a la intersección de factores ya mencionada, hay que sumar también un elemento clave común a todo el Medio Oriente: la religión. Palestina no es inmune a la radicalización del islam y también sufre internamente la división de su sociedad. Ejemplo de modernidad: Sama Abdulhadi es una DJ palestina oriunda de Ramala que ha llenado salas en ciudades tan cosmopolitas como Beirut, Berlín, Dubái o Barcelona. Hasta que se cruzó con los ultras en su camino y acabó detenida durante ocho días en prisión, de la que salió bajo fianza, acusada de profanar un lugar de culto. Que todo haya podido ser un “malentendido”, como ella afirma, no le resta un ápice de importancia al hecho en sí mismo.
Si bien con Trump en la Casa Blanca era evidente que no cabía esperar nada (bueno), con Biden al frente del ejecutivo americano hay espacio para algo más. La decisión anunciada esta semana de colaborar de nuevo con la UNRWA (Agencia de la ONU para refugiados palestinos) viene a revertir la decisión de su predecesor que a punto estuvo de costarle la existencia a la agencia. Aunque no hay que hacerse muchas ilusiones. Los 150 millones de dólares anunciados (126,2 millones de euros) están muy lejos de los 360 previstos en 2018 (antes de la reducción de Trump a 65 millones). No obstante, las necesidades son tan grandes (piensen que la tasa de desempleo en la franja gazatí supera el 70% entre los jóvenes) que, por supuesto, cualquier ayuda recibida es crucial.
Pero no podemos conformarnos con eso. La situación israelo-palestina es una anomalía de la historia moderna que debemos solucionar. Debemos seguir defendiendo una solución pacífica, estable y permanente en el tiempo que permita la coexistencia de dos estados autónomos e independientes.