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La inquisición que alimenta a Puigdemont

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La situación procesal de Puigdemont constituye, en términos jurídicos, el último gran fleco del procés. Por eso, dilatar su resolución interesa sobre todo a quienes se sirven políticamente del conflicto catalán o encuentran en él su razón de ser. Entre ellos podemos contar al propio procesado, que no pierde la oportunidad de extraer rédito de su perfil de víctima; también a los representantes de la ultraderecha patria, principal acreedora del nacionalismo español. Pero, en realidad, si alguien se ha esforzado en mantener abierta la herida democrática que dejó el procés, a base de prolongar artificialmente el debate jurídico orquestado en torno a Puigdemont, han sido los propios tribunales. En su afán por conservar un papel protagonista, algunos órganos judiciales no han dudado en retorcer la ley y deformar los procesos de los que conocen hasta convertirlos en auténticas causas generales de marcado carácter inquisitivo. No parecen darse cuenta de que la imagen que proyectan con ello favorece precisamente a quienes tratan de perseguir.

El ejemplo más claro es sin duda el de Tsunami Democràtic. La causa fue archivada el pasado 9 de julio por el Tribunal Supremo después de que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional invalidara todas las diligencias acordadas a lo largo de los tres últimos años -nada menos-, por el titular del Juzgado Central de Instrucción nº 6, Manuel García Castellón. Durante el periodo en que estuvo abierta la investigación, el instructor, transformado en una suerte de acusador judicial, modificó a placer la calificación de los hechos y amplió infundadamente el número de encausados. Lo hizo sin que nada ni nadie le pusiera límites, fuera de plazo, en contra del criterio de la fiscalía y con el único fin de imputar a Puigdemont un delito, el de terrorismo, no susceptible de amnistía o indulto. Hasta le llamó a declarar como investigado sin ser competente para investigarle -por tratarse de un aforado-; una falta de competencia de la que el propio juez era plenamente consciente, tal y como demuestra el hecho de que acto seguido elevara la causa al Supremo. 

Pero García Castellón no es el único que se ha excedido en sus facultades como instructor a la hora de complicar el regreso del expresident fugado. Existe otro procedimiento igual de delirante e irregular que aún sigue abierto en el Juzgado de Instrucción nº 1 de Barcelona. Es conocido como “la trama rusa”. En el marco del mismo, Joaquín Aguirre, otro magistrado a las puertas de la jubilación, como García Castellón, lleva investigando desde hace ya más de 5 años las supuestas injerencias de los servicios de inteligencia rusos en el procés. Tras una serie de infructuosas pesquisas, la Audiencia Nacional rechazó el conocimiento del asunto por carecer de fundamento. Sin embargo, ante el desplante, el instructor decidió ampliar el objeto de la causa en lugar de archivarla. Así, el pasado 26 de junio dictó un auto en que encargaba nuevos informes a la Comisaría General de Información de la Policía sobre extremos tan dispares como los “contactos” mantenidos por los independentistas con “rabinos judíos” que comercian con criptomonedas, “la mafia rusa” y “formaciones de ultraderecha” europeas. Todo ello con el fin declarado de “construir un mapa” que conecte a los promotores del 1-O con los agentes de Putin. También amplió el número de investigados, incluido Puigdemont, a quien imputó por traición -otro delito difícil de amnistiar-, para posteriormente remitir las actuaciones contra él al Tribunal Supremo. A ver si esta vez había suerte.

En ambos casos se repite la misma lógica: investigaciones prospectivas que no dan ningún resultado concreto pero permanecen abiertas durante años y sirven, a la postre, para acabar imputando el delito que más convenga al “enemigo de España” que toque. Luego, cuando ya no pueden estirar más el chicle, mandan el bodrio de expediente a la Sala Segunda del Tribunal Supremo y a otra cosa. 

Puede que estas performances procesales no lleven a nada en términos jurídicos, dada su falta de fundamento, pero sin lugar a dudas condicionan el juego democrático, permitiendo además que la cúspide de nuestra jurisdicción, el Tribunal Supremo, se despache a gusto y contente a sus fieles. Muestra de ello es que su Sala Segunda asumiera la calificación realizada por García Castellón sobre los hechos investigados en Tsunami Democràtic como terrorismo; la extravagante interpretación del enriquecimiento personal realizada por Pablo Llarena en aras a inaplicar la Ley de Amnistía a Puigdemont y, más recientemente, la retórica netamente ideológica presente en la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la propia sala contra la ley de amnistía. 

Con este tipo de pronunciamientos, eminentemente políticos, sus artífices sitúan al Poder Judicial en el centro del debate más polarizado que existe en la actualidad, acabando con cualquier expectativa de imparcialidad que pudiéramos albergar sobre ellos y obligando a la sociedad en su conjunto a posicionarse a favor o en contra de sus resoluciones. Como consecuencia, el 50 % de la ciudadanía consideran mala o muy mala la independencia de los tribunales según el Eurobarómetro publicado en julio de este año.

Este tipo de prácticas judiciales también confirman el sesgo inquisitivo presente nuestro sistema penal, empezando por la mera existencia del juez de instrucción. Una figura superada en el resto de países del mundo; entre otros motivos, debido al riesgo de politización que supone atribuir a un juez la posibilidad de impulsar investigaciones penales de oficio, sin más cortapisas que su propio criterio. Si, además, como es el caso, algunos de estos jueces bordean la legalidad para dar rienda suelta a sus manías persecutorias, nos situamos directamente en escenarios previos a la modernidad democrática, donde las funciones de acusador y enjuiciador se concentraban en un mismo sujeto, encargado de investigar a personas y no hechos concretos. Nada mas lejos, en resumidas cuentas, del modelo constitucional de juez, concebido según la tradición jurídica liberal como garante de derechos antes que como mero represor. 

Aunque la imagen de inquisidor no define al grueso de nuestra judicatura, ni siquiera a la mayor parte de los instructores, su relevancia mediática está cobrando ya una importante factura al tercer poder del Estado, que de uno de los cuerpos funcionariales mejor considerados, ha pasado a ser el servicio público peor valorado de todos según el CIS de diciembre de 2023. Pero, sobre todo, está dando alas al relato independentista más confrontativo, basado en la idea de una España opresora e iliberal que subyuga al disidente. Un marco mental perfecto para la ilusión autoritaria de la que el propio Puigdemont se nutre con el fin de proyectar una influencia política mucho mayor de la que le proporciona el menguante respaldo social a su fracasado proyecto independentista. Solo así se explica el hecho de que, en el momento de la historia donde la independencia cuenta con menor apoyo entre los catalanes, - 51% la rechaza frente al 41% que la apoya, según el estudio de 11 de mayo del Centre de Estudis d’Opinió de la Generalitat-, su vuelta a España y previsible detención sea utilizada por el mismo como una forma de sacudir el escenario nacional. Ahora justamente que los números le relegan a la irrelevancia para formar gobierno. 

Y es que, con su persecución inquisitorial a Puigdemont, el activismo judicial conservador está denostando una profesión, la suya, que además es poder del Estado; erosionando los cimientos de nuestro modelo de justicia penal, concebido en el marco de la Constitución como un sistema de garantías, no como un mero mecanismo de represión estatal y, quizás esto sea lo más paradójico de todo, sobredimensionando las expectativas políticas del independentismo más cínico y oportunista.