“Vale más tener el corazón alegre que la vida feliz, pues un corazón alegre lo suple todo” (Ramón)
Sin ser un virus, la hipervaloración disfuncional del yo se ha extendido como una mancha de aceite por las casas y las calles, ha llegado a los patios de los colegios envuelto en redes sociales, trastorna el día a día de las organizaciones, y supura en la vida social y política. Las mitologías griega y latina nos cuentan, echando mano de distintas versiones, que Narciso era un joven tan bello como desaprensivo. Su madre, la ninfa Liríope, preocupada como las madres que atisban los peligros, o se los imaginan, consultó al vidente Tiresias acerca del futuro de su hijo, a lo que este le contestó que su vida sería longeva si nunca llegaba a conocerse a sí mismo. La ignorancia es una fuente de audacia que nos empuja a mirar hacia fuera y a actuar protegidos por un déficit de conciencia; mientras que la flexión sobre uno mismo permite reconocer la verdad acerca de quienes somos, y la sombra de lo que no seremos.
Narciso constantemente despechaba a quienes le mostraban su amor, hasta que Némesis, la diosa que venga a los amantes infelices, tomó cartas sobre el asunto. La diosa justiciera atrajo a Narciso a un arroyo, en cuyas aguas cristalinas vio reflejada su imagen. El joven quedó subyugado por la belleza que contempló. Las cadenas de su vanidad no le dejaban apartar la mirada, el miedo a ir más allá de la imagen le impedía tocarla y desvelar la realidad. Consumido por la propia espiral de una pasión inútil que nunca alcanza su deseo le lleva sumergirse en unas aguas de las que surgirá la flor que lleva su nombre. La flor como la herida narcisista que llevamos dentro permanecen.
El trato asiduo con universitarios enseña que un número creciente tiene dificultades a la hora de decidir incluso hasta en cosas pequeñas por el exceso de posibilidades que se les abren, que les bloquea hasta que llegue la mejor, que nunca llega; les cuesta deglutir el fracaso aquí y ahora y anhelan una recompensa ligada con unas expectativas colgadas de las estrellas; les atenaza la imagen que proyectan o creen proyectar, hasta grados desconocidos en las generaciones previas; no se empeñan en construir una intimidad propia, prefieren una proyección exterior que no tarda en aburrirles, incluso en inquietarles. Tiene más cosas; por ejemplo, más miedo.
Estos fenómenos, a los que habría que añadir rasgos de los comportamientos afectivos y sexuales o de las relaciones sociales, son un botón de muestra de un cajón que cuya etiqueta dice “la fragilidad narcisista”. El narcisista no ve a los demás, les convierte en objetos. Apunta a un juego recíproco, en el que se tratan de usarse unos a otros.
Como en más facetas de la vida, “lo que es bueno para el bazo es malo para el espinazo”. Suelen existir dos versiones, la buena y la mala, y el narcisismo no se escapa. Existe el amor a uno mismo que potencia un desarrollo pujante y equilibrado de la personalidad, que dista de la patología de una elefantiasis del núcleo de quienes somos, y del que tanto se habla ahora como de un ego desmedido. Conviene, no obstante, distinguirlo de la soberbia, que es otra cosa. En este sentido se habla de lucha de egos en una empresa o en un partido en época de elecciones, por ejemplo.
Naturalmente, estamos describiendo el reverso de una moneda, cuyo anverso brilla con una luminosidad maravillosa, y al que dedicaré otro artículo, pero ese puede esperar.
Volvamos a la frágil inseguridad que entraña, paradójicamente, creerse omnipotente, y que causa trabas dolorosas al confrontar la realidad, lo que, a su vez, dificulta apostar la vida a una carta que merezca la pena.
Me malicio de que los padres y educadores nos equivocamos al hacer de la autoestima sustentada en el reconocimiento recibido el quicio sobre el que apoyar la educación de las generaciones más jóvenes. “Nuestros niños, dice Meriolina Ceriotti, se ven obligados a ser extraordinarios y a perder el contacto con lo que realmente son. Pierden la oportunidad de experimentarse libremente en el espléndido placer de la normalidad y, por qué no, de un cierto anonimato: el placer de medirse por medirse, de competir por competir, de jugar con las cosas sin tener que demostrar nada a nadie. El puro placer de probar y probarse, buscando lo que de verdad les gusta, lo que realmente desean ser y hacer”.
Hay expectativas paternas que destrozan a los hijos. En vez de adquirir competencias para un futuro de éxito, en vez de tantas actividades, los niños han de volver a jugar, organizarse solos, aburrirse un poco, pelearse algo, y escapar del ojo vigilante y premuroso de los mayores.
Jugar de niños les ayudará a que entender después que la vida va en serio, y la jugarán con seguridad y plenitud.
En El hijo de Greta Garbo, Francisco Umbral hace un canto lírico y sociológico de su madre. Tras confesar que estuvo muchos años embarazado de madre, como tantos hijos lo hemos estado, hacia el final apunta: “cuando muere la madre sobreviene la realidad”.