Investidura: entre lo deseable, lo posible y lo aceptable

19 de septiembre de 2023 21:46 h

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Deseable, posible, aceptable, conceptos con tantas interpretaciones como personas los usan. Configuran los vértices de un triangulo dentro del cual deberá moverse la política si se quiere hacer viable la investidura de presidente del Gobierno

No será fácil, nos esperan semanas de intensa y múltiple escenificación, con más sobreactuación de la habitual, que además se teatralizará en diferentes platós. Va a resultar difícil separar el trigo de la paja y corremos el riesgo de que un exceso de pseudoinformación dificulte el conocimiento de lo realmente trascendente. 

En este contexto me parece detectar mucha inquietud en algunos entornos de izquierdas y progresistas, con análisis que ponen todo el énfasis en lo deseable y lo aceptable en términos de coherencia, obviando el otro vértice del triángulo, el de lo posible. 

Las elecciones del 23J nos han deparado un escenario de muy compleja digestión –especialmente para el PP– y más difícil gestión. Lo que ha decidido la ciudadanía, guste más o menos, es la harina con la que amasar el pan de la investidura y la posterior gobernabilidad. Podemos ir más veces al obrador de las elecciones, pero no creo que encontremos otra harina ni mejor levadura para dar continuidad a las políticas de progreso.

Esta extremada complejidad no es nueva ni un factor circunstancial, ni tampoco una excepción a nivel global. Es la normalidad a la que deberíamos acostumbrarnos porque ha venido para quedarse. Y ojito con los cantos de sirena que proponen el atajo de una reforma electoral para primar en escaños a las fuerzas mayoritarias con la excusa de la gobernabilidad. Podrían actuar como un bumerán contra la democracia.

En el terreno de lo deseable algunos factótums, actuando de jarrones chinos, lanzan llamadas a un acuerdo entre los dos grandes partidos. Una idea que, en contra de lo que afirman, no reforzaría la democracia. Además de ser del todo inviable. Y no, como apuntan, por la escasa altura de miras o mezquindad de los dirigentes políticos, a los que en su ataque de melancolía comparan tramposamente con un pasado idealizado que nunca existió. 

Hay causas materiales para que ese acuerdo no sea posible y son fruto de la disrupción social y política producida a raíz de la gran recesión. La crisis financiera del 2008 ha desatado dinámicas de conflicto de intereses e ideológicos que hasta aquel momento estaban sepultadas bajo la hegemonía neoliberal. 

De la indistinción política del consenso de Washington –con su fundamentalismo de mercado– que algunos parecen añorar, hemos pasado a una polarización ideológica que, lejos de degradar la democracia, la relegitima. Otra cosa es que algunos poderes económicos y sectores sociales, temerosos de perder su hegemonía, estén reaccionando como han hecho habitualmente con elevadas dosis de crispación y polarización emocional. 

Hoy, la única investidura posible es la de Pedro Sánchez con los votos, entre otros, del nacionalismo catalán y vasco. Y aquí aparece el vértice del triángulo de lo que es o no aceptable. 

Leo opiniones que se oponen por el hecho de que los votos necesarios vengan del independentismo y el posible pacto sea fruto de la presión a la que se califica de chantaje. Sinceramente, este tipo de críticas me resultan algo naíf. Los pactos, todos, siempre son fruto de necesidades recíprocas y presiones múltiples. 

Otras voces consideran intolerable que muy pocos votos puedan condicionar el futuro del país. Como si eso no fuera lo que ha pasado en España durante décadas. Ante la indefinición constitucional, nuestro modelo territorial y la financiación autonómica, que ha sido clave en la descentralización política del estado, se ha construido a partir de esta lógica de apoyos interesados del nacionalismo a los partidos estatales. Eso sí, desde 1993, después de cada pacto hemos escuchado la cantinela del “España se rompe”. 

Nuestro país no es una excepción. En Europa es habitual que partidos pequeños sean determinantes en la configuración de gobiernos. En los últimos años la mayor fragmentación parlamentaria ha convertido en decisivos a partidos de todo tipo. Desde minorías nacionales a los Piratas en Chequia.

Solo se puede negar la legitimidad de los votos independentistas para configurar mayorías desde la lógica de un nacionalismo español excluyente y antidemocrático. Otra cosa es determinar qué tipo de pacto del PSOE y Sumar con los independentistas es aceptable. En este terreno hay tantas opiniones como miradas y resulta poco útil discutir sobre el fuero sin conocer antes el güevo.

Como parece claro que no hay margen para el llamado “derecho a la autodeterminación” –lo que no excluye declaraciones elípticas sobre la necesidad de dar de nuevo la palabra a la ciudadanía de Catalunya– todas las miradas se dirigen hacia la amnistía. Intuyo que un posible pacto que contenga medidas de gracia va a incluir también compromisos de los que antaño se conocían como “peix al cove”. Así, puede quedar algo diluido el protagonismo de la amnistía. 

A diferencia de algunas amistades, con las que durante estos años he compartido análisis y momentos de angustia, a mí me parece aceptable que para conseguir la investidura se exploren las posibilidades de una medida que permitiría dar un paso más en la salida del empantanamiento en el que estamos desde el nefasto 2017. 

Creo que la sociedad española está más preparada de lo que el ruido de la Brunete mediática nos quiere hacer creer. Los indultos a los dirigentes encarcelados se han aceptado con bastante normalidad, lo que no significa que no hayan erosionado electoralmente en algún grado a las izquierdas. Y la amnistía podría hacerlo ahora entre las filas socialistas. Por lo que los equilibrios finales van a ser muy complicados, pero recordemos que cualquier decisión que se tome tiene su coste. 

El debate útil en las próximas semanas será el que nos permita generar el más amplio consenso posible con relación a qué medidas de gracia adoptar, en qué condiciones y con qué justificación democrática.

No creo que sea de recibo el actual relato de Junts y Puigdemont, presentándose como víctimas del estado español, sin asumir ninguna responsabilidad en el ataque a la democracia que perpetraron el 6 y 7 de septiembre del 2017 y luego con la DUI del 27 de octubre y los hechos posteriores. 

Tampoco creo que sea viable ni útil exigir que las medidas de gracia vayan acompañadas de la asunción de culpa, petición de perdón, acto de contrición –no lo volveremos a hacer– y penitencia del independentismo. Estos son conceptos de matriz judeocristiana poco útiles para la política. Aunque tampoco se trata de olvidar, porque el olvido suele ser la antesala de la recaída. 

Las medidas de gracia tienen sentido si todo el mundo asume que durante aquellos nefastos años se cometieron muchas barbaridades en términos democráticos. 

Unos, los independentistas, destrozando el marco de convivencia de la Constitución y vulnerando los derechos de una buena parte de la ciudadanía de Catalunya. Otros, poniendo en marcha una lógica de crispación contra el estatuto de autonomía de Catalunya, montando la policía patriótica –no solo contra el independentismo– y usando los tribunales para dar un escarmiento con la pena de cárcel anticipada, en un caso de manual del aforismo latino Summum Ius, Summa Iniuria. Sin olvidar los abusos en la intervención policial del 1-O. Disculpen la inmodestia, pero me permito recordar que en estos mismos términos me pronuncié en 'Empantanados' hace ya seis años. 

A las personas que en Catalunya y España quedamos atrapadas en esta lógica de barricadas no debería costarnos mucho asumir la necesidad de superar este drama colectivo. Ante nosotros tenemos el dilema entre continuar en una situación enquistada o intentar, con sus riesgos y costes, el desbloqueo de una situación que resulta corrosiva socialmente. 

Como en muchas otras cosas de la vida la clave de la aceptabilidad o no de las medidas de gracia estará en los detalles. Concretamente en el preámbulo de la Ley orgánica y en su ámbito subjetivo de aplicación. 

En el preámbulo el legislador orgánico deberá explicar las razones de la medida y está será la “verdad” legal. Lo que no excluye que los independentistas construyan sus propios relatos, barriendo para casa. Del todo lógico si se comprende que la apuesta por abandonar la estrategia de bloqueo del estado español y volver a la política y al orden constitucional no es pacífica en el seno del independentismo y que algunos sectores la viven como una dramática traición al “espíritu del 1-O”. Puigdemont deberá ser cuidadoso con la dosis de épica que le pone a sus discursos, porque un exceso de sal puede malograr el guiso, al generar muchas intolerancias. 

Tampoco será fácil delimitar el ámbito subjetivo de la ley que no puede individualizar a sus beneficiarios, pero debe ofrecer criterios objetivos para identificarlos nítidamente, evitando conflictos importantes de aplicación. 

Incluso antes de que se plantee una propuesta concreta ya estamos debatiendo públicamente si estas medidas de gracia deben ir acompañadas de una renuncia explícita de Junts a la unilateralidad –ERC ya lo hizo con los indultos–. Estaría bien que así fuera porque ayudaría a legitimar la medida adoptada. Aunque, mucho mejor que cualquier declaración de intenciones de futuro son los actos propios del presente. Comprometerse con la gobernabilidad de España es la mejor declaración de ruptura con el unilateralismo. 

Parece que Junts ha decidido salir del aislamiento en que se había instalado. En estas situaciones suele ser útil ayudar a sacar del pozo a quien se ha metido en él y no sabe como salir. A condición, claro, de que la cosa no termine con todos arrastrados al pozo.

Déjenme acabar con la sorpresa que me producen las críticas que, desde la barrera, exigen soluciones limpias, sin aristas, coherentes y además definitivas. Ignorando que, en política como en la vida, la perfección no existe, no hay nada definitivo y las “soluciones” siempre se mueven en el complejo triangulo de lo deseable, lo posible y lo aceptable.