Los magros resultados de la izquierda a la izquierda del PSOE en las elecciones europeas han tenido un efecto demoledor en la alianza de partidos aglutinados bajo las siglas de Sumar. Apenas un año después del registro del Movimiento Sumar, su líder, Yolanda Díaz, ha decidido dar un paso al lado para abandonar la dirección de la confluencia dejando a la coalición descabezada. Detrás de las causas se encuentran unas negociaciones que no dieron al representante de Izquierda Unida (IU), Manu Pineda, el lugar que, por el peso de su formación y su demostrada solvencia en su paso por el Parlamento Europeo, hubiera merecido en la lista electoral.
Pero también podemos añadir como elementos explicativos un acumulado de reveses en las citas electorales previas: las elecciones gallegas, en las que Sumar (y también Podemos) no obtuvieron representación; las elecciones vascas, en las que Sumar sacó un escaño (y Podemos ninguno); o las catalanas, en las que la candidatura de Comuns Sumar perdió dos diputados a pesar de que Podemos no concurrió por separado. No entraremos a valorar los motivos de cada uno de los resultados, pues hay lógicas diferenciadas en ellos, aunque todos dejaron la sensación de que Sumar, y el conjunto de la izquierda a la izquierda del PSOE, se estaba apagando de manera paulatina.
Sin duda, no se puede eludir que la confrontación abierta entre Sumar y Podemos ha tenido un peso en transmitir una imagen de desunión en la izquierda que algunas personas penalizan en las urnas. Las acusaciones de gestión cesarista del espacio político que se han vertido sobre Yolanda Díaz y su equipo quizás también hayan socavado su imagen entre simpatizantes de la izquierda, provocando antipatías hacia su persona entre sectores que eran potenciales votantes. Díaz, como Irene Montero por motivos distintos, levanta pasiones encontradas. Pero, en el caso de Díaz, nos atrevemos a apuntar que ha operado otro elemento que tiene que ver con la indistinción que muchos votantes han percibido entre lo que representaba su liderazgo y, por extensión, su espacio político, y lo que representa el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) con el que cogobierna.
Díaz ha tratado de no hacer ruido dentro del Gobierno hasta el punto de haber sido fagocitada por la apisonadora Sánchez, una hábil máquina política que ha apostado en esta legislatura por confrontar a ciertos poderes del Estado mucho más de lo que lo ha hecho visiblemente, hasta ahora, la izquierda de Sumar en el Gobierno. Se dirá que las circunstancias, empezando por la investigación a su esposa, han llevado al presidente a reaccionar de esa manera. Sin embargo, la elección de Óscar Puente como portavoz del PSOE en la fallida sesión de investidura de Alberto Núñez Feijóo ya mandaba un mensaje claro hace meses. Pedro Sánchez decidía no poner la otra mejilla y elevar el tono frente a la derecha y ultraderecha, aunque fuera de manera interpuesta. Finalmente, el crescendo de los ataques, lo han colocado a él en primera línea permitiéndole, de paso, erigirse en el líder de una socialdemocracia que parece en vías de extinción en Europa.
Pudiéramos afirmar que la izquierda formalmente no socialdemócrata, y otrora transformadora, se encuentra en una crisis de representación y liderazgo en España. Sin embargo, eso sería quedarnos en un análisis superficial de la problemática en la que se halla sumida. Cabe recordar que la propia Yolanda Díaz ha sido, de manera reiterada, una de las políticas más valoradas en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Pero su carisma, o el reconocimiento de su labor como vicepresidenta y ministra de Trabajo, no ha logrado traducirse en un liderazgo capaz de atraer voto de manera amplia para Sumar, superando los límites de su espacio político. Es evidente que los liderazgos son fundamentales en política y pueden ser determinantes. También es lógico que quien comanda un espacio político deba responder por sus decisiones. Pero me temo que erraríamos al creer que la izquierda española tiene que buscar responsabilidades individuales en esta crisis en lugar de realizar un ejercicio de autocrítica colectiva.
En efecto, el problema de la izquierda que se presenta como alternativa al PSOE va mucho más allá de un liderazgo, unas siglas o una debacle electoral coyuntural. Desde mi punto de vista, la clave para entender la crisis en la que se encuentra la izquierda española radica en la ausencia de un claro rumbo estratégico que, en buena medida, está relacionado con su apuesta institucional y las concesiones ideológicas a la transversalidad que ha realizado para lograr lo que ha sido su principal objetivo en los últimos años: ampliar sus posiciones de gobierno en distintos niveles del Estado. Se trata del abrazo recurrente al posibilismo que prefiere incidir en el corto plazo, bajo la premisa que es urgente atajar la ofensiva de la derecha y la ultraderecha, pero que olvida que para que se consolide un proyecto de transformación a largo plazo hace falta construir unas bases que lo sostengan. Y ese pilar pasa por la existencia de una organización de base, sea bajo la fórmula de una clásica militancia política -especie en extinción en este mundo de individualidad y espacios colectivos limitados- o en el respaldo, por parte de los electores, a la defensa de manera sólida a unas ideas que marquen un perfil diferenciado respecto a los contrincantes de otros espacios de la izquierda. La única fuerza que tenía y sigue teniendo ambas cosas en Sumar es la coalición Izquierda Unida y, dentro de ella, el Partido Comunista. De hecho, su decisión de subsumirse dentro de Sumar puede tener los días contados y, con ello, podría conllevar el desmantelamiento de facto de este experimento político.
Sin embargo, con independencia del destino concreto que puedan tener unas siglas o agrupaciones políticas que son siempre herramientas circunstanciales, surgidas al calor de las necesidades electorales, está la importancia fundamental de las ideas. El reto de reforzar el flanco ideológico de todo proyecto político de transformación que se precie no debe interpretarse como un mero acto de distinción inane sino como un ejercicio estratégico clave en tiempos en que la vacuidad de propuestas antipolíticas puede obtener gran número de votos gracias al desarme ideológico de varias generaciones.
En esa recuperación de unos nítidos principios ideológicos, sin miedo a pronunciar palabras como marxismo, socialismo, comunismo, anticapitalismo o antifascismo, está la clave para combatir la falta de coordenadas que lleva a ciertos sectores de la clase obrera a votar por sus verdugos, por las marionetas de estos o por quedarse en casa al no sentir que la representación política sea algo útil para mejorar sus vidas. No se trata de usar etiquetas ideológicas de manera hueca, ni de vender humo, sino de construir organización sobre unos principios distinguibles y lograr presentarlos como la guía para la transformación necesaria. Este ejercicio implica asimismo la voluntad de edificar una hegemonía ideológica que debe apostar por el rescate de la memoria, la tradición de luchas y la formación política, sin miedo a ir contracorriente de lo que se interpreta como sentido común dominante.
Es difícil, sin duda, que una fuerza que está en posiciones de Gobierno pueda hacer un discurso creíble de impugnación del sistema, o apelar a su necesaria transformación, cuando forma parte, de alguna manera, de él. Pero es fundamental que si la izquierda transformadora quiere sobrevivir logre esos márgenes de autonomía, coherencia y, por tanto, credibilidad. Con diferentes niveles de éxito, hay fuerzas políticas que logran cabalgar estos complicados equilibrios.
Se torna perentorio, por tanto, realizar un análisis crítico de cómo las experiencias de gobierno, y las concesiones sin fin ante una agenda ajena bajo el argumento de arrancar indudables pequeñas-grandes conquistas para la clase trabajadora, han mermado el proyecto de transformación social radical con el que, teóricamente, nació la izquierda socialista y comunista. Lo que sucedió con la izquierda italiana heredera del potente espacio que ocupaba el Partido Comunista puede darnos algunas claves, salvando las distancias.
Además de todo lo anterior, la izquierda transformadora se arriesga a desaparecer por otro riesgo que no es ya el de no distinguirse de las fuerzas socialdemócratas sino uno más peligroso: creer que copiando el discurso de la ultraderecha en temas sensibles como la migración o la seguridad va a lograr conectar con sus potenciales votantes de clase trabajadora pasto del abstencionismo. El uso de un pseudo obrerismo que instrumentaliza los supuestos problemas de la clase obrera para posicionar ideas que no tienen nada que ver con la histórica tradición de lucha de sus organizaciones referentes no es sólo un fenómeno comandado por sectas minoritarias.
Amplios sectores que vienen del comunismo están validando en distintos países de Europa este repliegue reaccionario que, en tiempos bélicos de agudización de las contradicciones del capitalismo, dinamita las coordenadas ideológicas de la tradición marxista usando el pedigrí de su pasada o presente militancia comunista para legitimar, desde una supuesta izquierda, posiciones que en realidad se enmarcan en la lógica de interpretación de la ultraderecha. El caso de la escisión de Die Linke comandada por Sahra Wagenknecht en Alemania es el ejemplo más paradigmático. Pese a lo indistinguible de su discurso antiinmigración del de la extrema derecha cuenta con defensores en las filas de cierta izquierda, abiertamente reaccionaria, del Estado español.
Volver a retomar el discurso ideológico de una izquierda que surgió para superar el sistema de opresión y explotación capitalista es la única garantía para canalizar un descontento creciente que, si bien toma visos antisistémicos, no acierta a apuntar correctamente a los responsables últimos. Por eso ultraderechistas y oportunistas de todo tipo pueden aparecer como salvadores y conseguir aglutinar bajo sus filas a quienes sienten que el sistema les perjudica. La izquierda transformadora, tanto en el Estado español como en todo el mundo, tiene la tarea histórica, crucial en estos momentos de disyuntiva civilizatoria, de encauzar la lucha contra el sistema económico que provoca esta insatisfacción, no hacia sus víctimas. Para ello hace falta elevar la mirada, huir del tacticismo cortoplacista que prioriza lo institucional y no perder de vista que las acciones de hoy plantan las semillas de la sociedad del futuro. Esta tarea requiere una izquierda presciente y con memoria, pero, sobre todo, sin miedo a ser izquierda.