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Josep Fontana: maestro de maestros

Es difícil escribir estas líneas después de la muerte del que ha sido un referente personal e historiográfico no de una sino de muchas generaciones de historiadores y ciudadanos en Catalunya y España. Generaciones que aprendimos con él, según una feliz expresión de su maestro Pierre Vilar, a pensar históricamente nuestro presente, revistando incesantemente el pasado para ver en él no sólo los caminos que llevaban hasta nosotros y cómo se produce el cambio histórico, sino también, como le gustaba citar de T.S. Eliot, “por el corredor que no tomamos, hacia las puertas que no abrimos”: por el corredor que aún podemos tomar, hacia la puerta que todavía podemos abrir. Y es difícil escribir estas líneas porque en ellas no se puede sintetizar lo que significó la obra y la vida de Josep Fontana (una tarea ingente que abordaran sin duda los hijos de la Casta de Clío en los próximos años), como imposible es sustraerse del impacto emocional de su ausencia. Del impacto emocional de saber que el primer libro de historia que cayó en mis manos, encontrado en la biblioteca en mi primer año de instituto, no fue otro que el de “Historia. Análisis del pasado y proyecto social” o de haber podido asistir años después a sus clases de doctorado y encontrar en las conversaciones con él el estímulo del que ha sido sin duda un maestro de maestros.

Alumno de Vicens Vives, pero muy especialmente de Pierre Vilar, Josep Fontana estuvo marcado por su militancia temprana en el antifranquismo catalán y por su intento renovado de dar sabia en nuestras tierras al proyecto de Historia total, aunque con el tiempo fue mucho más allá de ella. Sus dos líneas principales de trabajo y preocupación constantes se interrelacionaron en este sentido de manera fecunda (a pesar de que su camino nos llevó también mucho más allá, hacia la historia del siglo XX o la construcción de una reflexión sobre el hecho nacional catalán). La primera de ellas intentaba analizar y explicar el tránsito del antiguo régimen al capitalismo, y del absolutismo al Estado liberal, no como una realidad “necesaria” “de un progreso definido de manera unívoca”, sino como un proceso complejo donde se impusieron unas opciones frente a la diversidad de líneas de desarrollo posible, como la construcción de un nuevo mundo que en sus contradicciones llega hasta nuestros días. En este campo sus obras son prolijas y van desde su primer libro “La quiebra de la monarquía absoluta (1814-1820)”, con un impacto enorme en la historiografía de los años setenta, hasta la culminación, que no conclusión, de este proyecto con ese diamante de sabiduría que fue “De en medio del tiempo” publicado en 2006.

Pero es imposible comprender estos trabajos sin su constante preocupación, en lo que fue su segunda gran línea de aportaciones a nuestro conocimiento, por la teoría social y la historiografía que lo situó siempre a la vanguardia de la ciencia histórica durante décadas. Trabajos que se cimentaron desde la publicación en los primeros ochenta de “Historia. Análisis del pasado y proyecto social” hasta el impresionante “La historia de los hombres” en 2006, pasando por ese grito contestatario de un viejo rockero inmensamente joven que fue “La historia después del fin de la historia” a principios de los noventa, cuando Fukuyama y todos los propagandistas del nuevo orden neoliberal pretendían convencernos de que la historia había terminado y sólo nos restaba vivir bajo su yugo. Con esos trabajos insustituibles, marcados por el compromiso constante con el cambio político, social y cultural, nos introdujo en la escuela de los historiadores marxistas británicos, la escuela de los E.P. Thompson, los Hobsbawm, los Hill o Rodney Hilton, fue sin duda uno de los mejores lectores de Gramsci, Lukács y Korsch entre nosotros, hizo de Walter Benjamin y Marc Bloch una fuente de inspiración para la renovación de nuestra historiografía y con ello, con todos ellos, remontándose desde Ibn Khaldun o Vico hasta Ranahit Guha, construyó uno de los legados más fecundos de nuestra historiografía.

Todo ello nos alejó de cualquier mecanicismo y nos enseñó que aquello que no trascendió al proceso histórico, que es tan rico en términos de experiencia histórica como lo que trascendió, no puede ser obviado sin más. Porque la obra y la vida de Josep Fontana estuvieron marcados por el compromiso. Por el compromiso con la enseñanza, y de ello da fe su trabajo constante con profesores de historia de secundaría para la renovación pedagógica, con el compromiso con la vida. Le escribía Pierre Vilar en una carta de 1957 a un joven Fontana “No es una ciencia fría la que queremos, pero es una ciencia”. Y fue a partir de allí que construyó una obra que nos iluminó de forma diferente el siglo XIX y XX en un proyecto de “Una historia que se realice en el interior de este mundo revolucionado y cambiante (…) que cumpla la exigencia que formulaba Bloch de convertirse (...) y que nos ayude a rencontrar la dimensión de la utopía: la esperanza, como decía Martí i Pol, del hecho que ”todo está por hacer y todo es posible“ (…) Porque hay algo que conviene que quede claro. De todo lo que sosteníamos en el pasado, hay algo que no nos avergüenza y de lo que no hemos renegado: el propósito de seguir luchando por un mundo donde haya la mejor igualdad posible dentro de la mayor libertad. En este combate no importa perder una batalla, porque sabemos que otros lo seguirán. E incluso si hubiéramos sabido de avanzada que era inútil, porque todas las batallas se perderían, habría valido la pena librarlas”. Porque, como afirmaba en un pasaje especialmente querido por él de Paul Éluard, “otros las ganarán. Todos los otros”.