Y Kafka se hizo verbo y habitó entre nosotros

13 de agosto de 2024 21:27 h

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Para conmemorar el centenario de su muerte, hacemos de este el “año Kafka” destinado al recuerdo del escritor checo; volvemos una vez más sobre su figura y su obra enigmática que hizo de la sombra un manual de estilo (Angélica Tanarro), una obra que deslumbró a Walter Benjamin, Hanna Arendt, Citati, Calasso, Borges, Elías Canetti, Camus, Adorno, Nabokov… Han pasado cien años desde su desaparición y seguimos leyendo sus libros, meditando sobre ellos e interpretando sus historias crípticas y poliédricas; según Adorno, ello es debido a que su obra es como una oficina de información -actual y eterna- de la situación del hombre. Es lo que acontece con los clásicos, sabios conocedores de la condición humana.

En agosto de 1917 es diagnosticado de una tuberculosis que le llevará lentamente a la muerte ocurrida casi siete años después en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena. Los últimos días son terribles; no puede ya hablar; se comunica por escrito con Dora Diamant, la mujer con la que vivió al final de su vida. Los dolores arrecian, se hacen insoportables e implora la administración de morfina; su amigo Klopstock se resiste a ello y Kafka le dice: “Máteme, o es usted un asesino”.

 El 3 de junio de 1924, a un mes de cumplir los 41 años, dejaba de existir. Había expresado el deseo de que con su desaparición lo hiciesen todos sus escritos, papeles y diarios; nada debía quedar que testimoniase su radical vocación de escritor, y así se lo pide a su amigo íntimo Max Brod. Este se niega a cumplir ese deseo destructivo de reducción a la nada; aspira a ser su albacea literario, no el pirómano de su legado. Hoy tenemos por acertada su deslealtad redentora con la que dio comienzo a una entusiasta labor de apostolado en favor de un escritor genial del que el propio Brod proclamaba su santidad laica. Propugnó una interpretación religiosa de su obra, apenas secundada por los estudiosos (salvo Citati; también de la Rica con su interpretación cristológica de En la colonia penitenciaria). Mucho más interesante y fructífera será la interpretación socio-política. Hay en Kafka una preocupación constante por el poder, la autoridad y la ley; Costas Despiniadis lo define como un anatomista del poder.

En el fondo, Kafka no hizo sino escribir sobre sí mismo. Él dijo en carta Felice Bauer: “Yo soy la novela. Yo soy mis historias”. Espeleólogo nocturno de su mundo interior, nos fue llevando por las galerías angostas de su espíritu complejo, mostrándonos los rincones absurdos de la existencia y recurriendo a relatos de textura onírica para describir la atmósfera propia de una realidad hostil. Por eso hicimos de su nombre el adjetivo de lo absurdo y lo angustioso. Con su excepcional sensibilidad, fronteriza con lo visionario, acertó en la radiografía del hombre contemporáneo, sumido en la angustia del desarraigo y el desvalimiento, presa de incertidumbres y perplejidades. W.H. Auden dijo que Kafka es tan importante para nosotros porque sus problemas son los problemas del hombre de hoy. Han pasado cien años desde su muerte, pero Kafka, conocedor profundo de la condición humana, dejó su palabra escrita y con ella habita entre nosotros.

Cuántos hombres y mujeres despiertan cada mañana, tras un sueño agitado, dándose de bruces con la pesadilla de sentirse lo que no quieren ser, atrapados en una circunstancia que el tiempo fue tejiendo a su alrededor, caparazón insoportable, deformación grotesca de sí mismos proyectada en el espejo cóncavo de una vida a la contra. La vida impuesta como exilio irremediable.

Cuántos hombres y mujeres sienten sobre sus vidas la gravidez de un poder invasivo, dominador y codicioso, de rostro y origen desconocidos, del que es secreción viscosa una burocracia envolvente que nos enreda hasta la impotencia y la insignificancia, el desasosiego y el desamparo. Es el sistema aplastante y laberíntico que al final prevalece sobre el individuo. Kafka dijo a su amigo Janouch: “Las cadenas de la atormentada humanidad están hechas de papel de oficina”.

Kafka da testimonio del hombre que se siente amenazado por un poder absorbente, controlador, que quiere ser dueño de nuestros pensamientos y conductor de nuestros deseos, un poder que no duda, si a su interés conviene, en escondernos la verdad y llamar posverdad a la mentira, un poder, en suma, que quiere impedirnos el acceso al recinto donde se guarda el secreto de la ley, la verdad y la vida, custodiado por un guardián disuasorio que juega con nosotros y tampoco dice la verdad.

Acertó a oír anticipadamente el temblor subterráneo que anunciaba los totalitarismos que despuntaban tras el horizonte; y fue, por ello, avisador del fuego, como dice Reyes Mate. Con su novela El proceso, colocó a Joseph K. en el vórtice de un proceso en un sistema judicial aberrante y deforme, de atmósfera opresiva y febril, acusado y condenado por un delito nunca conocido. Nos hizo saber que cualquier persona podía ser perseguida y condenada, no por sus actos o su conducta sino por ser quien era, por su condición, por su ideario. Es lo que los penalistas llaman “derecho penal de autor” que es lo contrario al derecho penal del hecho, propio de un Estado de Derecho que, como dice Ferrajoli, penaliza acciones y no autores, comportamientos y no identidades.

Cuántos cuerpos de hombres y mujeres llevan tatuada su piel por la acción violenta de un poder que se quiso mostrar omnímodo. Y cuántos habrán vivido la tragedia de una condena sin culpa, como Ahmed Tommouhi y Abderrazak Mounib, ambos condenados por una violación que no habían cometido y cuya condena cumplió el primero (el segundo murió en prisión mientras la cumplía). Cuántas personas habrán sufrido el espanto de Kathleen Folbigg que, siendo inocente, fue condenada en 2003 como autora de la muerte de sus cuatro hijos, condena por la que pasó varios años en la cárcel. Y cuántas otras habrán sido víctimas, como Elena Scherbakova, de una acusación y encarcelamiento debidos a errores o negligencias burocráticas. Entre estas ruinas, entre estos estragos humanos transita perenne la sombra afilada de Kafka.

Tiene razón Costas Despiniadis, quien se acerca a su obra difícilmente seguirá viendo el mundo de la manera en que lo veía antes.