Leí ‘El proceso’ de Kafka en mis años de estudiante; recuerdo aquella primera lectura como una suerte de inmersión en una atmósfera de textura onírica en la que compartía con el atribulado Josef K. la pesadilla densa y grávida de un tribunal que, a lo largo de un proceso disparatado, va cercando a un hombre inocente que no sabe de qué delito se le acusa y por el que, al final, es ejecutado. Lo que en aquella historia ocurría –extraño e insólito- poco o nada tenía que ver con lo que en la vida real acontece, tanto que dentro de las innumerables interpretaciones que de la novela pueden hacerse, podría aventurarse la tesis de que el relato corresponde a una realidad distorsionada por la percepción de una mente enajenada. Escenarios y situaciones, diálogos y personajes aparecían con la desfiguración propia de los sueños y la dislocación de lo absurdo, al tiempo que palabras y conceptos se vaciaban de su significación originaria para adquirir un contenido grotesco. La detención de Josef K. no lo es al cabo, pues seguirá en libertad; el proceso, por arbitrario, no merece tal nombre; el tribunal no juzga, sino que persigue, acusa y condena; no existe la idea de una absolución definitiva. Todo se concita para ofrecer al lector un mosaico de factura extravagante.
Siguiendo el ‘procés’ secesionista catalán, he revivido aquella sensación de quiebra de la realidad; primero, porque ocurre lo inimaginable, y luego, porque se instaura una suerte de realidad paralela y virtual, una farsa que sirve de contrapunto pseudolegitimador del propio desvarío. Y una vez el desbarro se apodera de la realidad, se acude al uso mendaz de las palabras con el vano propósito de apuntalar aquella realidad artificial, inexistente, pero interesadamente acomodada a la percepción distorsionada de las cosas tal como interesa al visionario.
Hace algún tiempo hubiera tenido por inimaginable el escandaloso y espeluznante atropello de la legalidad y de los derechos de la oposición ocurrido en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre. ¿Acaso alguien podía prever tamaña osadía, semejante desafuero de impúdico desprecio por el orden democrático? Fue la gran deflagración secesionista que quiso abrir atajos sobre las cenizas de las instituciones democráticas; estorbaba el respeto y la observancia de la legalidad, como estorbaban también las normas que rigen en el templo donde la palabra, mediante el parlamento, se hace ley. ¿Cómo pueden demandar diálogo aquellos que tan abruptamente lo burlaron en la cámara del diálogo democrático por excelencia? Y al engendro de aquel golpe de lesa legalidad llamaron, sin pestañear, ley. Era impensable algo tan descabellado, pero ocurrió.
Tampoco nunca hubiera podido representarme una tan insólita como insolente imagen de la presidenta de la cámara legislativa de Catalunya al frente de una manifestación, arengando a la masa, ante la sede de los tribunales de Barcelona. ¿Se imagina el lector similar escena en Madrid con la presidenta del Congreso de los Diputados (poder legislativo) encabezando una manifestación ante el Tribunal Supremo (poder judicial)? Absolutamente impensable; y de seguro que no lo veremos. Es cosa que solo en sueños puede ocurrir; y a lo que se ve, con algunos catalanes también.
Los secesionistas tratan de recrear un escenario político-social propio de los años sesenta, necesitan configurar el gran holograma de una realidad a la contra que legitime su discurso mítico. Piden unas libertades que no han perdido y que están reconocidas en la Constitución, piden democracia como si vivieran aún en un régimen autocrático, y llaman represión a lo que no es sino necesaria reacción legal frente a actitudes de contumaz rebeldía contra el orden jurídico y las decisiones de los tribunales. Hablan en nombre del pueblo catalán del que dicen cumplir un mandato expresado en las urnas, unas urnas que fueron puestas al servicio de una algarabía de corte berlanguiano a la que dieron en llamar referéndum, pese a la notoria y escandalosa ausencia de garantías, esperpento pseudodemocrático donde votó quien quiso, donde quiso y cuantas veces quiso. Pero no importan estos dislates; prietas las filas, el ‘procés’ debe continuar. Los mensajes falsarios se repiten una y otra vez por aquello de que la mentira bien cultivada adquiere visos de verdad. Inevitable me resulta en estos días el recuerdo de Orwell cuando escribía que la mentira sistemática practicada por los estados totalitarios no es un recurso transitorio, sino que forma parte integral del totalitarismo (El poder y la palabra).
Los secesionistas proclaman que ‘esto no va de Catalunya ni de independencia sino de democracia’. No es así. Esto va de elemental y obligado respeto a la legalidad, que es en toda democracia fuente de legitimidad, libertad y seguridad, legalidad que de forma abrupta e insurrecta fue pisoteada públicamente en el Parlament. Tal vez no se haya enfatizado lo suficiente ante la opinión pública la idea de que la legalidad es núcleo vital de la democracia, ‘baluarte y premisa de la soberanía de los ciudadanos’ y ‘poder de los sin poder’, como dice Flores d´Arcais.
El predominio de lo insólito y extravagante y esa diplopía a que nos lleva la irracional fabulación de una realidad paralela, en suma, toda esta crónica donde lo real valdría como soñado y lo irreal se nos presenta como verdadero, es lo que da al ‘procés’ una reconocible connotación kafkiana
En algún lugar, el propio Kafka dijo que ‘la realidad auténtica es siempre irreal’. Y repasando el curso del ‘procés’, tenemos que darle la razón.