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El largo viaje hacia la noche

Hasta ahora me había negado a escribir. No quería dejar constancia escrita de las sensaciones que me provocan los primeros días de aislamiento. Tal vez porque lo primero que he descubierto es que la situación para mí no es tan distinta de la habitual, acostumbrado a vivir solo y casi en estado de alarma, lo cual no es un descubrimiento alegre. Los nueve primeros días me he negado a tomar una sola nota. Pero esta mañana apareció una noticia que parecía un titular de una revista de humor negro: “El palacio de hielo se convierte en una improvisada morgue”. Suena a giallo italiano, pero está ocurriendo en Madrid, es “Una de las Siniestras Noticias del Día”.

Hoy cumplo once días de confinamiento, me aislé el viernes 13 de marzo. Desde entonces me organizo para enfrentarme a la noche, a la oscuridad, porque vivo como un salvaje, al ritmo que me marca la luz de las ventanas y la terraza. ¡Estamos en primavera y los días están siendo verdaderamente primaverales! Es una de las sensaciones maravillosas de cada día, algo que había olvidado que existía. La luz del día y su variado periplo hasta llegar a la noche. El largo viaje hacia la noche, pero no como algo terrible sino gozoso. (O en eso me empeño, dándole la espalda a la agonía de los datos).

He dejado de mirar el reloj, solo lo consulto para saber cuántos pasos he caminado por el largo pasillo lateral de mi casa, el pasillo en que Julieta Serrano le reprochaba a Antonio Banderas que no había sido un buen hijo, refiriéndose a mí. La oscuridad exterior me indica la llegada de la noche, pero tanto el día como la noche son tiempos sin horarios. He dejado de tener prisa. De todos los días, hoy, 23 de marzo, mis sentidos me dicen que los días son más largos. Disfruto de más tiempo de luz.

No estoy lo suficientemente animado como para ponerme a escribir ficción -todo llegará- aunque se me ocurren tramas variadas, unas de naturaleza íntima (estoy seguro de que habrá un baby boom cuando todo esto acabe, pero también estoy seguro de que se habrán producido montones de rupturas -el infierno son los demás, decía Sartre-, habrá parejas que tendrán que afrontar las dos situaciones a la vez, la ruptura y la llegada de un nuevo miembro a la nueva familia rota).

La realidad de ahora mismo es más fácil entenderla como una ficción fantástica que como parte de un relato realista. La nueva situación global y vírica parece salida de un relato de ciencia ficción de los años 50, los años de la guerra fría. Películas de terror que contenían la más burda propaganda anticomunista. La serie B americana, películas que, en general, eran excelentes (especialmente las basadas en novelas de Richard Matheson, El increíble hombre menguante, Soy leyenda, The twilight zone) a pesar de las aviesas intenciones de sus productores. Además de las mencionadas pienso en Ultimatum a la tierra, Death on arrival, Planeta prohibido, La invasión de los ladrones de cuerpos, y cualquier película de marcianos.

El mal siempre venía del exterior (comunistas, refugiados, marcianos) y servía de argumento a los más burdos populismos (aunque todas las películas que menciono las recomiendo fervientemente, las películas siguen siendo estupendas). De hecho, Trump ya se encarga de que lo que estamos padeciendo suene a película de terror de los años 50 llamándole al virus “el virus chino”. Trump, otra de las grandes enfermedades de nuestro tiempo.

Decido entretenerme. Normalmente improviso (pero esto no es un fin de semana, días de soledad y aislamiento) ahora hago una programación de cine, telediarios y lectura para las diferentes horas del día. Mi casa es una institución y yo, su único habitante. Últimamente también incluyo algo de ejercicio físico doméstico, hasta ahora estaba demasiado abatido y el único ejercicio que hacía consistía en pasear por el largo pasillo, el de Julieta Serrano y Antonio Banderas en Dolor y gloria.

Elijo la película de la tarde, Un flic (Crónica negra) de Melville, un plato seguro, y para la noche me sorprendo a mí mismo eligiendo una película de James Bond, Goldfinger. Para días como estos (eso es lo que pensaba yo) lo mejor es el puro entretenimiento, la pura evasión.

Cuando estoy viendo Goldfinger me alegro de la elección, más que elegirla yo fue ella -la película- la que me eligió a mí. Conocí a Sean Connery, coincidimos codo con codo en una cena en Cannes y me sorprendió su cultura cinematográfica y sobre todo que mi obra pudiera interesarle lo más mínimo. Él ya no vivía en Marbella, pero seguía adorando España. Quedamos como amigos e intercambiamos teléfonos que estaba seguro ninguno de los dos utilizaría. Sin embargo, unos meses después, era la temporada 2001/2002, me llamó por teléfono aprovechando que acababa (él) de salir de una proyección de Hable con ella. No soy nada fetichista, ni mitómano, pero escucharle hablar de mi película me dejó sobrecogido. Y oír su voz, una voz profunda, de buen actor y hombre atractivo. Pensaba en todo esto mientras veía Goldfinger por la noche. La cuarentena, la noche, Sean Connery y yo, con saltos e interrupciones.

Entre una sesión de cine y la otra conecto un momento la televisión y me entero de que Lucía Bosé ha sido barrida por este tornado del que solo conocemos el nombre. Y se me caen las primeras lágrimas del día. Lucía me fascinaba como actriz y como persona. La recuerdo en Crónica de un amor de Antonioni, una mujer de una belleza inaudita, rara para la época, y ese modo de caminar, andrógino y animal, que Miguel Bosé heredó entre otras cosas. Programaré para mañana la película de Antonioni.

Yo fui uno más de tantos amigos de Miguel que cayó fulminado ante el hechizo de esta mujer tan poderosa que parecía eterna. Con Jeanne Moreau, Chavela, Pina Bausch y Lauren Bacall, Lucía formaba parte del olimpo/podio de la mujer moderna, libre, independiente, todas ellas más machas que los hombres que las rodearon. Perdón por la cascada de “nombres” pero tuve la suerte de conocerlas a todas y de intimar con ellas. Es lo malo de estar varado en tu casa, uno es presa fácil de la nostalgia.

Localizo a Miguel en México DF y hablamos un buen rato. Hacía años que no conversábamos y a pesar de lo luctuoso de la situación, quise agradecerle la cantidad de orquídeas blancas que me ha ido mandando a lo largo de las últimas tres décadas para mis cumpleaños. No importa el lugar donde yo me encontrara, casi nunca en Madrid, cada 25 de septiembre he recibido una maceta de orquídeas blancas que me duran meses, junto al tarjetón de MB.

Lo bueno de carecer de horarios durante el confinamiento es que desaparecen las prisas. Desaparece la presión y el stress. De natural ansioso, nunca me ha invadido menos la ansiedad que ahora mismo. Sí, ya sé que la realidad, más allá de mis ventanas, es terrible e incierta, por eso me sorprende no estar angustiado, y me aferro fuerte a esta sensación nueva de estar venciendo el miedo y la paranoia. No pienso en la muerte ni en los muertos.

La principal ocupación, algo también nuevo para mí porque en general tengo la mala costumbre de no contestar los mensajes, o contestar poco, es contestar a todo el mundo que me escribe, interesándose por mí y por mi familia. Porque por primera vez el lenguaje no es una convención banal y las palabras tienen significado. Me tomo muy en serio lo de contestar y cada noche hago una ronda para enterarme de cómo están mi familia y los amigos.

Cuando ya no entra luz por la ventana comienzo a ver Goldfinger, vuelve a fascinarme el tema de Shirley Bassey, y la breve aparición de otra Shirley, Shirley Eaton, la bella actriz que pagó muy caro haber caído en los brazos de Bond. Su cuerpo pintado de oro, en la cama, sin un solo poro libre por donde respirar, sigue pareciéndome una de las imágenes más poderosas que la franquicia ha dado para plasmar el deseo/la avaricia/el erotismo y la locura de los villanos superpoderosos cuya ambición es destruir el mundo y que sobrevivan solo sus vasallos.

Tengo que interrumpir la visión porque me llama mi hermana Chus para decirme que me está viendo en un documental en La 2. Ya está muy avanzado, salto del vídeo a la segunda cadena y me encuentro con el documental de Chavela, de Daresha Kyi y Catherine Gund. Todo lo que veo y oigo me emociona hasta las lágrimas. Me ha pillado por sorpresa, aunque yo ya había visto el documental en su momento. Pero el momento de ahora es distinto a todo lo que he vivido, no puedo establecer comparaciones. Solo sé que estoy confinado y a la vez dándome a la fuga, cada día que pasa veo menos las noticias. Intento mantener a raya el pánico y la angustia. La fuga de la que hablo (a través del entretenimiento y la evasión es cualquier cosa menos monótona). El documental de Chavela, a pesar de haberlo visto me impacta con una emoción que no puedo ni quiero controlar. Lloro hasta el último fotograma. Me invaden de golpe los recuerdos de todas las noches que la presenté en la Sala Caracol o el teatro Albéniz (el primer teatro que pisó como cantante, el maldito machismo mexicano no le permitió pisar un teatro vestida con pantalones y poncho, porque alguien ataviada así no era una verdadera mujer).

La presenté en París, en el Olympia. Costó, pero conseguimos llenar el teatro. Por la mañana, probando sonido, Chavela le preguntó a uno de los empleados dónde solía ponerse la Señora Piaf cuando actuaba en el local. Y desde ese mismo lugar cantó Chavela. A partir de esa noche, como parte de mi propio ritual donde Chavela era mi Piaf, yo empezaba mis presentaciones besando los centímetros del escenario que después pisaría Chavela.

Viniendo del entretenido James Bond no estaba preparado para escuchar una vez más la voz de la Gran Chamana, cantando o platicando, ni estaba preparado para verme a mí mismo cantando con ella “Y vámonos” y compartiendo tantos momentos de su vida en Madrid y en Méjico.

Recuerdo que la llamé desde Tánger en las navidades de 2007, su voz, la articulación de las pocas palabras que dijo me alarmaron. Una de las muchas cualidades de Chavela era su maravillosa pronunciación del castellano, las palabras en su boca sonaban completas, no desaparecía una sola letra. Por teléfono solo consiguió articular “te quiero mucho” y “el tiempo pasa”. Me quedé muy preocupado y dos semanas más tarde me presenté en la quinta La Monina, en Tepoztlán, donde vivía acogida por una amiga de juventud. Yo iba preparado para lo peor, sabía que la habían ingresado tres días antes en el hospital. Pero cuando se enteró de que iba a verla exigió que le dieran el alta la noche antes -no había modo de decirle que no a Chavela- y allí estaba ella, recibiéndonos en su casita de Tepoztlán como una de esas flores de pascua, radiante, tersa y con su voz de siempre que no dejó de hablar durante las tres horas que estuvimos de visita.

Nos fuimos por la tarde y se quedó sola, confinada consigo misma. Una mujer indígena la asistía hasta la cinco de la tarde. Desde entonces se quedaba sola hasta el día siguiente, Chavela no permitía que se contratara a nadie para que la acompañara por las noches. Mi madre era igual en los años previos a su muerte, por alguna razón incomprensible las mujeres fuertes se vuelven tacañas e irracionales, no hay modo de advertirles lo largas que son las noches, entre otras cosas porque ellas lo saben de sobra, pero tienen una capacidad de aguante sobrehumano.

Hablamos de la enfermedad y de la muerte y me dijo, como buena chamana, “no le tengo miedo a la muerte, Pedro, los chamanes no morimos, transcendemos”. No me cupo la menor duda de que tenía razón. También me dijo “Estoy tranquila”. Y continuó “una noche me detendré, poco a poco, sola y lo disfrutaré”.

Al día siguiente nos recibió de pie y con ganas de que la lleváramos a comer. Chavela era una mujer experta en resurrecciones. Totalmente recuperada se prestó encantada a mostrarnos algunos lugares de Tepoztlán. Empezando por el cerro Chachiptl, justo enfrente de la finca donde vivía (en aquella zona John Sturges había rodado Los siete magníficos). Según dice la leyenda el cerro abrirá sus puertas ocultas por las rocas y la maleza cuando llegue el próximo apocalipsis y solo se salvarán los que acierten a entrar en su seno, me informa Chavela. La miro, sorprendido una vez más. Ella ya se estaba preparando para el próximo apocalipsis y no puedo evitar pensar en el que ya estamos instalados nosotros en estos momentos.

Todavía con las mejillas húmedas me tomo un respiro antes de volver a James Bond, pero La 2 de RTVE esta noche está implacable. Después de Chavela ponen otro documental que también lleva la luz en su título: La luz de Antonio. Antonio es el pintor manchego Antonio López y la luz de sus ojos es su esposa María Moreno, gran pintora realista que se mantuvo siempre a los márgenes, detrás de Antonio y del grupo de gigantes que formaban el grupo de pintores realista de los años 50. Recomiendo vivamente el documental y, de paso, a La 2 por su programación exquisita.

María Moreno ha muerto hace pocas semanas, la recuerdo como un ser angelical, lo opuesto a Chavela, su pintura transpira esa atmósfera amable, grata, misteriosa, tan distinta de los cuadros de Antonio López, con el que unos pasos detrás de él, compartía los mismos temas. El documental aborda también su trabajo como productora improvisada en la película de Victor Erice El sol del membrillo, otra película, tal vez la mejor, que aborda el milagro de la luz natural sobre los objetos que forman nuestro mundo. La luz, siempre la luz del largo viaje hacia la noche, atravesada por las distintas estaciones del año.

En la obra maestra de Erice vemos a Antonio López en su estudio, barriéndolo y preparando el lienzo sobre el que abordará su nueva obra. Es un ritual precioso. Antonio sale al humilde patio de su casa, con un vaso de vino en la mano, y le vemos observar arrobado la fruta amarilla de un árbol de membrillos, un árbol escuálido, humildísimo y como destartalado. Los membrillos, muy amarillos, conviven rodeados de hojas de un verde oscuro. Es por la mañana, Antonio rodea el árbol y se fija en la áspera piel de los membrillos, los mira fascinado, subyugado. Y se propone pintarlo aun sabiendo que la imagen que él contempla es imposible de trasladar al lienzo porque la fruta está viva e irá cambiando con los días y la luz tampoco se mantendrá la misma. La película habla de esa batalla del artista por atrapar la luz del sol sobre el membrillo, una batalla perdida de antemano.

En el año 92 del siglo pasado la película se puso en el Festival de Cannes, una edición mediocre en la que yo formaba parte del jurado. La película recibió muy justamente el Premio Especial del Jurado. Casi tuve que pelearme con Gérard Depardieu, el presidente del jurado, al que no le gustó la película y la tachó de documental. Afortunadamente el resto del jurado me apoyó.

Ya es muy tarde cuando me bajo de La 2, pero da igual, el tiempo en confinamiento es redondo y no quería quedar mal con James Bond, no quería acostarme hasta que Sean Connery desbaratara los planes del maquiavélico y gordo Goldfinger y nos salvara a todos.

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