'Lawfare', llámalo responsabilidad judicial
Los decibelios no paran de subir en el ámbito de la justicia. Tras los apocalípticos comunicados realizados por las asociaciones judiciales y fiscales proclamando el fin del Estado de Derecho y la separación de poderes, es el turno de la huelga y las concentraciones a las puertas de los juzgados. La exclusión del término “lawfare” de la proposición de ley de amnistía no ha apaciguado los ánimos de una judicatura cada vez más activista. Y ahora, desde los sectores conservadores del Poder Judicial, están llamando a la movilización directa contra la amnistía y el acuerdo de investidura. Insisten en que sus decisiones podrán ser auditadas por la Cortes Generales. Algunos incluso han llegado a tildar el uso de la expresión de “puro chavismo”.
Pero, ante el tradicional alarmismo de la derecha, convendría preguntarse si el empleo del término es acertado, qué efectos tiene realmente y, sobre todo, si existen otras alternativas para hacer frente al creciente fenómeno que pretende combatir.
Técnicamente, el lawfare es un concepto más cercano a la sociología y las ciencias políticas que al Derecho. Por eso, en términos estrictamente jurídicos puede resultar impreciso o entrañar cierta vaguedad. En el contexto presente, se suele recurrir a él para definir, con carácter general, el activismo de ciertos jueces a la hora de perseguir a sus adversarios políticos. Incluso cuando ello requiere forzar o saltarse directamente la legislación que deben aplicar. Ha sido utilizado sobre todo en Latinoamérica. Y, de su raíz etimológica –la contracción de law (derecho/ley) y warfare (guerra)–, se deduce el cariz beligerante que presenta.
De hecho, fue acuñado por un militar, Charles Dunlap, juez y abogado general de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, durante la guerra de Afganistán. Ese origen no es casual, pues su uso actual responde al escenario de confrontación directa que, en este momento, se está produciendo entre los poderes del Estado. Un escenario del que el judicial tiene buena parte de responsabilidad.
La instrumentalización de la justicia por las fuerzas políticas conservadores resulta una realidad innegable en nuestro país. Para constatar el peligro que ciertos jueces comportan para los procesos democráticos, solo hace falta atender a las oportunas intervenciones del magistrado García Castellón contra Podemos o los independentistas y, más recientemente, contra la propia investidura. También son representativas algunas actuaciones de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional en aras a garantizar la unidad de España. Si a esto le sumamos los pronunciamientos cuasi golpistas del CGPJ, salta a la vista la necesidad de tomar medidas antes de que sea demasiado tarde.
El problema de optar por el lawfare para atajar la situación es la ambigüedad y difícil delimitación que acompaña a esta expresión. Su aplicación a casos como el de Dilma Rousseff y Lula da Silva en Brasil, al de Julian Assange en Reino Unido o al de Victoria Rosell en el plano nacional, es clara. Pero, ¿podría utilizarse también para definir situaciones procesales como la de Donald Trump, reiteradamente imputado en vísperas de su candidatura? Merece la pena plantearse detenidamente las consecuencias de validar jurídicamente esta idea ante una ultraderecha cada vez más fuerte, con creciente tendencia a cuestionar abier¹tamente las reglas del sistema democrático. Al fin y al cabo, para quienes “la constitución destruye la nación”, tal y como rezaba alguna de las pancartas ondeadas estos últimos días por las inmediaciones de Ferraz, el lawfare puede resultar una buena coartada a la hora de quebrantar el marco constitucional. Tanto en la política como en el Derecho, toda palabra puede convertirse en un arma de doble filo.
Además, su eficacia para el caso concreto resulta igualmente cuestionable. Si, como parece inferirse del acuerdo de investidura, el lawfare solo sirve para justificar una eventual extensión de los efectos de la amnistía cuando así lo aconsejen las comisiones del Congreso, poco aporta de nuevo a la ecuación. Ahora y siempre, el Parlamento ha tenido en su mano cambiar la Ley cuando existan las mayorías para ello –y la amnistía, de ser aprobada, será eso, una ley–. Entre las razones que justifican cualquier reforma legislativa se encuentra, sin duda, la de reconducir el dictado de los jueces. De hecho, así ocurre cada vez que se suprime un tipo penal, por ejemplo. El acuerdo no cambia nada al respecto. El legislador, como representante de la soberanía popular, ya puede y continuará pudiendo extender el ámbito de cualquier texto legal si así lo aprueba a través del debido procedimiento. En este sentido, el ruido parece innecesario y la alarma infundada.
Así las cosas, está claro que el activismo judicial desbocado supone un creciente problema para el funcionamiento de nuestra democracia. Pero, para solucionarlo sin profundizar aún más en la guerra entre poderes ya en curso, antes que incorporar el lawfare a nuestro acervo jurídico, sería mejor tirar de un viejo concepto aparentemente olvidado por casi todos: la responsabilidad judicial. Quienes utilizan torticeramente la justicia o cualquier otro poder del Estado para perseguir al adversario ideológico, incurren en una grave responsabilidad jurídica y también política –el caso Kitchen lo evidencia–. Esta responsabilidad, en lo tocante a los jueces, puede y debe exigirse tanto desde dentro como desde fuera del Poder Judicial. Ya existen mecanismos para ello, pero, si tal y como parece no funcionan bien, pueden reforzarse sin que suponga injerencia alguna en la independencia, sino todo lo contrario.
La realidad es que, durante décadas, la responsabilidad judicial se ha ido diluyendo tras el opaco manto de la independencia. Y, en una funesta interpretación de lo que significa esta garantía constitucional, sus depositarios han tendido a desentenderse de lo que sus colegas más activistas hacían o dejaban de hacer. Mientras, muchos partidos han tratado de sacar provecho de ese “compromiso político” presente en algunos togados.
A diferencia de lo que ocurre con otros cuerpos del Estado, como la Guardia Civil, donde, al margen de la ideología de sus miembros o asociaciones, la autodisciplina es concebida como un valor, hasta el punto de aplicar a sus miembros un estándar aún más severo que a los ajenos, en la judicatura se ha ido relajando la autocontención hasta rozar el todo vale. Si los actos de alguno de sus integrantes van en contra de la imagen y decoro del propio poder o directamente conculcan la legislación, como en ciertos casos está ocurriendo, los primeros que tienen en su mano reconducir la situación son los propios jueces y magistrados. Para eso precisamente existe el CGPJ –y no para hacer comunicados– o, en última instancia, la jurisdicción penal.
Seguramente haya miembros de la judicatura progresistas, demócratas y comprometidos con el Estado de Derecho que vean una amenaza en el lawfare. Pueden tener sus razones, pero también deben entender que la responsabilidad de la situación es compartida. Que hasta que el Poder Judicial desarrolle una responsabilidad colectiva sobre sus actos como parte fundamental del Estado democrático de Derecho, las injerencias de unos pocos seguirán produciéndose. Y es de prever que los otros poderes traten de defenderse ante ellas, sacrificando en ocasiones por el camino el deseable rigor jurídico del que una parte de la magistratura lleva tiempo sin hacer gala. En la mano de todos está impedir esta deriva; empezando por ellos.
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