Al Banco de España le acaban de arruinar la presentación de su informe sobre la crisis financiera; un informe en el que afirma que la crisis concluyó en 2014, en una especie de invocación con pretensiones taumatúrgicas para que el poder de las palabras se imponga sobre la realidad de los balances.
Y es que la compra a precio de derribo del Banco Popular por parte del Banco de Santander viene a demostrar que el sistema bancario español sigue teniendo muertos vivientes bajo las alfombras y que, en tanto los balances bancarios sigan preñados de activos inmobiliarios tóxicos y el coste final del rescate para los contribuyentes no sea precisado, no podrá certificarse el final de la crisis financiera y bancaria. Máxime cuando las ayudas públicas no sólo han servido para sanear instituciones bancarias a costa del erario público sino también para camuflar las delicadas condiciones de algunas entidades a las que se les ha suministrado respiración asistida por la vía de créditos fiscales que, como en el caso del Banco Popular, han servido para permitirle superar varios test de estrés sin que saltara ninguna alarma.
En cualquier caso, la liquidación del Banco Popular permite extraer otras conclusiones acerca de lo que ha ocurrido en este país durante la crisis y del relato que se ha construido de la misma.
En primer lugar, puede descartarse ya que la piedra de toque sobre la que se construye el relato de la crisis sea atribuir a la naturaleza presuntamente pública de las cajas de ahorro el elemento diferencial que explica su mayor vulnerabilidad a la misma.
Frente a esta interpretación falaz, el hecho cierto es que la explicación de la crisis bancaria y financiera en España tiene que pasar necesariamente por el grado de implicación de las entidades en el negocio inmobiliario. Sólo de esa forma se puede entender que hubiera Cajas de Ahorro que se resistieron a los cantos de sirena de la especulación inmobiliaria y superaran la crisis sin tener que ser rescatadas y que hubiera bancos que sucumbieron a dichos cantos y han necesitado bien de apoyo público o bien se han visto condenados a la liquidación.
Quiere decirse con ello que la crisis no puede tratarse, por tanto, como una cuestión acerca de la titularidad de las instituciones implicadas o sobre las particularidades específicas de la naturaleza de algunas de ellas, sino que se convierte en un problema de gestión y asunción de riesgos por sus gerentes. Sólo enfocándolo desde esa perspectiva se podrá realizar un diagnóstico correcto que permita adoptar las medidas adecuadas a futuro para evitar que la situación vuelva a repetirse.
En segundo lugar, la crisis del Banco Popular desvela la debilidad de la capacidad supervisora de las autoridades que tienen encomendada dicha tarea. El Banco Popular superó las cuatro últimas revisiones realizadas por el Banco Central Europeo, por el Banco de España y por la Autoridad Bancaria Europea; la última, además, se hizo el año pasado. Es decir, todas las instituciones supervisoras fracasaron en el diagnóstico de la situación del banco y todas ellas son, en consecuencia, corresponsables de su crisis y liquidación.
En tercer lugar, es necesaria una reflexión acerca de la situación en la que queda el sistema bancario español tras la absorción por parte del Banco Santander del Banco Popular. El grado de concentración bancaria que se ha producido en este país en los últimos años no tiene parangón en el resto de Europa: los cinco mayores bancos españoles han pasado de poseer el 31,4% de los activos del mercado en 1997, al 42,4% en 2008 y al 61,8% en 2016. Es decir, la crisis les ha permitido acaparar casi 20 puntos del mercado adicionales.
La conclusión es evidente: mientras el Gobierno español, con el dinero de los contribuyentes, rescataba y saneaba a instituciones financieras estaba facilitando, simultáneamente, la oligopolización y concentración del sector. Y eso tiene consecuencias más allá del refuerzo de la posición de poder de determinadas instituciones financieras por cuanto se traduce en pérdida de puestos de trabajo, cierre de oficinas y, con ello, expansión de la exclusión financiera, especialmente en el mundo rural.
Baste recordar que desde el año 2012, y según datos del propio BCE, la plantilla del sistema bancario español se ha reducido en más de un 20% –esto es, algo más de 47.000 personas–, mientras que se han cerrado más de 9 mil sucursales, también algo más del 20% del total; recortes que contrastan con los que, por término medio, se han producido en el resto de la Eurozona. En cualquier caso, a todos esos recortes habrá que sumar, ahora, los que se derivarán del proceso de integración del Banco Popular en el Banco Santander y que se estiman en torno a unos 5.000 puestos de trabajo.
Y, por último, no hay que olvidar que, con esta operación, España ha inaugurado el mecanismo de rescate europeo a través de la Junta Única de Resolución y ha propiciado el primer rescate en el que no se compromete, en principio, dinero público. Por una vez, han sido accionistas y bonistas, esto es, propietarios y acreedores del banco los que asumen el coste de la mala gestión de sus gerentes: un banco privado rescatado con dinero privado.
Hasta ahí justo lo que se le supone al capitalismo: que si no se socializan los beneficios tampoco se haga lo propio con las pérdidas. Cosa distinta es si las ampliaciones de capital se hicieron fraudulentamente, engañando a los inversores, o si se colocaron bonos contingentes o deuda subordinada a clientes o pequeños inversores. Si ese hubiera sido el caso, el problema abandona la esfera económica y entra la jurisdiccional y ahí se depuraran las responsabilidades correspondientes; como las que hay que exigir también a sus directivos y gestores.
En cualquier caso, hay una cosa casi cierta: el informe del Banco de España ha quedado desfasado antes de ver la luz. Habrá que esperar a la addenda.
Alberto Montero Soler es diputado y portavoz de Economía de Unidos Podemos.