¿Qué les debemos a los Borbones?

30 de octubre de 2023 21:49 h

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En una célebre escena de la película 'La vida de Brian' (1979), un puñado de opositores al dominio imperial en trance de continua escisión discute acaloradamente acerca de la pregunta: ¿Qué les debemos a los romanos? La polémica se sustancia con un reconocimiento a regañadientes de todo aquello que Roma aportó a la civilización coetánea: el alcantarillado, las calzadas, el urbanismo, el derecho… Los relatos históricos tienden a primar los elementos legitimantes sobre los aspectos oscuros de tal forma que, inmersos en su propia debilidad grupuscular, los impugnadores no son capaces de contraargumentar que a Roma también se la debe el esclavismo, la inhumanidad del sistema punitivo o de los espectáculos públicos y la corrupción que minó los fundamentos del imperio hasta hundirlo en la anarquía militar. 

Más próximos en el tiempo, los fervorosos partidarios de la monarquía, en sus distintas modalidades de presentación –absoluta, constitucional, parlamentaria–, han coincidido históricamente en basar su pervivencia y la transmisibilidad hereditaria del trono en el axioma de que se trata del “plebiscito de los siglos”. En estos días asistimos –lo estamos viendo en las portadas de la prensa rosa y en las oriflamas que ornan las farolas de Madrid por la cortesanía de su alcalde– a un sahumerio atosigante de la corona en la persona de la heredera, perteneciente a una familia a la que al parecer debemos la sanación de un cuerpo nacional secularmente dividido en dos mitades irreconciliables. Se diría que los Borbones hubieran heredado los poderes taumatúrgicos de la vieja casa de los Capeto de la que descienden. 

Para sus voceros militantes, la monarquía es fuente proverbial de estabilidad en comparación con la fatal y efímera experiencia de las dos repúblicas. La única España posible que conciben es la coronada, cabo final de un indestructible hilo negro que arranca de la monarquía militar visigoda convertida al cristianismo y recorre los siglos en rumbo de catolicidad y universalidad desbordantes, jalonando el itinerario con las gestas de la Reconquista, alcanzando su cénit con la unificación dinástica bajo los Reyes Católicos y fecundando las tierras del Nuevo Mundo con su genio imperial. Un paradigma de la genealogía nacional que las formulaciones alternativas, desde el espíritu de independencia de Numancia, la defensa de los fueros municipales contra el poder nobiliario; pasando por las revueltas de los irmandiños, las Comunidades, las Germanías y las matxinadas; y llegando a las formulaciones del liberalismo progresista y el republicanismo, apenas han logrado erosionar.

Sin embargo, analizando las credenciales históricas de la monarquía borbónica y de las repúblicas en España, la comparación es odiosa. La Primera República (1873) advino a consecuencia de la vacante en el trono por renuncia del rey constitucional, Amadeo I de Saboya, sucesor por breve tiempo de una Isabel II de Borbón cuyo régimen corrupto había sido derrocado por la revolución de 1868. Las Cortes, reunidas en pleno, proclamaron la República el 11 de febrero de 1873 por una mayoría aplastante de 258 votos a favor y 32 en contra. El poeta Walt Whitman la saludó desde el otro lado del Atlántico: “Saliendo de la lóbrega sombra como de espesas nubes, de los naufragios del feudalismo y de los hacinados esqueletos de los reyes; saliendo de los viejos escombros europeos, de las aplastadas mascaradas, de las catedrales en ruinas, de los palacios deshechos y de las tumbas de los sacerdotes, he aquí que los rasgos frescos y relucientes de la libertad asoman”. La Segunda República (1931) llegó como resultado del rechazo generalizado a un monarca que había enviado a sus soldados al matadero de Marruecos en defensa de intereses espurios, había amparado el golpe de estado del general Primo de Rivera para eludir la exigencia parlamentaria de responsabilidades y había aceptado la suspensión de la constitución de 1876, la propia base jurídica del régimen de la Restauración. 

Las dos Repúblicas tuvieron en su origen un código genético inequívocamente democrático. No se puede decir otro tanto de la dinastía borbónica. Llegó a España tras una guerra exterior, pero también civil, la de Sucesión (1701-1715), sustanciada con la abrogación por Felipe V de los regímenes forales de parte de sus territorios. Carlos IV y Fernando VII enajenaron la soberanía a beneficio de Napoleón en 1808. En 1814, el rey felón suprimió las Cortes y suprimió la Constitución de Cádiz, y en 1823 apeló a un ejército extranjero para que le restituyese su poder absoluto. En 1874, la restauración de Alfonso XII fue promovida por un pronunciamiento militar, el del general Martínez Campos. Alfonso XIII permitió otro en 1923 para tapar sus propias responsabilidades en el desastre de Annual y sus partidarios conspiraron desde su exilio en la Italia de Mussolini para derribar al régimen republicano, urdiendo una trama para allegar a los futuros sublevados armas, pertrechos y aviones de bombardeo. En 1967, Juan Carlos I fue designado como su sucesor por el general Franco. El corolario presenta a los Borbones como una dinastía de fijos-discontinuos, que salieron del trono tres veces y fueron repuestos otras cuatro. Entre no poder vivir con ellos o sin ellos, los españoles fueron compelidos en última instancia, espadón mediante, a acatar siempre la segunda opción 

Los fastos de la jura de la heredera vienen a incidir sobre un debate, desigual en su afloración temporal a modo de Guadiana, acerca de si está la monarquía en crisis o su decadencia es la de todo un relato nacional. Hasta el año 2011, la institución formaba parte esencial del imaginario de la transición. Legado de la dictadura como evidencia histórica de la incapacidad de la oposición antifranquista para imponer una ruptura democrática, la corona se bautizó aparentemente en las aguas del Jordán un 23 de febrero de 1981. Haciendo de la necesidad virtud, la figura del rey se erigió en un referente nacido de la urgencia de dotar de un seguro de estabilidad a una sociedad ansiosa de superar el estado de sobresalto. Juan Carlos de Borbón fue reverenciado por encima de todo límite prudente por casi dos generaciones de españoles. Su sucesor, que ha tenido que asumir la factura de la frustración de esa narrativa, no ha contado con la misma fortuna.

Hoy, los analistas demoscópicos hablan de una desafección de las nuevas cohortes demográficas hacia las instituciones emanadas de aquel ya remoto proceso histórico. Conviene recordar que, tomando como base las cifras de población por edad del INE del primer trimestre de 2023, España cuenta con 48.345.223 habitantes, de los que el 41.969.601 son españoles de nacimiento. De ellos, el 56,3% nació después de la promulgación de la Constitución de 1978 y el 48,9% de los actualmente mayores de edad no tuvo ocasión de refrendarla ni ha sido llamado a avalar reforma alguna con su voto. Quizás sea esto lo que explique que, según la única encuesta que ha preguntado por ello en los últimos años, y no era del CIS, un 40,9% de la población manifiesta su apuesta por la república frente a un 34,9% que está a favor de la monarquía. La opción republicana gana en todas las cohortes de edad por debajo de 54 años y es mayoritaria –hasta con treinta puntos porcentuales de diferencia– entre los menores de 24. A este paso, podría llegar a cumplirse aquella paradoja que Thomas Paine y los demócratas radicales denunciaron en el siglo XVIII como rasgo indeseable de los sistemas carentes de un fundamento racional: que esté encomendado a los muertos el gobierno de los vivos. 

Lo peor de las monarquías no es la irracionalidad de su principio rector, la transmisión de la principal magistratura del estado confiada a la ruleta de la herencia genética, sino que sus crisis se transfieren inevitablemente al propio estado. Las repúblicas están dotadas de válvulas de seguridad, desde la convocatoria de nuevas elecciones presidenciales a los procesos destituyentes instruidos por los representantes electos de la soberanía nacional, que impiden que la presión alcance el nivel de alarma. Las monarquías solo dejan dos salidas a sus titulares, ambas con desgarro: la abdicación o el derrocamiento. Les salva la inepcia política de sus impugnadores y el permanente chantaje de que la alternativa aparezca como una invitación a asomarse al abismo. Un miedo que, es cierto, les debemos históricamente a los Borbones.