El preámbulo de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana (4/2015) pretende que bajo ese enunciado los “derechos y libertades” no sean “meras declaraciones formales” y asegurar el ejercicio de los mismos frente a los que denomina “diversos fenómenos ilícitos”. Todo, en nombre de ese concepto tan indefinido como peligroso para la democracia como “el mantenimiento de la tranquilidad ciudadana”. Para garantizarla, todo vale. A tal fin, se fortalece la capacidad intervencionista de la policía, se restringen expresa o tácitamente derechos ciudadanos y se amplían desmesuradamente las infracciones administrativas. Asimismo, se agrava la potestad sancionadora con multas que representan, finalmente, una mayor presión sobre los ciudadanos, ya que su impago genera el inmediato embargo de los bienes. Convirtiéndose uno de los fines esenciales de la ley en uno tan impreciso y de estricta valoración policial como “la preservación de la seguridad y la convivencia ciudadana”.
Entre las amplísimas potestades de la policía se incluye, cabe destacar, la facultad para la identificación de personas en funciones de “indagación y prevención delictiva” que valorará a su libre criterio el agente de turno, quien podrá decidir, respecto de aquellos ciudadanos que no logren identificar, su traslado temporal a dependencias policiales próximas a los efectos de dicha identificación por un periodo no superior a seis horas. Es decir, para un trámite administrativo se admite, contra todos los principios democráticos, la detención. Pero, para hacer frente a esta apreciación tan evidente como grave, la ley pretende justificarla cuando establece que “las diligencias (policiales) de identificación, registro y comprobación… no estarán sujetas a las mismas formalidades que la detención”. Con este mismo presupuesto, radicalmente ilegítimo, se regula la inmovilización de una persona a fin de proceder a un “registro corporal externo” que, más allá de los principios enunciados de “injerencia mínima” y de respeto a la “intimidad y dignidad de la persona afectada”, permite practicarlo “en un lugar reservado y fuera de la vista de terceros”. ¿Dónde? Porque la ley no lo precisa. ¿Y cuáles son los límites de las “medidas de compulsión indispensables” aplicables a quien se niega a ser registrado corporalmente? Todo ello representa la institucionalización de la arbitrariedad policial frente a una ciudadanía libre.
Ante el régimen de detenciones policiales que regula la ley, se advierten riesgos de que puedan producirse en términos legales “detenciones arbitrarias”. Es ya norma de la comunidad internacional impedir que se produzcan tales detenciones. Así quedó de manifiesto el 25 de mayo de 2012 en un comunicado del Grupo de Trabajo sobre las Detenciones Arbitrarias del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, que en aquella fecha envió un comunicado al Gobierno de España advirtiendo de que un determinado inmigrante o refugiado pudiera haber sido objeto de una detención arbitraria al carecer de tiempo suficiente durante la detención para entablar “un recurso administrativo o judicial”. Requerimiento que el Gobierno español no atendió, considerándose la detención en litigio como arbitraria.
Resultan muy preocupantes, por excesivas, las facultades policiales de “restricción del tránsito y controles en las vías públicas” ante un supuesto tan vago e impreciso como que concurran “indicios racionales” de que pueda producirse una “alteración de la seguridad ciudadana o de la pacífica convivencia”. Ya que, desde estos presupuestos, pueden “limitar o restringir la circulación o permanencia en vías o lugares públicos” con la consiguiente coerción sobre las personas y el pacífico desarrollo de la vida ciudadana y del ejercicio de los derechos de reunión y manifestación. Medidas que se complementan con otras que permiten el control de dichos derechos para un objetivo tan indeterminado como “impedir que se perturbe la seguridad ciudadana”.
Las disposiciones anteriores tienen un complemento muy expresivo del carácter autoritario de la ley. La interpretación absolutamente extensiva del concepto de autor de la conducta infractora que alcanza no solo a los “organizadores o promotores” sino a todos aquellos que en el curso de los hechos, especialmente reuniones o manifestaciones, presidan, dirijan, hagan declaraciones o porten lemas o banderas, etc. y todos aquellos que “pueda determinarse razonablemente que son directores de aquellas” reuniones o manifestaciones. Representa la creación de un clima de culpabilidad difusa. No cabe más inseguridad jurídica.
Capítulo aparte merecen las infracciones administrativas sancionables. Pasan de las 19 previstas en la ley de 1992, a 44 muy graves, 23 graves, y 17 leves, es decir, que se amplían enormemente, decisión tendente a crear un agresivo clima de coerción e intimidación a la ciudadanía. Las infracciones, con independencia de sus matices y salvedades, expresan un cuadro realmente amenazador para una convivencia democrática. Y representan el gravísimo retroceso que el Gobierno del PP está imponiendo en el respeto de los derechos humanos y en el control de la expresión pública de cualquier forma de desacuerdo o rechazo a las medidas abusivas y antisociales que se adoptan de forma continuada.
Hay infracciones, como la calificada de grave, consistente en la “perturbación de la seguridad ciudadana” en cualquier clase de acto público, que, sin excesos, representa la culminación de la incertidumbre en la definición de una conducta sancionable, con una multa que puede alcanzar los 30.000 euros. En un país donde el SMI es de unos 650 euros. O, de forma similar, la infracción consistente en “la perturbación del desarrollo de una reunión o manifestación lícita”. O la “perturbación grave de la seguridad ciudadana” que se produzca durante reuniones o manifestaciones ante las Cortes Generales o Asambleas Autonómicas, “aunque no estuvieran reunidas”. Constituye una infracción carente de todo sentido. ¿A quién se perturba? ¿A quién se coacciona? A nadie.
Y, finalmente, están las conductas, graves o leves, que representan un acometimiento de la vida ciudadana, nunca hasta ahora sancionadas, y que bajo ningún concepto justifican que constituyan una infracción del ordenamiento jurídico y aún menos que puedan ser objeto de una intervención policial. Baste citar, entre otras muchas, las siguientes: la “ocupación de la vía pública”, de “cualquier inmueble, vivienda o edificio ajenos”, el “incumplimiento de las restricciones de circulación peatonal”, el escalamiento de edificios o monumentos o la remoción de vallas colocadas por la policía.
En suma, estamos ante una ley que ha devaluado gravemente el valor constitucional de la Justicia, al tiempo que restringido ampliamente lo que define un Estado democrático: la capacidad de los ciudadanos para controlar los abusos del poder. Lo que lleva a discutir seriamente, como ya se acreditará, su evidente inconstitucionalidad.
Es necesaria una cita expresa de la siguiente disposición final de dicha ley, que dice lo siguiente: “Disposición adicional décima. Régimen especial de Ceuta y Melilla. 1. Los extranjeros que sean detectados en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla (…) podrán ser rechazados a fin de impedir su entrada ilegal en España”. Lo que impide, de forma arbitraria y lesiva de sus derechos fundamentales, la aplicación de la “normativa internacional”, garante de los derechos humanos.
Dicha disposición no se ajusta, pese a los argumentos que se esgrimen, a los principios que deben regir el tratamiento de los inmigrantes y refugiados que acceden a territorio europeo. Así lo estableció el Convenio de Ginebra de 1951, en cuyo preámbulo se dice: “Dado el carácter social y humanitario del problema e los refugiados, los Estados deben hacer cuanto les sea posible para evitar que ese problema de convierta en causa de tirantez entre Estados”. El principal avance de dicho convenio fue la definición del concepto de refugiado, extensivo a cualquier forma de inmigración, pues, por ejemplo, el Tribunal Supremo, el 9 de mayo de 1988, entendió que en dicho convenio prima el criterio de la solidaridad, hospitalidad y tolerancia. Es por tanto rechazable, desde el punto de vista de dicho convenio y de los reglamentos y directivas de la Unión Europea, que cualquier persona que pretende acogerse a cualquiera de los Estados de la Unión, procedente de situaciones críticas para su persona y/o familia, no pueda acceder a territorio europeo con un pleno respeto de los derechos fundamentales de cualquier ciudadano. Por todo ello, estimamos incompatible con los tratados internacionales y los convenios de la Unión Europea que pueda admitirse el rechazo en frontera de personas que huyen del miedo, de la represión o del hambre. Negándoseles el derecho básico de cualquier ciudadano, ante una situación crítica, a ser oído de las razones de su presencia en la frontera y de los derechos que todo ser humano en esas condiciones deben serle reconocidos.