Líbano, la cuarta invasión

Analista de la Fundación Alternativas —

0

El Gobierno de Israel, dirigido por Benjamín Netanyahu, llevaba meses amenazando con una invasión de Líbano, que devolvería este país a la edad de piedra en palabras del ministro de Defensa, Yoav Gallant, para responder a los continuos ataques de la milicia chií Hizbulá desde ese país. Una vez más –como en Gaza con Hamás– se confunde intencionadamente la lucha contra un grupo, que en este caso puede tener –según las estimaciones más fiables– unos 40.000 militantes, con la destrucción de un país de 5,5 millones de habitantes, la mayoría de los cuales no tiene ninguna relación ni apoya a la milicia. Hizbulá es también un partido político y participa en las elecciones. En las últimas –2022– tuvo casi 360.000 votos, menos de un 20% de los emitidos. Pero tampoco los que le votan o reciben ayudas sociales de su movimiento son culpables de ningún crimen. La rama militar de Hizbulá, considerada terrorista por la Unión Europea, no es el ejército del Líbano, solo opera desde allí.

Hasta ahora, la administración demócrata de Washington había conseguido detener la invasión, que podría elevar el conflicto a una conflagración regional, desde Siria hasta Yemen, con el peligro de arrastrar a Irán a la guerra. A Netanyahu esto le importa muy poco; de hecho, una implicación directa de Irán –que pondría en peligro la exportación de hidrocarburos del Golfo– podría obligar a EEUU a intervenir, lo que sería una excelente noticia para Israel, que tiene capacidad para hostigar al único enemigo importante que le queda en la zona, pero no puede acabar por sí solo con el régimen de los ayatolás.

El Gobierno israelí quería terminar la destrucción de Gaza antes de volverse hacia Líbano. No la ha completado, ya que, a pesar de miles de toneladas de bombas, y más de 40.000 víctimas –en su inmensa mayoría civiles–, aún quedan en la franja más de dos millones de palestinos. Para acabar con ellos harían falta métodos más expeditivos y Netanyahu no ha llegado todavía tan lejos, aunque algunos miembros de su gobierno no verían mal su total exterminio o expulsión. No obstante, el Gabinete –siempre dividido– ha considerado que ya era el momento de ocuparse del norte, dado que en Gaza ya queda poco por destruir y –sobre todo– que nadie en la administración demócrata de EEUU iba a tomar –a un mes de las elecciones presidenciales– ninguna medida contra Israel que pudiera poner en peligro el importante voto judío ni la financiación aún necesaria para el final de la campaña electoral.

El Gobierno israelí declaró el 16 de septiembre que a partir de ese momento consideraba objetivo de guerra el retorno de los 60.000 o 70.000 judíos desplazados del norte de Israel por los ataques de Hizbulá, lo que implicaba la neutralización de la milicia chií, o al menos su alejamiento de la frontera lo suficiente para que no pudiera atacar esa zona. En los dos días siguientes, se produjeron las explosiones de los buscas y los walkie-talkies en manos de militantes de Hizbulá, que causaron cerca de 40 muertos y más de 3.000 heridos, muchos de ellos familiares de los militantes, o civiles que se encontraban cerca. 

El 19 empezaron los bombardeos masivos, con un ataque al tantas veces martirizado barrio popular de Dahye, al sur de Beirut, en el que murieron Ibrahim Aqil, jefe de unidades especiales de Hizbulá, y otro de sus mandos principales, Ahmed Wahbi, además de otras 12 personas y 66 heridos. La muerte de estos dirigentes se suma a muchos otros asesinatos de dirigentes de Hizbulá y Hamás en los meses precedentes, como –entre otros– Saleh al-Arouri, creador del brazo militar de Hamas, en enero, y Fuad Shukr, líder militar de Hizbulá, en julio, ambos en Líbano, o Ismail Haniyeh, máximo responsable político de Hamas, en Teherán, que han culminado con el asesinato el día 27 de septiembre, también en un bombardeo aéreo de Dahye, del máximo dirigente de Hizbulá, Hasan Nasrala. Todas estas muertes, en especial la última, ponen de manifiesto la extraordinaria eficacia de los servicios de inteligencia israelíes, capaces de vender a la milicia chií dispositivos electrónicos explosivos y de localizar con precisión a dirigentes enemigos que, como Nasrala, tomaban precauciones extremas de seguridad.

Pero la pregunta es para qué sirven estos asesinatos más allá de calmar la sed de venganza del Gobierno israelí y de gran parte de su población. Nasrala sustituyó a Abbás al-Musawi, asesinado también por Israel en 1992, y su sustituto no será necesariamente mejor o menos malo para Israel. Nasrala era un hombre prudente, más político que militar, más pendiente de conservar su milicia que de sacrificarla contra su enemigo. Desde el 7 de octubre del año pasado, con el inicio de la guerra en Gaza, Hizbulá incrementó sus ataques con cohetes a la zona norte de Israel, pero si en ese momento hubiera lanzado todos sus efectivos, toda su potencia, contra su vecino del sur, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) lo habrían pasado bastante mal para responder en dos frentes antes de completar la movilización de sus reservistas. Su sucesor podría ser su primo Hashem Safi al Din, que era hasta ahora el número dos de la organización, jefe del Consejo Ejecutivo de Hizbulá y miembro del Consejo de la Yihad, responsable de las operaciones militares de la milicia. Un hombre con muy estrechas relaciones con Irán, y declarado terrorista global por el Departamento de Estado de EEUU.

Nada cambiará, por tanto, con la muerte de Nasrala, tan celebrada en Israel y en otros países que le apoyan, ni con la de otros dirigentes de Hizbulá o de Hamás, que son sustituidos inmediatamente. Estos asesinatos pretenderían disuadir, sin conseguirlo, y acaban de paso con la vida de centenares de civiles cuyo único delito era vivir o hallarse cerca del objetivo, ya que la táctica consiste siempre en localizar a la víctima y a continuación arrasar la vivienda, la manzana, o el barrio donde se encuentra, sin considerar el número de “victimas colaterales”, es decir, inocentes que serán igualmente asesinados en la operación.

Los bombardeos israelíes sobre el Líbano no han cesado en los últimos diez días, sobre todo en el sur – aviación y artillería– y en el valle de la Bekaa, en el este, pero también en Beirut. Como en Gaza, se supone que los objetivos son los terroristas de Hizbulá, sus depósitos de armas y municiones, o sus posiciones militares, pero la realidad es que ya han muerto más de mil personas y hay decenas de miles de heridos, en su mayoría civiles. Un millón de personas se han desplazado del sur, huyendo de los ataques y después de avisos israelíes que en ocasiones no llegaban a tiempo, lo que, unido al millón y medio de refugiados sirios, está creando un verdadero caos humanitario en un país que lleva décadas inmerso en una crisis económica recurrente.

A finales de septiembre el Gobierno israelí logró obtener luz verde de Washington –sin la cual no toma ninguna iniciativa– para una incursión terrestre “limitada y selectiva” en el sur del país, a pesar de que EEUU –apoyado por otros países como Francia– había puesto poco antes sobre la mesa un plan para un alto el fuego de 21 días, al que ninguna de las partes ha hecho el menor caso. La incursión terrestre, que comenzó en la madrugada del 1 de octubre, tendría como objetivo destruir los asentamientos de armas y reductos de Hizbulá desde los que se ataca el norte de Israel.

Es difícil prever en estos momentos, lo que entiende Netanyahu por una incursión limitada, ni cuánto tiempo pretende mantenerla. Sin duda las FDI preferirían llegar, como en invasiones anteriores, hasta el rio Litani –a unos 30 kilómetros de la frontera– para crear una amplia zona de seguridad, o al menos una franja de unos 15 kilómetros. El ejército libanés se ha replegado unos cinco kilómetros, lo que da una idea de lo que esperan, por ahora. Pero tal vez las unidades terrestres israelíes no lo tendrán tan fácil como su fuerza aérea, a pesar de su evidente superioridad.

Las explosiones de los dispositivos electrónicos y el asesinato de sus dirigentes, especialmente de Nasrala, han sido duros golpes psicológicos para Hizbulá, especialmente porque han puesto de manifiesto su vulnerabilidad y las peligrosas infiltraciones que sufre. Aunque a medio o largo plazo el relevo de sus dirigentes y cuadros no supondrá –como decíamos antes– ningún cambio significativo, en estos momentos los golpes recibidos sí que inciden en una debilidad temporal, que Israel trata de aprovechar. No obstante, la milicia chií dispone de hasta 40.000 combatientes y 200.000 misiles y cohetes, y es probable que conserve una capacidad de defensa suficiente para hacer bastante daño a una ofensiva terrestre israelí. El sur del Líbano es una zona muy abrupta que obliga en ocasiones a las columnas mecanizadas o acorazadas a desplazarse por las carreteras con lo que son vulnerables a la acción de armas chiíes que se ocultan en cuevas o refugios poco accesibles, a pesar de que el apoyo aéreo les puede hacer mucho daño. Ya en la invasión de 2006 causaron muchas bajas y dificultades a las FDI y ahora la resistencia podría estar más preparada.

En todo caso, Netanyahu va a intentar destruir todo lo que pueda antes de las elecciones en EEUU, porque si gana Kamala Harris es posible que esta, una vez libre de la presión electoral, le obligue a moderar sus represalias. Si ganara Donald Trump tendría probablemente mucha más libertad de acción y, en ese caso, podría mantener la ocupación militar de una zona de seguridad en el sur del Líbano durante mucho más tiempo.

A última hora de la tarde del martes 1 de octubre, Irán lanzó un ataque de represalia contra Israel con cerca de 200 misiles, similar al del pasado mes de abril, aunque no ha dado como razón la limitada invasión de Líbano, sino los asesinatos de Nasrala, Haniyeh y un general de la guardia revolucionaria. La mayoría de los misiles habrían sido neutralizados por el avanzado sistema de defensa aérea israelí, con la ayuda de medios de EEUU y de Jordania, como en la ocasión anterior, aunque con más dificultades porque en esta ocasión todos o algunos de los misiles eran balísticos, mucho más rápidos y difíciles de detectar que los de crucero. Alguno de ellos habría impactado en territorio israelí, aunque no se ha informado de víctimas. Ahora habrá que ver cuál es la reacción de las FDI, porque Teherán ha amenazado con una respuesta “aplastante” si recibe un contraataque, lo que es bastante probable. Esta peligrosa escalada lleva el conflicto justamente al punto que Washington trataba de evitar, porque se puede ver involucrado directamente en el conflicto, para defender a Israel, con consecuencias imprevisibles.

Nada de esto va a evitar que el pueblo libanés, dividido por su diversidad religiosa y que no ha visto un período decente de paz en casi 50 años, tenga que sufrir una vez más el dolor, la muerte y la destrucción de la guerra, sin que eso vaya a desembocar en un horizonte más pacífico o estable. La violencia genera odio, y el odio genera más violencia. Israel ha invadido Líbano tres veces. En 1978, hasta el río Litani, lo que provocó la creación de la primera Fuerza Provisional de Naciones Unidas (UNIFIL); en 1982, llegando hasta Beirut, y manteniéndose en la zona sur hasta el 2000, invasión que fue respondida con la creación de Hizbulá con el apoyo del nuevo régimen teocrático iraní; y en 2016, de nuevo hasta el río Litani. Ninguna de estas invasiones ha conseguido acabar con la resistencia árabe en Líbano, primero de los palestinos refugiados allí, y luego de los chiíes de Hizbulá; al contrario, esa resistencia es cada vez más fuerte. El Gobierno israelí no comprende, o no quiere aceptar, que la estrategia de represalias masivas e indiscriminadas es cortoplacista, no conduce ni a una victoria sólida y permanente, ni a la paz.

Las invasiones de 1982 y 2006 pasaron por encima de UNIFIL, y la actual también lo está haciendo. Los más de 10.000 efectivos de la fuerza de paz –650 españoles– están allí para garantizar el respeto de la frontera internacional, establecida en el año 2000, conocida como “línea azul”. Pero cuando las FDI la rebasan, los efectivos de UNIFIL solo pueden refugiarse en sus búnkeres y atender a su propia protección. Una muestra significativa de la impotencia y falta de determinación de la comunidad internacional –hay fuerzas de 50 países– para detener las acciones israelíes, mientras EEUU no dé la orden de parar.

La actual incursión del ejército israelí en Líbano es una invasión de un país soberano, que vulnera, una vez más, la carta de Naciones Unidas y la legalidad internacional, aunque se haga con la intención de destruir la milicia chií Hizbulá, que tampoco es precisamente inocente. Pero parece que, para EEUU, la Unión Europea y muchos de los países democráticos del mundo, hay invasiones malas, que hay que condenar, y otras buenas, o menos malas. Así que tampoco ahora van a hacer nada para frenar a Israel y durante los próximos días, semanas, o meses vamos a asistir impasibles a otra masacre como la que vemos cada día en Gaza, con una mayoría de víctimas civiles, incluidos mujeres y niños. ¿Hasta cuándo va a durar nuestra pasividad ante estos crímenes?