Aunque de manera habitual todavía se habla de Libia como un país en el que existen dos gobiernos y dos parlamentos, el hecho cierto es que incluso eso es una mera ficción. Por un lado, el Congreso Nacional General (CNG), con base en Trípoli, no es reconocido por la comunidad internacional y, por el otro, la Cámara de Representantes, con sede en Tobruk, terminó su mandato el pasado 20 de octubre. Tampoco hay dos brazos armados enfrentados sino, más bien, varios centenares de milicias que solo obedecen, si acaso, a sus jefes naturales. Mientras tanto, las mafias que trafican con personas se frotan las manos en un escenario descontrolado en el que llevan tiempo moviéndose a sus anchas. El inquietante panorama se completa con la confirmación de que Daesh ya se ha asentado en el país, controlando unos 200 km. de costa a partir de su feudo en Sirte (desde febrero de 2015), lo que incluye localidades como Ajdabiya y rutas y terminales costeras de petróleo y gas. En su actual ofensiva violenta, para lo que cuenta con unos efectivos estimados en unos 3.000 combatientes, trata también de recuperar el control de la ciudad de Derna, una de sus iniciales posesiones en el este de Libia desde su activación en 2014 hasta que fueron expulsados de la ciudad en junio de este mismo año.
Por otra parte, ninguno de los esfuerzos diplomáticos realizados hasta ahora- cuando acaba de iniciar su actividad el nuevo representante especial del secretario general de la ONU, Martin Kobler- ha podido establecer un mínimo consenso entre los dos principales actores enfrentados. Su antecesor, Bernardino León procuró denodadamente acercar posturas entre los representantes de Trípoli y Tobruk para conformar un Gobierno de Acuerdo Nacional, pero fracasó irremediablemente tanto por la intransigencia de los segundos (tratando de aprovecharse de su condición de autoridad reconocida internacionalmente) como por la resistencia de los primeros a aceptar unas condiciones que consideraban sesgadas (de ahí las críticas posteriores contra el propio León, al conocerse la firma de su contrato con Catar, uno de los principales apoyos internacionales de Tobruk).
A las dificultades para poner de acuerdo a actores tan confrontados en el terreno político se une el hecho de que, hoy por hoy, no hay garantía alguna de que todos los actores armados vayan a aceptar lo que se pudiera lograr en algún momento en una mesa de negociaciones, en la que muchos de ellos no tienen posibilidad alguna de estar directamente representados. Además, tal como se ha comprobado en todos los intentos anteriores, tampoco hay manera de consensuar la creación de un mando militar unificado, bajo cuya autoridad deberían estar tanto las fuerzas antiislamistas comandadas por el general Jalifa Hifter (teóricamente sometido a las autoridades de Tobruk) como las de perfil islamista y tantas otras que se mueven en la órbita del CNG.
Otro de los principales frentes abiertos es el económico, contando con que más del 80% de todos los empleados libios cobran sus salarios del gobierno y que en torno al 95% de todo el presupuesto nacional procede de la venta de hidrocarburos. Esto otorga un papel muy especial a la Compañía Nacional de Petróleo (CNP), por ser la administradora de los fondos que alimentan de hecho a toda la economía libia. En mitad del conflicto y la fragmentación del país, la CNP, que ha mantenido su sede principal en Trípoli, es la entidad internacionalmente reconocida para realizar las transacciones derivadas de la venta de petróleo libio (hoy en un nivel que apenas equivale a la cuarta parte de lo que exportaba el país en la época de Gadafi). El acuerdo pragmático alcanzado en su día se traduce en que la CNP reparte los ingresos obtenidos entre Trípoli y Tobruk. Pero en diciembre del pasado año las autoridades de Tobruk decidieron abrir otra sede en el territorio que controlan, pretendiendo que tenga capacidad para negociar contratos con compradores extranjeros y para recibir directamente los ingresos derivados de dichas ventas. Aunque de momento no han logrado la aceptación por parte de las principales compañías internacionales que producen o adquieren hidrocarburos libios, nada permite garantizar que la situación se mantenga inalterable por mucho tiempo.
El problema de la violencia no se circunscribe a territorio libio, como bien acaba de mostrar el atentado registrado el pasado 24 de noviembre en Túnez, matando a doce personas que utilizaban un autobús de la Guardia Presidencial en plena capital. Quizás es todo eso lo que ha llevado al primer ministro francés, Manuel Valls a recordar, en mitad del actual intento gubernamental por responder a los atentados del pasado día 13 de noviembre en París, que Libia puede ser el principal problema de seguridad en el Mediterráneo en los próximos meses.