El linchamiento digital de las mujeres
Cuando el legislador ha querido encontrar la fórmula para castigar una conducta lesiva que le parece relevante por los daños sociales que provoca, procura encontrar la manera. Un ejemplo paradigmático del desarrollo de política criminal alrededor de un delito es el supuesto del delito de incitación al odio. El ahínco en erradicar este tipo de conductas ha sido tal, que el legislador ha castigado su comisión directa e incluso indirecta y ha previsto una pena incrementada cuando este tipo de discursos se propaguen en el entorno virtual. Periódicamente se hacen formaciones a cuerpos policiales, judicatura y Fiscalía, se han publicado guías específicas de apoyo a las víctimas, todos los cuerpos policiales tienen protocolos específicos sobre esta materia y en 2019, la Fiscalía General del Estado publicó una guía interpretativa sobre el delito de odio, para ayudar a que las fiscalías de todo el Estado aplicaran ese delito de forma adecuada y con un criterio interpretativo unificado.
Otro ejemplo destacado de la proactividad del legislador en la persecución de delitos cometidos en el entorno virtual es el de los nuevos delitos de divulgación de contenidos que induzcan a los menores de edad al suicidio, a la autolisis o a los trastornos de la conducta alimentaria, introducidos por la Ley Orgánica 8/2012 de protección a la infancia y la adolescencia frente a la violencia.
A la vista de los anteriores ejemplos delictivos, resulta inevitable preguntarse por qué el legislador no se ha comprometido con la misma determinación a sancionar las violencias digitales contra las mujeres que operan de forma muy similar. Los delitos del Código Penal aplicables a las violencias digitales contra las mujeres no son eficientes. El delito de acoso o stalking no se adapta bien al ciberacoso; el delito contra la intimidad está francamente mal formulado y provoca serios problemas de interpretación; las vejaciones leves sólo están previstas para el marco de la (ex)pareja o las de contenido sexualizado, por incorporación de la Ley Orgánica 10/2022 –Ley del “sí es sí”–; y las deepfakes sexuales sólo parecen encajar en el delito genérico contra la integridad moral. En definitiva, necesitamos una revisión profunda de los delitos que pretenden dar respuesta a este tipo de violencias contra las mujeres tan extendido.
Pero la reflexión sobre las herramientas legales existentes para erradicar las violencias digitales contra las mujeres no se debería limitar al análisis de la efectividad de los delitos existentes sino que debería abordar aspectos más transversales, entre ellos, el de la propia conceptualización de la responsabilidad de quienes las ejercen.
El Derecho Penal tiene entre sus pilares irrenunciables el principio de que cada quien será responsable sólo de su propia conducta. ¿Cómo conciliar este principio esencial con las diversas formas de ataque colectivo que ocurren en el espacio virtual? Entre las múltiples dinámicas lesivas que ocurren en ese espacio, el linchamiento mediático de mujeres –sobre todo feministas– merece un lugar destacado. Cuántos casos conocemos de tuiteros, youtubers, tiktokers y otros barones de la machoesfera que se dedican a señalar mujeres –ridiculizándolas, desprestigiándolas o denigrándolas– señalamiento que fruto de la comunión ideológica y del sentido de pertenencia a la comunidad, opera como un mandato indirecto y desencadena una auténtica carnicería virtual de éstas. El espacio virtual tiene unos códigos propios y sus usuarios entienden perfectamente qué respuesta adhesiva se espera de ellos cuando sus gurús apuntan hacia un objetivo concreto. Los barones de la machoesfera nunca se manchan las manos, suelen tener asesoramiento legal y saben bien que no deben cruzar la línea del insulto directo o del llamado a ejercer violencia contra estas mujeres. Sin embargo, son plenamente conscientes de que el hecho de señalar a una mujer va a conllevar la inexorable consecuencia de que su ejército de trolls hagan el “trabajo sucio” y crucen la línea delictiva, insultando, vejando y amenazando de forma grave esas mujeres, amparados por su carácter masivo y a menudo, por el anonimato.
Cuando este patrón comunicativo deliberado se repite una y otra vez se cierne sobre un grupo de población que ya enfrenta discriminación estructural y además, se genera con el propósito de obtener réditos en forma de audiencia, votos o monetización ¿acaso no se trata de una evidente forma de violencia contra las mujeres?
Desde la óptica legal, cuando alguien ejerce una influencia sobre otra persona que tiene el potencial de hacer nacer en ella la voluntad de cometer un hecho delictivo sobre una víctima concreta se considera inducción, una forma de autoría del delito. Podemos discutir si es más estratégico aplicar esta forma clásica de autoría del delito a la provocación al linchamiento virtual de mujeres o bien si sería mejor apostar por conceptualizar una nueva forma de autoría específica para el medio virtual. De lo que no cabe duda, es que cuando una conducta lesiva de gran alcance preocupa al legislador, éste, activa todos sus recursos para darle respuesta. ¿Para cuándo pues la protección de las mujeres en el entorno virtual va a empezar a ser considerada una prioridad?
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