Vivimos tiempos difíciles para los más de 70 millones de personas que se han visto obligadas a huir de sus hogares, pero también para quienes defienden sus derechos.
Las metáforas bélicas que se utilizan para hablar de las llegadas de personas que huyen son un reflejo de ello: avalancha, amenaza, salto con violencia, asalto a la valla, asalto a nuestras costas... Son expresiones que tratan de legitimar las erróneas políticas migratorias que se están llevando a cabo en todo el mundo y que solo tienen un único enfoque: el control de fronteras para evitar que lleguen, por encima de las vidas y los derechos.
El sociólogo Abdelmalek Sayad nos indicaba que las políticas migratorias funcionan como un espejo que refleja las problemáticas propias, permitiéndonos ver qué sociedad somos, qué sociedad estamos construyendo y qué sociedad queremos ser. Y en esa lógica, en los últimos años, el reflejo que nos devuelve nuestro espejo es bastante trágico y preocupante. Unas políticas migratorias que se materializan en la obsesión por blindar y externalizar las fronteras, cerrar puertos a los barcos de rescate o bloquear su salida, construir muros y alzar las vallas, suprimir las operaciones de rescate, criminalizar la solidaridad son solo algunas de las nefastas imágenes que nos devuelve ese espejo.
En el año 1989, había en Europa un total de 16 muros. En el año 2018, esta cifra se incrementó hasta 70. Más de 1000 km de vallas de las cuales, 25 de ellas se han construido en los últimos cinco años. Pero no podemos olvidar que la ineficacia de estos muros está demostrada. Por tanto, ¿qué función cumplen y para quién? Realmente los muros son simbólicos. A quienes huyen del terror y de la desesperación no les genera ningún miedo, pues lo que dejan detrás es mucho más terrible y es a lo que verdaderamente temen, pero a los que estamos 'dentro del muro' nos mantiene asustados por las supuestas amenazas que vienen del otro lado. De este modo, los muros tienen la función de hacernos sentir que nuestros gobiernos nos protegen de una supuesta 'invasión' que nos va a arrebatar nuestros escasos bienes.
En este contexto, y bajo ese caldo de cultivo, han ido surgiendo movimientos xenófobos que, aprovechando el malestar social, han convertido a las personas migrantes y refugiadas en la causa de todos los males. Sus discursos antiinmigración, aludiendo a la necesidad de cuidar 'lo nuestro', imaginando una sociedad unicultural, que ya no es más que la sombra de un pasado alejado de la globalización, de la que por otro lado somos consumidores sin prejuicios, han contaminado tóxicamente todo el debate político y social poniendo en riesgo la cohesión y la convivencia.
Ellos hablan sin tapujos, sin vergüenza sobre los 'males' que representan las personas refugiadas y migrantes y, sin embargo, los líderes políticos que defienden los derechos humanos y tienen una visión más abierta y progresista ante las migraciones han rebajado su posicionamiento para no exponerse públicamente. De este modo, están ganando la batalla los extremistas.
En un mundo como el actual, globalizado, la idea de volver a una sociedad bajo una única identidad homogénea es un artificio basado en un imaginario segregacionista y xenófobo, basándose en una idealización del pasado, imposible en el mundo de hoy. Estos discursos están chocando y chocarán con las limitaciones prácticas de la realidad, pues no tienen encaje en la actualidad, por lo que el engaño a los votantes de estos partidos se pondrá en evidencia.
Es necesario que hablemos con valentía, exponiéndonos y argumentando que una sociedad justa y decente debe cumplir con los derechos humanos y los compromisos internacionales, sin olvidar que muchas sociedades que fueron construidas con una importante aportación de personas migrantes y refugiadas, hoy, son las más prósperas y modernas de nuestro planeta.
Sin embargo, seguimos retrocediendo en cumplimiento de derechos y en las políticas migratorias y de asilo. Si tuviéramos que describir la gestión de las migraciones internacionales y el asilo en estos momentos, deberíamos decir que nos hemos instalado en un estado de permanente excepcionalidad.
Medidas provisionales que se ponen en marcha para solventar supuestas situaciones puntuales acaban convirtiéndose en permanentes, transformando las políticas de los gobiernos, incluso con prácticas que violan o bordean la legalidad a la vista de todos. Es el caso de las denominadas devoluciones 'en caliente'. Eso sí, siempre bajo una narrativa de legitimidad, construida sobre el discurso de la seguridad y del miedo al 'otro' al cual deshumanizamos intencionadamente para que sea más fácil arrebatarle los pocos derechos que se le otorgan, representándole como una amenaza, en defensa de 'lo nuestro'. De esta forma se vulneran tratados internacionales, y lo que haga falta.
Bajo ese paradigma, seguimos siendo testigos de la tragedia inadmisible de las muertes en el Mediterráneo. Más de 2.300 personas perdieron la vida en el mar en 2018, aumentando la tasa de muertes por llegada respecto a años anteriores: una de cada 52 personas que intentaron alcanzar las costas europeas fallecieron ahogadas. Desgraciadamente este año, este goteo trágico continúa creciendo.
Sin embargo, se ha construido un discurso político que sostiene que estas muertes solo se evitan luchando contra las redes de tráfico y no rescatando personas en el mar. Las muertes de las personas que intentan llegar a Europa se justifican como el efecto colateral de esos 'inhumanos traficantes de personas que se aprovechan de los más débiles'. Para acabar con ello –dicen–, la única solución es reforzar los controles migratorios y la persecución del tráfico. Entre tanto, ni una sola propuesta para habilitar vías legales y seguras ni una política de visados activa, que sería la única fórmula para arruinar ese boyante negocio que estamos permitiendo a los traficantes de personas.
El gobierno de Sánchez inició su andadura con lo que se ha denominado 'el espíritu del Aquarius'. Ahora, hace precisamente un año de aquella acogida que tuvo eco en toda Europa y que nos ilusionó como el símbolo de una nueva forma de enfocar las políticas migratorias en España y que esperábamos pudiera tener un efecto contagio en el resto de Europa. Además, ante el incremento de llegadas durante el verano, se pusieron en marcha numerosos recursos y centros para dar una mejor recepción y acogida a las personas que llegaban a las costas españolas, lo que mejoró también notablemente aquella situación de emergencia.
Sin embargo, meses después, hemos visto como nuestro país ponía otro tipo de obstáculos muy preocupantes que nos dejaron desconcertados, rechazando ofrecer puerto seguro a otros barcos, dificultando la salida de los barcos de rescate en el Mediterráneo de ONGs españolas, desempolvando un acuerdo con Marruecos del año 1992 para facilitar las devoluciones exprés, imponiendo visados de tránsito a nacionalidades susceptibles de recibir asilo como son palestinos y cameruneses, y manteniendo estos mismos visados a las personas de origen sirio.
Las largas colas y esperas para formalizar el asilo, las dificultades para acceder a la primera acogida, la dilatación en la resolución de los expedientes, el stock de expedientes sin resolver, son algunas de las cuestiones que ponen en evidencia que hay muchas cosas por hacer y mejorar en el sistema de asilo español.
Desde CEAR, en el Día Mundial del Refugiado, pedimos al nuevo gobierno de Sánchez que, en esta nueva legislatura, recupere el espíritu del Aquarius, tratando de liderar una nueva política migratoria en Europa y que, en base el Pacto Mundial sobre Refugiados de Naciones Unidas ratificado por España, promueva un Pacto de Estado por el Asilo poniendo el foco en las personas. Para ello, es necesario que seamos valientes, dejando de lado el miedo a los movimientos xenófobos que no pueden, ni deben, ganar esta partida, porque lo que está en juego es la decencia de nuestra sociedad.