Hay determinadas cuestiones en torno al gobierno de las ciudades que deben afrontarse de manera inaplazable. Una de ellas es el debate sobre la movilidad y el diseño urbano. Su urgencia es tan perentoria que no cabe ya la posibilidad de seguir mirando hacia otro lado, pues la inacción se convierte en una toma de postura.
Bajo nuestro punto de vista hay dos elementos fundamentales, profundamente interrelacionados entre sí, que deben situarse en el debate. En primer lugar debemos interrogarnos acerca del uso del espacio público. En este sentido nos preguntamos sobre qué entendemos por vida urbana, quién y de qué manera accede al espacio público y qué tipo de relaciones se establecen. El segundo elemento tiene que ver con la salud pública de manera más directa que el anterior, con la calidad del aire, el cambio climático y sus afecciones sobre la salud.
Ambas cuestiones están íntimamente relacionadas y han de afrontarse como piezas de una misma estrategia. El modelo urbanístico imperante durante los últimos 60 ha pivotado sobre el automóvil privado como paradigma del modelo de desplazamiento. El coche se convierte así, no sólo en el medio de transporte para el que se planea la ciudad, si no en un signo de estatus y de ascenso social, en un elemento clave para las políticas económicas gubernamentales. Ambas industrias: la industria urbana –compra/venta de tierra urbana, construcción de viviendas e infraestructuras, transporte de materiales, etc.– y la industria del automóvil han evolucionado por caminos coincidentes.
No es esto, sin embargo el tema que nos ocupa, aunque parece importante señalar, y recoger al hacerlo el guante a Esperanza Aguirre, cuando dice eso de que las medidas de movilidad y reducción del vehículo privado responden a un planteamiento ideológico. Desde luego responden a un planteamiento ideológico, no a la caricatura que ella pretende transmitir de algo así como un decálogo hippy de la cochofobia, sino que de lo que se trata ahora es de afrontar que ese modelo de desarrollo ha generado ciudades invivibles, en las que no sólo se perciben como hostiles muchos de sus espacio públicos, sino que además está generando problemas de salud pública que deben ser atajados con carácter inmediato.
Decía Winston Churchill “Those that fail to learn from history, are doomed to repeat it” (quienes no aprenden de la historia están condenados a repetirla) y hay algo que el tiempo de estos días y el estreno de la televisiva serie The Crown nos han recordado. El 5 de diciembre de 1952 la ciudad de Londres sufrió el mayor episodio de contaminación de su historia. La aparición de una densa niebla sobre la ciudad generó, en contacto con los contaminantes de las chimeneas de carbón, una nube tóxica que fue bautizada como the great smog. Durante los cuatro días que duró se registraron 4.000 muertes por problemas respiratorios y durante los años siguientes se estima que 8.000 muertes más, también relacionadas con la gran niebla de esos días.
En la mencionada serie de televisión de Netflix se especula acerca de cuál pudo ser la actitud de Churchill frente a la crisis. Si bien sabemos que la alerta sanitaria y el colapso hospitalario que nos presenta la ficción no fue tal –la alerta sanitaria se decretó posteriormente, al evaluarse e investigarse los efectos–, la serie nos sitúa en la siguiente tesitura: un Winston Churchill ya muy envejecido ha de escoger entre tomar una medida drástica y prohibir el uso de chimeneas de carbón o esperar a que el tiempo cambie.
Frente a la primera posibilidad, no es difícil imaginarse las consecuencias: una medida profundamente impopular que, por un lado, tendría un impacto directo sobre todos los londinenses al no poder encender la calefacción en los meses de más frío (pocos años después de haber pasado por una guerra), y por otro lado afectaría a la economía de manera determinante al suponer el paro en la actividad de una parte importante de la industria. Una oportunidad para la oposición laborista para debilitar al gobierno, teniendo en cuenta el juego de lógicas de pesos y contrapesos sobre la que se articula el sistema parlamentario. La serie nos interpela a nosotras mismas sobre cuál creemos que debe ser la decisión del gobierno, ¿arriesgar su propia posición como gobierno a costa de implementar medidas de esas características o esperar a que sople el viento?
Si esa fue la realidad en la que se debatió Churchill no lo sabemos, sí sabemos que hasta 1956 no se aprobó la Clean Air Act (ley de aire limpio) que prohibió las calefacciones de carbón en las áreas urbanas, entre otras medidas. Y que el episodio de niebla acabó el 9 de diciembre de 1952 sin que hubiera intervención gubernamental.
El arquitecto danés Jan Gehl nos habla de la necesidad de construir las ciudades desde la escala humana. Este planteamiento no sólo supone tener en cuenta patrones de movilidad, desplazamiento, accesibilidad… supone responder a la pregunta ¿a ti cómo persona cómo te gustaría vivir? La mayoría de sus trabajos se centran en intervenciones sobre el espacio público desde lo que él mismo llama la recuperación de la ciudad.
En Times Square, en una intervención que realizó en el año 2008, por ejemplo, da algunos datos acerca de la correlación entre coches y peatones. Tales como que el 90% del espacio público ocupado en dicha plaza correspondía a los coches, estos a su vez, representaban sólo el 10% de los ocupantes del mismo espacio. Es decir, el 10% de los ocupantes, necesitan el 90% del espacio disponible. 400.000 metros² han sido recuperados del tráfico para las personas tras las dos intervenciones sobre la ciudad. Cumpliéndose la máxima de que el espacio que se gana para la gente es ocupado rápidamente, recuperándose una vida urbana que deja de existir en el momento en el que la ciudad es una sucesión de carreteras llenas de coches.
En Madrid se calcula que el 70% del espacio público total de la ciudad (descontando los grandes parques) es ocupado por coches, entre circulación y aparcamiento. Estos datos no sólo nos advierten acerca de la calidad del aire y el impacto sobre nuestra salud, también nos hablan de las prioridades de las administraciones y de la necesidad de cambiar el modelo de ciudad en el que queremos vivir. Es importante recordar que este no es el estado natural de las cosas: fue distinto y será distinto.
En 1908 el Conde de Peñalver publicó un bando que supuso un cambio de paradigma en la ciudad y comenzaba así: “El automóvil no debe circular por una población a velocidades excesivas, produciendo molestias y peligros al vecindario; pero éste, por su parte, no tiene tampoco derecho a disputar a los vehículos, la posesión y disfrute del centro de las calles y plazas”. Actualmente solo una minoría –en torno a una cuarta parte– usa el coche a diario en nuestra ciudad, no tiene sentido que ocupe una parte tan mayoritaria del espacio público, por encima del transporte público, el peatón o la bici juntos.
La intervención sobre el eje de Gran Vía es importante no sólo porque reduce el número de vehículos privados por los efectos contaminantes que estos tienen, sino porque al reducir el espacio para el coche estamos ganando espacio para los peatones, para que la vida urbana tenga lugar. Mientras que en el cada vez más reducido arco mediático madrileño pareciera que Manuela Carmena estuviera librando una batalla contra su gran niebla particular, la realidad es que la mayoría de capitales están interviniendo en el sentido de mejora de la calidad de vida urbana mediante la recuperación del espacio público y la eliminación progresiva del vehículo privado.
Nueva York, Londres, Berlín, Copenhague, Lisboa o Barcelona son algunos de los ejemplos. En el caso de Barcelona la puesta en funcionamiento de las Superilles está suscitando el interés internacional como recoge el magnífico suplemento sobre ciudad del periódico Guardian o The New York Times, mientras que en nuestro país la noticia ha pasado desapercibida. Acaso sea también, por esa gran niebla mediática que lleva tantos tiempo posada en nuestra capital.
Hace falta mucha más audacia para ser capaces de revertir un desarrollo urbano que durante décadas ha entendido la ciudad desde escalas que poco o nada tienen que ver con el bienestar de las personas. La vida moderna es vivir en ciudades en las que caminar no es posible para ir a correr a las cintas de un gimnasio de pago, podría escucharse en el hilo radiofónico.
Entre los días 13 y 19 de febrero, tendrá lugar el proceso de votación sobre la remodelación de Gran Vía y Plaza de España, es una oportunidad para esa audacia, para intervenir en el planeamiento de la ciudad sobre la especificidad de dos espacios centrales en Madrid. No se conocen, hasta la fecha, proyectos de apertura democrática sobre la base del diseño urbano tan ambiciosos como este, por lo que es un buen momento para plantear estas y otras cuestiones.
Tenemos la tarea de empezar a repensar los espacios urbanos, como espacios donde se desarrolla la vida y priorizar la intervención gubernamental bajo este paradigma. Esto sin duda, significará cambios en lo inmediato, en lo cotidiano.