¿No os ha pasado nunca que vais al cine y resulta que conocéis prácticamente a todos los espectadores que hay en la cola para entrar? A mí tampoco, bueno, no hasta hace un par de miércoles; ahora ya sí.
El equipo de En los márgenes había organizado un preestreno de la película para el movimiento de vivienda. Querían agradecer de algún modo la aportación de todas esas personas de las que se habían nutrido para hacer esta película permitiendo que la viéramos antes que nadie y que lo hiciéramos todas juntas; y al margen del detalle, quiero pensar que eso de compartirlo todo, como en la PAH, crea tendencia. Ahora bien, eso suponía en mi caso encontrarte súbitamente con la mayoría de las personas que han marcado los últimos diez años de mi vida, pero en el mismo lugar, en el mismo momento, y todas de golpe. Y eso sobrecoge, porque además, a gran parte de ellas llevaba tiempo sin verlas. Pero además significa que desde que llegas a la puerta del cine hasta que te sientas en tu butaca has dado y recibido tantos abrazos, sonrisas y besos, y has tenido tantos vuelcos de corazón, que no sabes ni dónde estás ni a lo que has venido. Y así pasó, que cuando se apagaron las luces y se encendió la pantalla, todo lo que pasó me pilló totalmente desprevenida.
No sabría decir si antes había llorado tanto con una película, pero lo que es seguro es que nunca lo había hecho tan pronto, tan constante y con tantos motivos. Cuando vas a ver una película que explora un universo que conoces tan bien y que de algún modo sientes que te pertenece, siempre acabas entornando suspicazmente los ojos y soslayando indignada la lista de licencias que se han tomado para que la película encaje dentro de una estructura dramática, y eso cuando no entras directamente en cólera por la dejadez absoluta siquiera por evocar la realidad a la que apelan. Con En los márgenes no he sido capaz, y no lo digo yo, lo dice todo el rímel que en nombre de la rabia se echó a perder aquella tarde en aquel patio de butacas. La película no tiene ni una sola imprecisión. No hay nada que le ocurra a Rafa, el abogado que interpreta Luis Tosar, que no me haya ocurrido a mí. Por momentos sentía estar haciendo una especie de terapia regresiva y catártica. Pensar que el resto del mundo iba a poder ser testigo de las frustraciones padecidas hasta entonces en mi pequeño entorno activista, y a veces incluso en absoluto anonimato, eran una forma de devolverme en diferido una caricia y algo de justicia, de sentir que alguien tiraba de una pesada manta gigantesca que ahogaba realidades aún mayores que la propia manta, que se abrían de par en par dos ventanas enfrentadas por cuya corriente iban a salir volando todos esos mantras que estigmatizan tanto a quien padece un desahucio.
Y es que les ha salido una película funambulista que camina hábil y segura por un delgado cable del que suelen caer muchas películas que intentan acercarse a lugares que no son comunes. Ese cable tiene a un lado la tentación de usar el contexto de los desahucios como recurso efectista para contarnos la enésima ucronía personal de su autor, y en el otro, la tibieza de pasar de puntillas por la realidad para beneficiarse de su tirón taquillero, pero sin molestar a nadie. En vez de eso, sales del cine con la certeza de que cualquiera que haya pasado por el movimiento de vivienda o que haya sido víctima o testigo de esta vergüenza nacional, sabe que la película tiene más verdad que cualquier telediario. Y por si eso fuera poco, que no lo es, se atreven a meterle el dedo en el ojo al sistema, que no a los funcionarios que no tienen más remedio que operar en él, que no sale muy bien parado en esta película como no lo sale en la retina de quien, en algún momento, ha sido víctima de la sinrazón de la lógica capitalista y ha necesitado que el Estado del bienestar salga en su ayuda.
Ya superada incluso la resaca de la llantina reflexiono sobre la capacidad que puede tener una película para cambiar marcos, y pienso en todos esos espectadores que van a asomarse a En los márgenes durante las próximas semanas. Imagino que habrá muchos cuya visión de los desahucios está esculpida por esa otra pantalla más pequeña, y por desgracia hegemónica, que aún no brilla por su ausencia en la mayoría de hogares y que construye, con la eficacia de una gota serena, los marcos de pensamiento de quien no tiene tiempo para pensar. Y siento algo así como si mi estómago sonriese imaginando la posibilidad de que 105 intensos minutos de lágrimas sean suficientes para pudrir esos enfermizos marcos y que después cada uno, libremente y de camino a casa desde el cine, empiece a construir su propio marco de pensamiento. Un marco de pensamiento que además de ser propio se ubique cerca de la realidad y atesore esa certeza transversal, indiscutible, y como insinúa el personaje de Luis Tosar, ineludible: y es que el elemento imprescindible de la vida, y al que hay que proteger por encima de todo lo demás no es la propiedad, ni el dinero, ni los privilegios, ni si quiera las ideas de cada cual; son las personas, y personas es nombre común, plural y por cierto…femenino.
De eso a que la opinión pública le dé por fin el espaldarazo definitivo a la necesidad de la aprobación ya de la Ley de Vivienda que está bloqueada en el Congreso no hay ni un paso. Porque no existe motivo alguno para que esa ley no salga adelante con todas las garantías que las personas afectadas necesitan, así que ojalá el cine, como no pocas veces ha hecho, funcione y En los márgenes no sea la primera de una trilogía.