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Opinión - Déjenme soñar. Por Rosa María Artal

Miedos y agravios

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Vivimos una época paradójica. La sucesión de crisis diversas y situaciones inéditas y traumáticas en los últimos quince años tiene pocos precedentes. La crisis financiera global fue abordada desde las políticas de austeridad que deterioraron la vida material de millones de personas y las expectativas vitales de muchos más millones. En cambio, la pandemia, la guerra y la inflación fueron respondidas bajo parámetros distintos, más intervencionistas en lo económico, más destinados a proteger rentas, y con la creación de fondos sufragados con deuda mutualizada en la UE para impulsar la actividad y promover las grandes transiciones estratégicas. Los resultados fueron mejores en términos comparados. España es un caso paradigmático en este terreno si atendemos a la recuperación del empleo y la economía, como están poniendo de manifiesto las correcciones sobre evolución del PIB del Instituto Nacional de Estadística.

Sin embargo, cuando la lógica indicaría que las políticas de redistribución, de progresividad fiscal, de intervención pública en la economía, de refuerzo del papel protector de los servicios públicos y la fiscalidad suficiente para ello debieran salir fortalecidos en el imaginario colectivo, la paradoja está en que la amenaza reaccionaria de la extrema derecha aparece como un riesgo civilizatorio más real que nunca. En Europa y fuera de Europa.

En mi opinión, y a grandes rasgos, esta paradoja se basa en que las crisis y mutaciones aceleradas en estos años han incrementado exponencialmente la sensación de inseguridad e incertidumbre entre las mayorías sociales. Y la actual pugna política de fondo pivota sobre qué propuestas de organización social ofrecen mejor cobijo a las personas expuestas a esa falta de certidumbres. La opción reaccionaria, con sus apelaciones a las viejas certezas y jerarquías, por más indeseables que sean, demuestra tener una oferta que seduce o puede llegar a seducir a amplias capas del electorado. El neofascismo se nutre de viejas pulsiones autoritarias, racistas, machistas, homófobas y clasistas, el idílico falso “mundo perdido”, tamizadas por las esencias de la propuesta antropológica del neoliberalismo y su apelación al individuo tirano, narciso y pretenciosamente autosuficiente.

La pugna política de fondo tiene un campo de batalla clave en quién y cómo sitúa los marcos de referencia sobre los que se dirimen las respuestas a “los problemas”. Lo que llaman batalla cultural sería en buena medida, la tensión entre quién decide desde qué ángulo se arroja luz al escenario, y por tanto configura el sentido de la obra.

Lo estamos comprobando en España al abordar las dos principales controversias sociopolíticas del momento. Las migraciones y la financiación autonómica.

El marco de la migración básicamente concebida como una cuestión problemática, relacionada ante todo con la (pérdida de) seguridad, es un marco perdedor para la democracia y para cualquier idea progresista. La visión agonística del proceso migratorio, además, es un sinsentido en España.

Según el Banco de España, hasta el año 2053 va a ser necesario el concurso de 24,6 millones de personas migrantes. Según la ministra Elma Saiz, citando a la Comisión Europea, la Airef, o el FMI, España necesitará unos 250.000 trabajadores migrantes al año –al año, repito–, durante los próximos 25 años. Y no, como se suele decir, para sostener el estado de bienestar. Para sostener el país.

España está en la frontera sur del mayor foso de desigualdad del mundo, que son los 14 kilómetros que separan Gibraltar de África, además de la ubicación de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, más la situación de las Islas Canarias en el itinerario de la ruta atlántica. Es puro ensoñamiento pensar que no va a haber flujos migratorios ante esa realidad. España es una de las puertas de entrada (y no siempre el destino final) hacia el resto de Europa para las personas migrantes.

Pero es más. España y la UE hemos ligado nuestra suerte a la emigración. Lo hicimos desde el momento en que, por la razón que sea y hay varias, decidimos tener menos hijos. O por decirlo con más precisión, por tener una tasa de natalidad por debajo de la tasa de fecundidad de reemplazo. En 2023, en España han venido al mundo 1,19 hijos por mujer. La citada tasa de reemplazo requeriría de 2,1 hijo por mujer. Esto lleva siendo así, en mayor o menor grado, desde los años ochenta. En 2023 han nacido 322 mil personas. Han fallecido 434 mil. Dicho de forma clara. Los millones de niños que no han nacido en España y en Europa en las últimas décadas, plantean el siguiente dilema: o emigración o parálisis y deterioro social. No es creíble pensar que un continente, el europeo, que presenta los mejores estándares de bienestar del mundo, esté condenado al envejecimiento sin reemplazo poblacional.

No es emigración sí o no. Es emigración cómo. Y aquí hay que apostar por las formas reguladas y garantistas de gestionar los flujos migratorios. Hablamos de personas no de inputs económicos, y por tanto hay que abordar el cómo vienen, cómo se regulariza sus situaciones, y cómo se proveen de las necesidades humanas ligadas al empleo, la vivienda, o los derechos sociales, que no dejan de ser los retos del conjunto de la población. Las situaciones de irregularidad son caldo de cultivo a la explotación, la exclusión, la vulnerabilidad, el dumping salarial y la competencia desleal entre empresas. Debemos evitar que las bolsas de irregularidad se reproduzcan periódicamente, provocando procesos de regularización extraordinaria como única vía de solución. Para ello es necesario reforzar los procesos de contratación en origen, migración circular y la mejora de los recursos y procedimientos de arraigo de las personas que vienen a nuestro país (además de, por supuesto, los que tienen derecho a la protección internacional –asilo–). Es necesaria una dotación suficiente de recursos humanos y materiales para la gestión de la migración, de manera que se eviten retrasos que impidan o dilaten en el tiempo los procesos de regularización, lo que incrementa la vulnerabilidad y sufrimiento de las personas que la padecen.

Pero, más allá de todo esto, me interesa recalcar que hay que enfrentarse al marco conceptual que la extrema derecha y en buena parte la derecha, quieren situar, excitando expectativas y temores a un eventual e incierto futuro. Según ese imaginario, la emigración sería básicamente un problema de orden público y que hay que abordar exclusivamente desde políticas punitivas y policiales. Que un miembro del PP utilice una expresión con reminiscencias nazis como “deportaciones masivas” expresa gráficamente el grado de degeneración de la conversación pública que implica esta deriva. Los problemas de integración o segmentación social que pueden provocar movimientos masivos de población cuando no son convenientemente abordados, requieren respuestas más complejas que las securitarias (no hay política de seguridad más eficaz que la que evita la pobreza y la exclusión social, y de forma singular el empleo con derechos), pero requieren respuestas. Ante todo, hay que evitar que estas situaciones contaminen y problematicen el conjunto de la cuestión migratoria, que en general en nuestro país está bien integrada y metabolizada.

Salvando las distancias, lo que ocurre con la financiación autonómica tiene bastante que ver con lo citado. El agravio comparativo es el otro gran combustible que alimenta el motor reaccionario. Y conviene que el pacto que promovió la investidura de Salvador Illa como president de la Generalitat no sea percibido como un agravio a cambio de una permanencia en el poder del actual gobierno. Para ello, una vez más, hay que cambiar el foco de luz sobre el escenario.

El debate sobre la financiación autonómica es un debate multilateral y afecta a todas las comunidades autónomas y al gobierno, que debe liderarlo. Además, es un debate que tiene que pivotar sobre la capacidad que decidimos otorgar a las administraciones subestatales (autonómicas en este caso) para hacer frente a las competencias que tienen atribuidas, desde la propia autonomía fiscal, mediante un proceso de cesión de tributos, y bajo el principio de la corresponsabilidad fiscal.

Esa capacidad tiene que ser compatible con que la Administración General del Estado mantenga palancas fiscales de suficiente volumen como para hacer políticas de redistribución de renta, cohesión territorial, e inversión pública, con visión de país. De un país plural y diverso, pero también desigual y en el que denominamos comunidad autónoma a realidades que poco tienen que ver unas con otras (por tamaño, población, composición de tejido productivo, etc.).

Para abordar este debate sin esperar la solución bíblica de la multiplicación de los panes y los peces, hay que garantizar el tamaño de la “tarta a repartir”. No es posible derivar más capacidad fiscal a las CCAA, garantizando la equiparación de derechos en el acceso a servicios públicos sin provocar diferencias, si no se incrementa la suficiencia fiscal de España. Conflicto vertical y no horizontal.

Y por último hay que poner encima de la mesa si la capacidad fiscal de las CCAA es absoluta, o está limitada porque decidimos que no puede haber dumping fiscal entre ellas. Es decir, que como se pide desde el movimiento sindical en el marco de la UE o incluso en el mundial, establecemos unas reglas de armonización fiscal para hacer compatibles los principios del autogobierno con evitar que se compita por rebajar más los impuestos al capital o a las rentas altas, para “robárselos” al vecino de al lado, al tiempo que se intenta compensar la disminución irresponsable de recursos fiscales, con demandas de aumento de financiación estatal.

Si el debate se establece en la pugna de agravios, perderá la izquierda. Si el debate se establece desde al multilateralidad (que no excluye espacios asimétricos o de bilateralidad porque no se trata de que todos los sistemas de financiación sean idénticos, sino que toda la ciudadanía viva donde viva pueda acceder equitativamente a los bienes comunes), y se enmarca en los principios de corresponsabilidad fiscal (relación entre las competencias de gasto y las herramientas de ingreso), la suficiencia de recursos, la solidaridad redistributiva, y la no competencia fiscal a la baja entre territorios, la cosa cambia.

La primera prueba de lo que cambia la cosa, la tenemos en las declaraciones de Ayuso instando a las comunidades gobernadas por el PP a “no dejarse sobornar por Sánchez”. Traducido al castellano está pidiendo a sus compañeros de partido que accedan a estrangular económicamente a sus CCAA con tal de sostener una estrategia de liderazgo en el mensaje de oposición que es la que le conviene a ella.

Porque abordar el debate sobre la renovación del modelo de financiación autonómica tienen un entremés necesario en cómo se aborda el actual nivel de endeudamiento de las CCAA. Si partimos de que el endeudamiento de las CCAA es consecuencia en buena parte de su infrafinanciación tras la crisis fiscal de hace una década, añadiendo el incremento de gasto post-pandémico, parece evidente que un proceso de quita o condonación de la deuda autonómica con el Estado, está más que justificado e interesa a todas las CCAA, también a las del PP. Con una notable excepción: Madrid, que pese a su pertenencia al ámbito de régimen común, de facto, se constituye en una comunidad singular más, junto a las ya previstas en la Constitución, que comparte niveles de renta y capacidad estratégica de planificación fiscal, como consecuencia de su extensión, población y renta media, directamente influida por el efecto capitalidad. La situación de ventaja en su base fiscal que otorga el efecto capitalidad le permitió prescindir de los recursos del Fondo de Liquidez Autonómica, y a la vez mantener una política fiscal agresiva de rebajas de impuestos a las rentas altas e improductivas, contraria a los intereses de otros territorios, que mayoritariamente hoy gobierna el PP.

Disputar la perspectiva desde la que se abordan estos debates será una de las grandes batallas en este curso político. Cuestión de vital importancia porque cuando la conversación pública cabalga entre los miedos y los agravios, la solución nunca es cómo acomodamos mejor la nave en la que navegamos, sino que surge la pugna de los náufragos en el bote salvavidas. Del último contra el penúltimo. Y ahí no gana la democracia, ni la civilización.