Las informaciones televisivas de inmigrantes africanos llegando a las costas españolas, y de todo el Mediterráneo, trasladan a la opinión pública una imagen de situación crítica, supuestamente insostenible, que nada tiene que ver con la realidad. Pero es la imagen preferida de la derecha y la extrema derecha para inundar de xenofobia la valoración que hay en los países occidentales. Y para elevar a estrategia política las llamadas deportaciones masivas.
Ni estamos en una crisis migratoria, ni es posible decidir devoluciones de inmigrantes cuando a un gobierno le parezca oportuno.
Las causas originadoras de las migraciones en el mundo occidental son básicamente dos: la búsqueda de trabajo en Europa o EEUU y las persecuciones sufridas por razones políticas. Ambas tienen un carácter profundamente estructural y no dependen de la voluntad de los gobiernos de países receptores de inmigración.
Las y los migrantes hacia las costas mediterráneas se mueven con las leyes del mercado, esto es, la demanda laboral en Europa. Cerca del 20% de la población de muchos países en la Unión Europea tienen su origen fuera de ellos. Frenar esa migración de forma abrupta significaría el colapso de nuestras economías. Por otra parte, su carácter irregular o “ilegal” permite a ciertas empresas pagar el trabajo a migrantes con sueldos miserables.
Una prueba irrefutable de la conexión estructural entre migración y demanda de trabajo es que, cuando surgió la pandemia del coronavirus y se desencadenó la crisis económica, millones de inmigrantes volvieron a sus países de origen, de donde nunca quisieron salir.
La desidia de los gobiernos de países desarrollados en construir vías legales de migración, con visados en origen, por ejemplo, obliga a desplazamientos de riesgo, que han convertido al Mediterráneo en un siniestro cementerio.
Resolver la supuesta “invasión” migrante con amplias deportaciones es pura hipocresía. Porque los países de origen sencillamente no aceptan ni acogen a los emigrantes que se pretende devolver.
La segunda fuente de migraciones es la huida de países que no protegen a quienes viven en ellos, a causa de represiones de carácter político o de guerras civiles. Esto es lo que está sucediendo en Mali, que experimenta la huida de personas que buscan refugio. Muchas de ellas llegan a las Islas Canarias. Hay 27 millones de refugiados en el mundo.
Para ese tipo de situaciones se creó después de la II Guerra Mundial la institución del derecho de asilo. Un Convenio y un Protocolo lo regulan: 1951 (Ginebra) y 1967 (Nueva York). Se elaboraron pensando en quienes huían de los Estados satélites de la Unión Soviética hacia las democracias liberales. Pero ahora ha de aplicarse a quienes, a lo largo y lo ancho del planeta, huyen de la opresión a causa de su opinión, su orientación sexual, su género, o por verse desplazados de o en su propio país.
El asilo no es solo una cuestión “moral o humanitaria”. Es ante todo un derecho, protegido, por cierto, por la Constitución española y por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
La más importante protección es la que el derecho internacional llama “non refoulement”, es decir, la prohibición de rechazar a un solicitante de asilo hacia un país en donde su vida o integridad física están en riesgo. Eso que a veces se utiliza –la devolución en frontera– es una propuesta ilegal y contraria a los tratados internacionales. Se hace a menudo desde países supuestamente democráticos y liberales. Algunos Estados del Este de Europa, miembros de la Unión, se han negado sencillamente a aplicar la llamada protección internacional.
La Unión Europea acaba de acordar el Pacto de Migración y Asilo, con insuficiencias serias, aunque conteniendo algunos pasos hacia delante.
En suma, la propaganda antiinmigración que crece en Europa y en EEUU al ritmo de las derechas extremas es pura demagogia e hipocresía de un pseudoliberalismo que encubre el racismo más obsceno, cuando no la explotación laboral más despiadada.
La inmigración ha sido y es pieza clave en la construcción del Estado de Bienestar. Sucede que ha surgido un “chauvinismo del Estado de Bienestar”, que considera que éste solo debe ser disfrutado por quienes nacieron en territorio europeo, de padres europeos, de raza blanca, y de cultura cristiana. Los demás que vinieron de tierras lejanas y con otras religiones solo tendrían derecho a trabajar en condiciones extremadamente ínseguras.
Ese “chauvinismo del bienestar” no es sostenible y convendría que el Parlamento Europeo lo dejara bien claro en la legislatura que comienza.