Mira quién habla de Gobierno del miedo

La semana pasada conocíamos un estudio, financiado por la Comisión Europea, en el que por primera vez se comparaban en el ámbito de la Unión las rentabilidades exigidas por el capital para invertir en energías renovables.

Cabría esperar que, debido a las diferentes percepciones del riesgo-país —la ya famosa prima de riesgo— un inversor exigiera más rentabilidad para poner su dinero en un parque solar en Grecia que en Alemania, a pesar de la innegable ventaja de aquélla en cuanto a insolación.

Lo que seguramente resulte más sorprendente es que, en un territorio donde se aplica una directiva común de fomento de las energías renovables, el rango de rentabilidades entre países sea enorme, yendo desde el 3,5% en Alemania al 12% en Grecia.

Más sorprendente aún resulta que España, un día líder mundial, le pise los talones a Grecia. Para invertir en un parque eólico aquí se exige nada menos que un 10% de rentabilidad, más que en Portugal o en Italia, por poner dos ejemplos próximos. Un proyecto tiene que ser el triple de rentable en España que en Alemania.

La explicación es sencilla: los continuos recortes que han sufrido las instalaciones construidas en España, iniciados en la última fase de la segunda legislatura de Rodríguez Zapatero y llevados a la furia en la de Mariano Rajoy han llevado a nuestro país a una situación de extrema desconfianza.

Hay quien argumenta que el país no estaba para alegrías y que las más de 50.000 familias y centenares de inversores internacionales cuyo único “pecado” fue confiar un día en el Boletín Oficial del Estado no son diferentes al resto de colectivos que han visto sustancialmente mermados sus ingresos en los últimos años. Por mucho que decidieran poner sus ahorros en un proyecto de amplio respaldo social y evidentes ventajas medioambientales, clave para que el país cumpliera con sus compromisos internacionales en la materia.

El problema es que traspasar la línea roja de la seguridad jurídica no solo tiene influencia en las inversiones afectadas por la transgresión, sino que sus efectos se despliegan a largo plazo y son de muy difícil reversión.

En la mayor parte de los proyectos renovables no hay coste de combustible. El sol y el viento son gratis. El coste de mantenimiento, por su parte, es muy reducido y esencialmente fijo. Por ello, el coste de cada kilovatio-hora producido por la instalación básicamente depende de la inversión inicial. Es decir, a diferencia de lo que pasa con las centrales eléctricas basadas en combustibles fósiles, cuando uno invierte en una instalación renovable es capaz de fijar casi con decimales el precio al que necesita vender la electricidad para recuperar la inversión a lo largo de su vida útil. No dependerá de que un país decida inundar el mercado de petróleo, ni siquiera de una guerra. Estas tecnologías pueden proporcionarnos energía a precio fijo, y cada vez más bajo, dado que esa inversión inicial se ha reducido espectacularmente en los últimos años.

Por eso los cambios de reglas de juego a mitad de partido resultan letales. No digamos cuando el Gobierno, como ha hecho este, se mete a empresario y, estimando lo que debió invertirse en cada momento, fija los ingresos para obtener una rentabilidad que considera razonable y que ahora sabemos está por debajo de la que exigen los inversores.

El año pasado un prestigioso Instituto alemán advertía de que, a pesar de contar con un 50% más de horas de sol, el precio que pagarían en 10 años los consumidores por la energía solar en España sería esencialmente el mismo que en Alemania.

Los datos ahora publicados confirman que el instituto alemán infravaloraba la inseguridad jurídica en España: la realidad es que un español va a pagar mucho más cara la energía solar que un alemán a pesar de contar con muchas más horas de sol que este.

No sé si alguien en el Gobierno, cuando tomó la decisión de recortar sustancialmente los ingresos prometidos a las energías renovables, calculó que el impacto sobre el coste de la energía a futuro sería mucho mayor que los ahorros obtenidos en el corto plazo. De lo que estoy seguro es que algunas empresas, propietarias de grandes centrales eléctricas convencionales, se frotan las manos con esa decisión, pues les permite prorrogar durante unos años más los rendimientos de sus activos obsoletos, tantos más cuantas más caras vuelva el Gobierno a las tecnologías que, sin lugar a dudas, acabarán por desplazarlos.

Es fácil entender ahora que me sonroje cuando escucho al Gobierno en funciones enarbolar la bandera de la confianza de los mercados a la vez que trata de infundir el miedo a cualquier alternativa que no pase por su continuidad. De algunas de las nefastas decisiones de esta última legislatura vamos a estar hipotecados durante años.