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¿Por qué molesta tanto el 12 de octubre?

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¿Tiene sentido un día de la identidad nacional? Y si es así, ¿cuándo y cómo debería de ser? Cada año, cuando llegan estas fechas, en la asignatura de Sistema Político Español abrimos un debate en torno a esta cuestión y el significado del 12 de octubre. Durante los tres últimos cursos, se ha convertido además en un clásico que, antes de comenzar la discusión, hagamos una escucha previa de '12 de octubre: cinco fechas alternativas para la Fiesta Nacional', de Juanlu Sánchez en Un tema al día. El podcast –que no pierde vigencia– explora cómo otros países celebran su día nacional y, sobre todo, si en España podría pensarse en fechas diferentes que apelen a otros referentes de su historia. Tras la reflexión colectiva, la clase concluye con una encuesta, cuyo resultado se repite año a año, con el 19 de marzo y el 6 de diciembre como opciones más votadas, y el 12 de octubre como última preferencia.

Sin ser lógicamente una encuesta significativa en términos estadísticos, la respuesta puede ser sintomática, tanto por los argumentos surgidos durante el debate -que ahora desgranaremos-, como por reflejar el cuestionamiento creciente a nuestra Fiesta Nacional dentro y fuera de España. La pregunta, entonces, se vuelve ineludible: ¿por qué molesta tanto el 12 de octubre? Antes de adentrarnos en las causas, habría que señalar que estamos ante un grupo bastante heterogéneo, con mayoría de estudiantes españoles, pero con una nutrida representación de alumnos franceses (se trata de una titulación conjunta de la Universidad Complutense de Madrid y Sciences Po-Toulouse), además de varios estudiantes Erasmus y otros provenientes de América Latina. Esta mezcla se vuelve especialmente interesante, ya que son los estudiantes quienes se ponen a sí mismos ante el espejo de su propia identidad, sin ser por ello la nacionalidad un elemento de diferenciación en sus opiniones. 

Volvamos ahora al punto de partida: la celebración de la identidad nacional. Como toda identidad, estamos ante un proceso que es dinámico, que se basa en cómo nos percibimos en relación al otro, ya sea por la vía de la semejanza (nosotros) o de la diferencia (ellos).  Además, las identidades son múltiples y, en ocasiones, contradictorias. De ese abanico, la nacional suele ser una, solo sea por el efecto cotidiano que tiene en nuestras vidas (de “nacionalismo banal”, en expresión de Michael Billig) o por su proyección como comunidad imaginada (concepto de Benedict Anderson). En todo caso, se trata de una ficción. Necesaria o no, ya sería motivo de otra discusión (por ejemplo, durante el debate en el aula, suele haber estudiantes que cuestionan su carácter amortiguador frente a otras identidades, como las vinculadas a los conflictos de clase social). Celebrarla ha de entenderse no sólo como una manera de reforzar la identidad nacional misma, sino también como la forma en que ha de interpretarse. Y es ahí donde entra en juego el 12 de octubre.

La celebración nacional tiene dos rasgos principales: se trata de una festividad que tiene como elemento central un desfile militar, y cuya fecha coincide con el Día de la Hispanidad (denominación, por cierto, establecida por el dictador Francisco Franco en 1958), que conmemora el “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón en 1492. La elevación definitiva de esta fecha como Fiesta Nacional se aprobó vía legal en 1987 con el Gobierno de Felipe González, bajo el argumento de que “simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”. 

Una parte fundamental de cualquier identidad es la memoria sobre la que se constituye, como aquella experiencia que se trae al presente para dotarlo de un sentido determinado. Esto es especialmente relevante para una identidad nacional, ya que según las referencias que se invoquen, se está proyectando la forma en que queremos ser y deseamos que nos vean. Además, por su relevancia, adquiere un cierto carácter fundante de la propia idea de nación. De entre los distintos hitos históricos que podrían haberse elegido, el Gobierno de González optó por dar continuidad a la lectura del franquismo y validar una fecha que representa, ante todo, no un descubrimiento o un proceso de construcción, sino una conquista. Fueron varias las voces que alertaron en su momento sobre el error (si hay que destacar una, la de Manuel Vázquez Montalbán), pero el imperativo del consenso que regía entonces terminó por dar por bueno una pretérita grandeza imperial y, ante todo, la superioridad de España ante el territorio de lo que hoy es América Latina. 

Sin embargo, en los últimos años este consenso ha empezado a resquebrajarse. En ello influye sin duda la ruptura generacional provocada por el 15M en España, pero también el auge de teorías decoloniales que se preguntan por el sentido que adquieren hoy algunos eventos del pasado. Es en este marco en el que hay que situar, por ejemplo, las discusiones abiertas tras la solicitud de disculpas del ya ex Presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador al Rey de España en 2019 por los crímenes cometidos durante la colonia, y que recientemente han vuelto a primer plano con la Presidenta Claudia Sheinbaum, quien decidió no invitar al Monarca a su toma de posesión, al considerar un menosprecio la falta de respuesta. Con esa postura, es probable que España haya perdido una oportunidad no solo de participar en la construcción de la memoria mexicana sino también de replantear la suya propia. Es más, a juzgar por algunas de las reacciones públicas a este lado del océano, pareciera refrendarse de nuevo la mirada colonial.

Es esta referencia a la memoria colonial la que cuestionan precisamente los estudiantes. Un debate que se enriquece sobremanera con las aportaciones francesas, que encuentran en Argelia su particular espejo hacia el pasado. La diferencia es que, en contraste con España, la Fiesta Nacional de Francia no hace referencia a su experiencia colonial, sino a la toma de la Bastilla (aunque también se caracterice por sus desfiles militares). Es de este diálogo que emana la reflexión sobre cuál podría ser la fecha alternativa más apropiada y aquí es donde el acuerdo surge rápido: alguna de las, probablemente, dos experiencias constitucionales más importantes en la historia del país, ya sea la Constitución de 1812, lo más parecido a una primera expresión de liberalismo político en España, ya sea la Constitución de 1978 que, con sus virtudes y defectos, permitió ante todo dejar atrás un régimen dictatorial y consolidar una democracia estable. Dos eventos que permitirían no solo pasar página a la soberbia colonial, sino también tener como mito un verdadero referente democrático, sobre el que construir hacia futuro. Lástima que el Parlamento no se parezca más a esta clase.