Trump ha vencido abrumadoramente en el combate de las ideas, y seguirá haciéndolo mientras nadie sea capaz de enfrentarse a él en ese nivel. Kamala Harris, el Partido Demócrata y los intelectuales progresistas no lo han sido. Resumiré mi tesis. En este momento, tanto los partidos de derechas como los de izquierdas están de acuerdo en una cosa: en arremeter contra la Ilustración y sus logros. Y Trump ha sido más listo, se ha adueñado de ese discurso y ha dejado a los demás sin nada que decir. Tal vez al lector le parezca que me estoy dejando llevar por una deformación filosófica, y que hay causas económicas, viscerales, racistas en la victoria de Trump. Desde luego, pero por debajo hay una infraestructura ideológica que ha debilitado el sistema inmunitario de nuestra sociedad.
Las ideas básicas de la Ilustración fueron la confianza en la razón y en la ciencia, la universalidad de las verdades, de los derechos y de las normas morales, la necesidad de someter todas las ideas y las instituciones al pensamiento crítico, y el rechazo de los argumentos basados en la autoridad. La Humanidad había llegado a su mayoría de edad. El movimiento anti-ilustrado promovido por conservadores y progresistas ha producido un descrédito de la noción de verdad, un elogio de las creencias no racionales, una emergencia del pensamiento tribal, y una infantilización del discurso político. Y, por supuesto, una abolición del pensamiento crítico, como ha demostrado la teoría y práctica de la cancelación en las universidades americanas. Estos fenómenos llevan inevitablemente a una polarización extrema y abre la puerta a un poder autoritario. Trump ha entendido mejor que nadie el mundo actual y lo ha aprovechado. Se lo explicaré.
Que el pensamiento conservador ha sido siempre antiilustrado, es cosa bien sabida. Lo demuestran las tempranas críticas de Burke, Herder, de Maistre, o los recientes neocons americanos. Lo nuevo es que en este momento los movimientos progresistas –el postmodernismo, las corrientes multiculturalistas e identitarias, y el pensamiento woke– también están contra la Ilustración. Zeev Sternhell ha estudiado la vertiente conservadora de este movimiento en 'Les anti-Lumières', y Stéphanie Roza, en 'La gauche contre les Lumières?'. El acoso ha sido tan grande que Steven Pinker se ha considerado obligado a escribir un libro de más de setecientas páginas titulado 'En defensa de la ilustración'.
Los partidos reaccionarios niegan la universalidad de las verdades porque ligan la verdad a la propia cultura o a la propia nación o a la propia religión o al propio lenguaje. El nacionalismo cultural, uno de los movimientos anti-ilustrados, solo acepta las verdades nacionales. Los nazis no fueron los únicos en afirmarlo. El francés Charles Maurras, en la linea de Herder, lo dijo bien claro: “Juzgamos todo en relación a Francia”, “la verdad, la justicia, no existen en abstracto”, “no hay verdades absolutas, solo verdades relativas”. El gran daño que ha hecho la Ilustración, añade, es afirmar “que el individuo debe someter a crítica todos sus prejuicios”. (Barres, M. 'Scenes et doctrines du nationalisme'). Spengler remachó el clavo: “Para hombres diferentes, hay verdades diferentes”. “Hay tantas morales como culturas. Cada cultura tiene una medida propia, cuyo valor comienza y acaba con ella. No hay moral humana universal”.
Pero en la negación de lo universal están ahora de acuerdo los movimientos considerados progresistas o el pensamiento woke. También ellos se han centrado en el tema de la identidad excluyente. De la misma manera que los nacionalistas reaccionarios negaban las verdades universales porque solo la nación o el pueblo tenía acceso a su verdad, los movimientos postmodernos o woke niegan la posibilidad de que un pueblo pueda comprender a otro pueblo o un grupo social a otro grupo social. Solo las víctimas pueden comprender a las víctimas, las mujeres a las mujeres, los desclasados a los desclasados, y se supone que los machistas a los machistas y los plutócratas a los plutócratas. Si cada uno tiene su propia verdad, es imposible el diálogo, el debate y el pensamiento crítico. Aquí aparece el eslogan postmoderno y la influencia de Michel Foucault como gurú: “Es verdadero lo que el poder dice que es verdadero”. Los argumentos no tienen valor: lo único que vale es el poder. Si quieres que “tu verdad” se imponga, no confíes en las razones, que no valen para nada. ¡Consigue el poder!
Esta actitud, por supuesto, dinamita la esencia de la democracia, como demuestra la historia. Hannah Arendt en su libro 'Orígenes del totalitarismo' señala que “el sujeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido ni el comunista fervoroso, sino la gente para la que la distinción entre realidad y ficción, entre verdadero y falso, no existe”. Juguetear con la idea de verdad no sale gratis. David Colon, en 'Propagande. La manipulation de masse dans le monde contemporaine', señala que la negación de la verdad puede considerarse la manifestación de un nuevo “prefascismo”. La conclusión de Sternhell, que también he defendido en 'Biografía de la Inhumanidad', es que las masacres del siglo XX fueron facilitadas por la pérdida de la fe en verdades universales, por la irrupción de lo irracional y por la destrucción de la unidad del género humano“. Trump no es fascista: es antiilustrado.
Si destruimos la idea de verdad, que admite que podemos conocer la realidad, al final lo que desaparece es la realidad. La polémica entre el feminismo clásico y el pensamiento trans o queer trata de eso, de si hay una “realidad femenina” o solo hay identidades voluntarias. En el programa postmoderno, la realidad se desvanece y es sustituida por narraciones y lenguajes. Por eso se habla tanto de “hacerse con el relato”, en vez de hacerse con la verdad. Se reduce todo a discursos sobre todo. Muy coherentemente, Trump y los defensores del Brexit usaron las “fake news” y hablaron de “hechos alternativos”. Pusieron en práctica los principios postmodernos, de los que haré una breve antología: “La realidad no existe, lo único que hay es el lenguaje y de lo que hablamos es del lenguaje, hablamos en el interior de él” (Foucault). Watlawick titula un popular libro –'¿Es real la realidad?'– y responde que no. Sólo hay sistemas de comunicación. Para J-F. Lyotard, autor canónico del postmodernismo, vivimos presos en la heterogeneidad de juegos del lenguaje, sin posibilidad de encontrar denominadores comunes universalmente válidos para todos los juegos. Nelson Goodman saca las consecuencias. Creamos mundos, pero no lo hacemos sobre la realidad, sino sobre mundos creados por otros, y ningún mundo es más real que los demás. “Una vez abandonada la idea de una realidad originaria, perdemos el criterio de correspondencia como modo de distinguir los modelos verdaderos de los modelos falsos del mundo”. Puede haber verdades contradictorias. Vivimos en una cultura líquida (Bauman). Gergen y los constructivistas van en la misma dirección. Lo que llamamos “objetividad”, dicen, no es más que una costumbre lo suficientemente estable. Lamentablemente, la filosofía actual se ha hecho el harakiri.
Una vez desmantelada la noción de verdad, abolido el pensamiento crítico y exaltado el pensamiento tribal, la sociedad está inerme ante la gran industria de la persuasión, que aprovecha la vulnerabilidad de la gente. Las técnicas de microtargeting van dirigidas a las debilidades humanas, no a sus fortalezas, y Trump las ha aprovechado muy bien. Ahora, con la poderosa ayuda de Elon Musk, lo hará mejor todavía.
En esta situación, ¿quién puede oponerse a Trump? Nadie. Bueno, sí: los que estamos empeñados en rehabilitar el proyecto ilustrado, que en este momento no podemos ser ni de derechas ni de izquierdas.