Para quienes somos de las generaciones que no votamos la Constitución Española las informaciones que están saliendo estos días sobre la corrupción del rey emérito a través de Corinna son como un choque con la realidad. Es cierto que hemos vivido nuestra infancia y algunos toda su juventud entre altas dosis de desafección política, y sobre todo de normalización y aceptación del statu quo, dentro de la cual estaba la monarquía como pieza fundamental.
Pero a pesar de su aparente normalización y de una imagen que la hacía parecer también como consustancial al ordenamiento político, llegó la ola del 15 M, se abrió un nuevo ciclo y la monarquía se nos desveló, de repente, como el pasado. Cuando vimos cómo Juan Carlos I abdicaba para dejar paso a su hijo el Rey Felipe VI en un intento de la institución por surfear y adaptarse a los cambios venideros, nos sentimos orgullosos y orgullosas porque nos pensamos que esa victoria era nuestra, de la gente. La monarquía ya no ocupaba el antiguo espacio y en el nuevo imaginario político ya no cabía; de hecho, la idea misma de democracia se oponía, como no podía ser de otra manera, a algo tan radicalmente antidemocrático como tener un Jefe de Estado que no ha sido votado por la ciudadanía sino impuesto por herencia. Por herencia franquista.
Si ahora sufrimos un choque con la realidad es quizás porque ese flash back imaginado no es más que una ilusión: la monarquía sigue no sólo representando, sino siendo consustancial al régimen político del 78 que pervive. Y lo hemos comprobado no por la aparente capacidad de resistencia de la Familia Real ante los escándalos de corrupción que estamos conociendo (más bien aparenta debilidad y nula capacidad para reinventarse) sino, más bien, porque estamos asistiendo, con vergüenza y atónitas, al silencio de los grandes medios de comunicación de este país respecto a estos escándalos; y también, todo hay que decirlo, al silencio y permisividad del mismísimo gobierno que se niega a publicar la lista de defraudadores fiscales (donde puede estar el Rey emérito) y se niega a exigir responsabilidades. Un gobierno que hace tan sólo unas semanas irrumpía con la promesa de renovación y hasta revolución (en las formas) frente a todo lo que ha significado el gobierno del Partido Popular.
Finalmente, esta monarquía, intocable e impune que no responde ante la ciudadanía (ni ante nadie) contrasta no sólo con el espíritu 15M sino con el movimiento que está siendo el centro del cambio político y social en nuestro país: el que lucha por los derechos de todas las mujeres, el feminista. La monarquía es y no puede dejar de ser una institución autoritaria y antidemocrática, pero también es fuertemente patriarcal. Y el feminismo que se abre paso, el que está cuestionando la economía androcéntrica y neoliberal que invisibiliza los cuidados y que combate la división sexual del trabajo, o el que está cuestionando la justicia patriarcal, es también y sólo puede ser antimonárquico.
En primer lugar hablamos de una institución que tiene su origen y está sostenida en la Constitución Española, la de “los siete padres” y ninguna mujer, la misma que pasó por encima de las demandas del movimiento feminista durante la Transición. En el artículo 57.1. de la Constitución Española establece que las mujeres somos inferiores respecto a los hombres. Dice así: “La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos.” . Es decir, que somos, en comparación con los hombres, menos válidas o incapaces y, por ello, las mujeres no tienen derecho a ejercer la Jefatura del Estado, salvo cuando no haya más remedio. El mismo texto que unos artículos más arriba declaraba sin efectos que “los españoles somos iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de sexo” nos prohíbe el acceso al máximo puesto de responsabilidad y manda un mensaje a la sociedad: El poder no es para las mujeres. La máxima representación del estado es mejor que la ejerza un hombre.
En segundo lugar la Familia Real proyecta a la sociedad una imagen de lo que es “la” familia y en ese contexto, la reina Leticia proyecta la idea de lo que debe ser una mujer. Estas pasadas navidades, con motivo del cincuenta cumpleaños de Felipe VI, la Casa Real, ofreció a la prensa unas imágenes de la Familia Real en las que supuestamente se pretendía mostrar la vida cotidiana de la familia del monarca. El objetivo era humanizar a sus protagonistas, acercarlos a la gente corriente para así solventar, o tratar de hacerlo, la crisis de legitimidad a la que hace frente la Corona desde hace años. Las imágenes nos transmitieron, por el contrario, a una familia anticuada que no se corresponde con las pretensiones modernizadoras que quieren aparentar. Lo que hemos podido ver, tanto entonces, como en los últimos meses, es una familia rígidamente patriarcal en la que reina Leticia se levanta a servir la mesa mientras su marido espera sentado; una reina que no conduce cuando van juntos en el coche y, después de eso, una madre obsesivamente protectora y cuidadora de sus hijas (ese parece ser su rol principal),y una esposa que se pelea con la suegra, mientras los hombres miran desde lejos como si no fuera con ellos o, en el caso del rey emérito, se dedican a sus amantes y sus negocios.
Una familia, en definitiva, que se parece poco o nada en nivel de renta y privilegios/derechos a lo que son la mayoría de familias trabajadoras de este país pero que sigue estableciendo para el conjunto el modelo de familia tradicional y heteronormativa en la cual los roles están bien diferenciados, y con ellos la división sexual del trabajo; donde la mujer siempre está en una posición subalterna en todos los ámbitos: los negocios y la política son de los hombres, pero también las amantes y las relaciones sexuales extra familiares sólo permitidas para ellos, mientras que para ellas queda el rencor o la indignación. Nada más y nada menos que la representación del patriarcado más rancio que tanto la monarquía como la Iglesia Católica siempre han tenido como prioridad defender; una representación que supone desigualdad y violencia y que las mujeres españolas hemos contestado en la calle y en las instituciones de muy diversas maneras y durante años.
Hay quien puede pensar que para hacernos eco como sociedad del cambio feminista que se exige desde las calles bastaría con hacer una reforma constitucional que acabase con la discriminación de las mujeres en el acceso a la Jefatura del Estado, que la herencia no tuviese preferencia por el varón. Pero lo cierto es que eso sería reproducir un paradigma antidiscriminatorio en el que las mujeres nos incorporamos al sistema existente, con sus relaciones de poder existentes y sus estructuras sociales existentes, para adecuarnos a él. Pero eso no puede ser, porque esas mismas relaciones son las que sirven para reproducir la discriminación y la subalternidad de la mayoría de las mujeres. Un paradigma que las mujeres estamos diciendo que ya no nos vale, que queremos una sociedad democrática, justa e igualitaria.
El feminismo avanza gracias a cuestionar las relaciones de poder jerárquicas, autoritarias y patriarcales. Un feminismo que se abre paso dejando atrás las instituciones cada día más obsoletas e incapaces de acompañar los pasos que damos todas juntas hacia la transformación de la sociedad, como mujeres que queremos una sociedad donde podamos ser libres, reconocidas como interlocutores válidos en la vida social y con derechos que nos permitan afirmar que todas las vidas valen lo mismo. Esa sociedad feminista que viene sólo puede ser republicana, porque es incompatible con la perviviencia un sólo día más de la monarquía.