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Los moralistas y la cloaca

Pablo Casado

Gaspar Llamazares

Como si la complejidad política no bastase, en los últimos tiempos la biografía personal, la educación y las buenas costumbres se han convertido en la preocupación y el objeto del deseo de algunos medios, de la política y del debate público.

Hasta ahora, la política española había evitado la tentación anglosajona de convertir la vida privada de los políticos en instrumento de debate, de confrontación pública y mucho menos de exigencia de responsabilidades. Más todavía cuando se pensaba, quizás equivocadamente, que con dirigentes políticos nuevos, con edades por debajo de los cuarenta años, nos habríamos librado de las pesadas mochilas del pasado y solo hablaríamos de futuro. Con ello se pretendía una suerte de cordón sanitario frente a la degeneración de los consensos en conchabeo en el marco del bipartidismo imperfecto (con nacionalistas) y sus secuelas de ocultación, privilegios y, en las más extremas, de la corrupción.

Pero eso no ha ocurrido, muy al contrario después de haber renovado a todos los dirigentes de los partidos y de hacer lo mismo más recientemente con un Gobierno alternativo a la corrupción, un Ejecutivo de mayoría femenina y con garantía judicial. Pero no solo no hemos salido del bucle del pasado, sino que además hemos entrado de lleno en las biografías y la moral privada como arma política.

Quizá hayamos olvidado que el germen de la indignación, la discordia, la desconfianza y la incompatibilidad políticas provocadas por la crisis, si no elaboramos un nuevo contrato social, no solo permanecería, sino que pudiera profundizarse en la nueva política y en las relaciones entre los nuevos dirigentes políticos. Quizá olvidamos también cuán fácilmente la moralización de la vida pública ha permitido a los moralistas instrumentalizar la moral para hacer prevalecer sus intereses (bien disfrazados de honor o de razón de Estado), frente a la ley y la democracia. Porque si antes el antagonismo político, con márgenes cada vez más estrechos para los pactos de Estado, era funcional al modelo bipartidista, la polarización con competencia transversal en una representación pluripartidista hace hoy muy difícil el acuerdo, y con ello provoca una mayor inestabilidad política.

Todo empezó recientemente, con un nuevo gobierno abanderado por la regeneración frente a la financiación ilegal del PP. Inmediatamente vinieron las denuncias de irregularidades en la declaración de la renta, seguimos con los másteres y las tesis para degenerar en el morbo de las conversaciones de sobremesa de hace una década. Y era hasta cierto punto lógico, sobre todo si la regeneración es la vara de medir de los nuevos ministros y de sus actitudes y aptitudes, pero no tanto como para precipitarnos de la transparencia y la exigencia en el moralismo, el rigorismo y el morbo. Un panorama confuso e inestable, donde los Savonarolas de turno han aprovechado para extender de nuevo la sospecha generalizada frente a la política y sus mecanismos en aras de su anti política de los prejuicios, la agitación y la exigencia de depuración.

No es casual, por ejemplo, que el lógico debate del procedimiento para la tramitación de la Ley de Estabilidad y el Presupuesto se haya convertido para algunos en el ser o no ser de la división de poderes y la legitimidad democrática, como antes lo fuera la propia moción de censura. Además, con el peligro añadido de legalizar y dar alas a los dosieres sobre la vida privada, y con ello a los filtradores, chantajistas y conspiradores y a las motivaciones más espurias e inconfesables.

Con todo, al cabo de más de un trimestre, no hemos dejado de hablar de nosotros mismos y del pasado de los políticos, cuando la idea era regenerar la política, pero para cambiar el país, aún sumido en el malestar de la desigualdad y la desconfianza por la corrupción.

Por otro lado, hemos de reconocer en modo autocrítica que formamos parte, junto a redes sociales y algunos medios de comunicación alineados con la agitación, del deterioro en la calidad del debate público convertido en descalificaciones personales, proclamas y argumentario para hooligans. Un debate obsesionado por la réplica rápida, el cuerpo a cuerpo y los golpes bajos al adversario, en una competencia feroz y sin límites éticos, que niega el estudio, el diálogo, el debate y la colaboración con el oponente, y más incluso con el cercano. Un debate cada vez más situado en el terreno de los principios y la mera moral para agitación de los propios y desgaste del adversario.

De esta forma, quedan en un segundo plano, o ni siquiera se oyen, las quejas de las víctimas de la crisis olvidadas por la recuperación macroeconómica: las de los desempleados, las precarias, los desahuciados, los enfermos, las pensionistas y las mujeres que soportan los cuidados con todo tipo de recortes. No se oyen siquiera los retos más estratégicos o de país de la violencia de género de la desigualdad, la desindustrialización, el despoblamiento, el cambio climático, la inmigración, la crisis territorial y la solidaridad. Y la respuesta de la ciudadanía es la incomprensión, el hastío o la sordera ante tanto ruido y tan ininteligible sobre nosotros mismos y nuestras circunstancias, como si de un antiguo duelo de caballeros se tratase.

Por eso, es urgente volver a los problemas concretos y acabar con el griterío en favor del diálogo, para que sea posible, como dijo Machado, distinguir las voces de los ecos. Hay que recuperar la agenda de la política concreta y explicarla con razones y con empatía. Porque es la razón la que debe encauzar la emoción en la buena política. Hay que evitar a toda costa adentrarse en la mera moral y el morbo, sobre todo para cerrar el paso a los moralistas que la utilizan como táctica oportunista de desgaste del adversario y de deterioro del clima político y de la democracia.

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