La pandemia de gripe de 1918 mató en España a más de 300.000 personas de todas las edades e infectó a cerca de 8 millones, en un país con menos de la mitad de la población actual. En todo el mundo murieron al menos 40 millones de habitantes (aunque algunos cómputos elevan bastante más esa cifra), entre ellos el pintor Gustav Klimt, el escritor Edmond Rostand o el arquitecto Otto Wagner.
Nuestras autoridades impulsaron entonces medidas urgentes que ahora nos resultan familiares. Se cerraron teatros, centros de enseñanza y recintos deportivos. Se acordaron aislamientos y cuarentenas. Las calles fueron regadas periódicamente. Se impartieron consejos sobre higiene e instrucciones para impedir el contagio. Se prohibieron las aglomeraciones y los cortejos fúnebres. Todas estas prevenciones tuvieron cierto seguimiento en los sectores sociales más acomodados. Sin embargo, fracasaron por completo en los barrios más humildes de numerosas ciudades, cuyos habitantes se habían educado en el analfabetismo y malvivían en condiciones insalubres, hacinados en covachas minúsculas, sin agua potable ni alcantarillado, ni tampoco recursos para pagar servicios médicos.
El contagio llegó incesantemente desde los barrios más desfavorecidos a los más ricos, sin que la muerte diferenciara entre clases sociales. Hubo artículos en los periódicos de autores que residían en las zonas más pudientes, en los que se culpaba con enorme dureza de la expansión de la enfermedad a los pobres. Tuvieron argumentadas réplicas en las que se explicaba que la responsabilidad era de quienes habían permitido la subsistencia en esas condiciones de miseria. La insolidaridad social previa de los más privilegiados había imposibilitado la contención de la enfermedad y les había estallado trágicamente en sus propias carnes.
Experiencias como la gripe de 1918, entre otras, llevaron a apostar por un sistema público de salud, desde la perspectiva de que todos estamos interconectados y de que la vertebración social es fundamental para afrontar estos problemas. La crisis generada por la irrupción del coronavirus vuelve a demostrar la trascendencia de una sanidad pública eficaz y con instrumentos adecuados. Las proclamas de la insolidaridad social han vuelto a quedar en evidencia. Observamos a multitud de neoliberales económicos (los mismos que siempre han reclamado recortes públicos y Estado mínimo) que, al sentirse en situación de peligro, ahora exigen la máxima intervención estatal y se quejan de la insuficiencia de recursos. Son muestras de incoherencia palmaria, porque es absurdo querer una cosa y no sus consecuencias inevitables. Por suerte, nadie defiende que el virus pueda circular a sus anchas, igual que el libre mercado. Es momento de recordar a las mareas blancas y a otros movimientos cívicos que frenaron el desmantelamiento de nuestra sanidad pública.
Nos encontramos bajo el impacto de una situación que nos hace sentir como en un sueño, casi igual que en una brumosa invasión alienígena. Pero hay lecciones que podemos extraer. Algunas las había anticipado Albert Camus en su novela La peste, al mostrarnos que en la respuesta existencial ante toda epidemia surgirá la heroicidad de las personas corrientes. Como indicó literalmente uno de sus personajes, la única manera de combatir la plaga es la decencia, ejercida desde los lazos de solidaridad que unen a todos los seres humanos. La embestida del coronavirus vuelve a revelar lo peor y lo mejor de la condición humana, pero más a favor de todo lo que nos eleva moralmente.
Hemos contemplado con pasmo la estupidez de quienes roban mascarillas, la frivolidad de quienes acaparan papel higiénico o el incivismo de quienes confunden el cese de actividades con unas vacaciones para viajar por el país. Sin embargo, por encima de todo eso, también hemos podido admirar el esfuerzo imponente de quienes trabajan en nuestro sistema sanitario, la organización espontánea de redes altruistas para los cuidados y el tesón de una gran parte de la ciudadanía (en cada gesto diario) para evitar la propagación del virus.
Apenas resulta posible culpar irracionalmente a otros de la presencia del COVID-19 y de todas nuestras incertidumbres acumuladas. Como analizó René Girard, los estragos de la vieja peste negra en Europa tuvieron como reacción frecuente las matanzas de población judía, a la que se acusaba de envenenar las aguas, a través del mecanismo social de búsqueda del chivo expiatorio. En una sociedad más informada como la actual, no resulta tan fácil practicar esas maniobras de desviación. Incluso algunos de los dirigentes que han intentado estigmatizar a los migrantes por sus enfermedades han acabado portando y contagiando esta infección, en una curiosa paradoja sobre que los virus no distinguen entre razas.
Esta inesperada situación nos obliga a reubicarnos y a reflexionar. Nos hemos empequeñecido, al darnos cuenta de que no todo está controlado, como si percibiéramos que hay algo por encima de nosotros, a lo que podemos llamar naturaleza, azar, Dios, providencia o cualquier nombre equivalente, porque todo es más o menos lo mismo. Nos hemos visto obligados a romper nuestras rutinas, mientras se quiebran nuestras seguridades. Nos acechan miedos apenas explorados. Esos temores nos permiten comprender mejor a quienes tienen su vida amenazada y por eso han de escapar de sus países. Parecía todo bajo control, pero de repente sufrimos por nuestros seres más queridos. Tememos por nuestros mayores. Y, aunque sabemos que la probabilidad estadística es mínima, no podemos dejar de imaginar que algo puede suceder a los más pequeños. También advertimos de forma más clara que el riesgo principal de estar vivos es que podemos morir.
Decía Albert Camus que el bacilo de la peste nunca desaparece del todo, porque se esconde y luego regresa para seguir enseñándonos su lección. Quizás la crisis del coronavirus, al igual que la gripe de 1918, nos puede aportar como enseñanza que la conexión y ayuda mutua entre los seres humanos es la base de nuestra existencia. En los niveles institucionales, ello implica la coordinación eficiente de todos los organismos en una empresa común. También implica fortalecer espacios públicos, como nuestro sistema de salud, al igual que otros equivalentes que generan comunidad. En los ámbitos personales implica reorientar la mirada hacia nuestros seres queridos, demasiadas veces relegados por un ritmo de vida infernal que la pandemia nos ha obligado a aparcar. El miedo siempre queda sobrepasado por el afecto. La mejor vacuna contra las consecuencias sociales del coronavirus es la fraternidad.