Después de un año de perseguirlo con todos los medios a su alcance, que son muchos, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han acabado –un tanto casualmente– con la vida del máximo responsable de Hamás, Yahya Sinwar, en un enfrentamiento armado en Rafah. La muerte del dirigente, al que se atribuye la concepción y dirección de los sangrientos atentados terroristas y la toma de rehenes israelíes del 7 de octubre, ha suscitado en ciertos círculos políticos y en algunos gobiernos la esperanza de que el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu pueda esgrimirla como la victoria definitiva sobre Hamás, y dar paso así al principio del fin de la guerra en Gaza.
El presidente de EEUU, Joe Biden, ha instado al Gobierno israelí a que emprenda ese camino, que pasaría por la liberación de los rehenes aún en poder de Hamás, aunque a pocos días de las elecciones su capacidad de influencia es prácticamente nula. También otros gobiernos –a los que repugna el genocidio que el Gobierno de Israel está cometiendo en Gaza, aunque no hagan nada por impedirlo– y parte de la opinión pública israelí, cansada de la guerra, presionan al primer ministro en el mismo sentido. Pero no parece que Netanyahu, que sin duda va a aprovechar esta muerte para aumentar su popularidad –ya en ascenso– entre la población judía, esté dispuesto a acabar ahora con su política bélica que tan buenos réditos le está proporcionando.
Como respuesta a las expectativas de paz, ha declarado que la guerra puede terminar mañana si Hamás depone las armas y devuelve a los rehenes, sin ofrecerle ninguna contrapartida. Es decir, si se rinde sin condiciones, lo que es tanto como no decir nada, porque sería un suicidio para el movimiento armado palestino. Es verdad que la retención de los rehenes por Hamás es un crimen sin paliativos. Pero Netanyahu sabe que es la única baza que tienen para negociar y que no los devolverán si no es a cambio de un plan de paz que incluya la retirada militar completa israelí de la franja.
No obstante, a pesar de sus declaraciones, el primer ministro israelí ya ha demostrado desde hace un año que los rehenes le importan muy poco, no son su prioridad. No quiere la paz, sino la guerra. Principalmente, porque depende políticamente de sus socios ultranacionalistas y ultraortodoxos del Partido Nacional Sionista Religioso de Bezalel Smotrich, el Otzma Yehudit de Itamar Ben-Gvir, y el Noam de Zvi Thau, todos ellos partidarios de la guerra cuando no del exterminio o expulsión definitiva de todos los palestinos del territorio que les queda. Si Netanyahu perdiera su apoyo, el Gobierno caería y no solo perdería el poder sino tal vez la libertad puesto que está acusado y procesado por delitos de cohecho, fraude y abuso de confianza – paralizados por la guerra– que podrían costarle hasta diez años de cárcel.
En segundo lugar, la estrategia actual de Israel se corresponde con el pensamiento político de Netanyahu, que nunca ha creído ni apoyado la solución de dos Estados, aunque en alguna ocasión la haya aceptado formalmente a regañadientes. Siempre ha dicho que la seguridad de Israel no se conseguiría por la conciliación sino por la imposición militar, y ha cultivado su imagen de Mr. Security como su mayor capital político. Su partido, el Likud, procede del revisionismo sionista de Betar, un movimiento nacionalista de inspiración fascista creado en los años 20 del siglo pasado, origen del grupo terrorista Irgún antes de la fundación del Estado de Israel, cuyo programa incluía el establecimiento de un Estado judío en todo el territorio del mandato británico, incluyendo no solo Palestina sino también Jordania.
Por cómo está conduciendo su política de guerra, parece probable que el deseo, incluso el propósito, de Netanyahu sea anexionarse definitivamente todos los territorios palestinos (lo de Jordania se ha abandonado definitivamente hace mucho tiempo), para construir el Gran Israel de los sionistas revisionistas. Los palestinos que no quisieran o pudieran exiliarse en una nueva y mayor Nakba, quedarían reducidos a asentamientos controlados, como las reservas indias en EEUU. En Gaza el propósito podría ser reducir el territorio palestino a la mitad del actual, al sur del corredor de Netzarim, donde se apiñarían los que no se fueran de los más de dos millones de gazatíes. Se habla ya de planes para colonizar de nuevo parte de la franja. Además, podría establecerse una zona de seguridad en el sur del Líbano, no habitada pero patrullada y controlada permanentemente por las FDI.
Estos planes, incluso la más ambiciosa neutralización de Irán, podrían depender de la próxima elección presidencial en EEUU. No es que la administración Biden haya hecho nada para frenar la masacre de Gaza –más allá de unas débiles protestas en favor de la población civil–, al contrario, la ha alimentado con dinero y armas en grandes cantidades, lo que le puede costar la elección a Kamala Harris por el rechazo de votantes musulmanes y progresistas. Pero hay que recordar que Donald Trump, en su primer mandato, trasladó la embajada estadounidense a Jerusalén en un reconocimiento implícito de la ilegal capitalidad israelí en la ciudad santa de tres religiones, que fue declarada bajo administración internacional por Naciones Unidas en 1947 y los palestinos reclaman también como capital. Y denunció el tratado nuclear con Irán, sin que hubiera ningún incumplimiento por parte de Teherán y en contra de sus aliados europeos, solo porque era lo que Israel quería. No sería sorprendente que, si ganara de nuevo la presidencia, Trump diera luz verde al primer ministro israelí para llevar a cabo sus proyectos genocidas y expansionistas.
Lo único que podría frenar los planes de Netanyahu sería una reacción mundial, de todos los demócratas, de todas las personas decentes, y de los gobiernos que se llaman a sí mismos democráticos y defensores de los derechos humanos. Pero eso no se ha producido ni cabe esperar que se produzca, porque –desgraciadamente– por debajo de una delgada capa de pretendida superioridad ética o política, subsiste en nosotros el lastre atávico del egoísmo y la seguridad propia, como sucede en el caso de la política migratoria. Los palestinos están solos prácticamente en su enfrentamiento con la ilimitada venganza del actual gobierno israelí. Pero aún no están vencidos.
Creer que la muerte de una persona, aunque sea el número uno de Hamás, puede cambiar un escenario de conflicto que dura ya 76 años, es ilusorio. Los palestinos luchan por su vida y por su libertad, por su derecho a existir como pueblo y en los territorios en los que han vivido durante 1.500 años. Esa lucha no depende de un líder, por muy carismático que sea. ¿Cuántos dirigentes de Hamás, Hizbulá, la Yihad Islámica, la Guardia Revolucionaria iraní, y otras organizaciones árabes o islamistas, ha matado Israel hasta ahora? ¿Decenas? ¿Centenares? ¿Y, ha servido para algo? ¿Han dejado estas organizaciones de existir o de combatir al supremacismo sionista? Pensar que seguir por ese camino va a cambiar la situación no tiene sentido, solo puede responder a intereses políticos o económicos personales o de grupo.
Netanyahu no va a conseguir desmantelar Hamás. Sinwar será sustituido, como lo han sido los líderes anteriores muertos en combate o asesinados en sus casas. Pero, aunque lo consiguiera, aunque matara a todos los militantes actuales de Hamás, el movimiento de resistencia resurgiría con ese mismo nombre o con otro, y la historia de sangre destrucción, dolor y muerte volvería a repetirse una y otra vez. También para los judíos, que tienen que vivir en un clima insano de violencia, en un estado de permanente zozobra, pendientes de cuándo será el siguiente atentado, cuándo tendrán que correr a los refugios, cuando empezará la siguiente guerra.
El actual Gobierno de Israel, y una parte de su población, intoxicada por las soflamas ultranacionalistas, supremacistas y ultraortodoxas, no están dispuestos a aceptar el derecho a existir del pueblo palestino. Más de seis millones de personas con las que tienen que convivir en el territorio histórico de Palestina, bien dividiéndolo en dos Estados tal como estableció el plan de partición de la resolución 181 de la Asamblea General de Naciones Unidas en el que se basó la fundación del Estado de Israel –aunque por mor del realismo sea en la delimitación territorial que se estableció en 1967–, bien compartiendo con ellos un solo Estado laico en el que todos tengan los mismos derechos.
Los colonos pueden asesinar a centenares en Cisjordania para quedarse con sus propiedades, las FDI pueden arrasar en Gaza sus casas, sus escuelas, sus hospitales, pueden asesinar a sus líderes, pueden matar a decenas de miles de mujeres y niños. Pero no pueden matarlos a todos. Ni tampoco pueden expulsarlos porque no tienen dónde ir, nadie los quiere. Los palestinos no tienen ahora ninguna alternativa a resistir y luchar, están contra la pared, y seguirán haciéndolo. Cuanto antes se den cuenta los israelíes de esta evidencia y se deshagan del gobierno belicista y sanguinario de Netanyahu, tanto mejor para ellos, para los palestinos, y –sobre todo– para los que todavía tendrán que morir, en ambos lados, por esta loca y absurda carrera hacia ninguna parte.