Creo que es evidente, o debería serlo, la estrecha conexión que existe entre las múltiples denuncias que en las últimas semanas están apareciendo sobre casos de acoso sexual en el mundo del cine y las conclusiones que arroja el reciente estudio presentado por CIMA sobre La representatividad de las mujeres en el sector cinematográfico español. Todas las fotografías que resultan de cruzar esos datos de la realidad de la industria cinematográfica nos ponen de manifiesto que estamos ante una cuestión de poder. Es justamente esa la perspectiva que nos ofrece el género en cuanto herramienta analítica: la visualización de las relaciones de poder que siguen alimentando la desigualdad de hombres y mujeres. Unas relaciones que siguen marcadas, en la sociedad en general, y en el cine en particular, por el dominio masculino y la subordiscriminación femenina. Es esa la dimensión desde la que hay que analizar, valorar y perseguir por ejemplo el acoso sexual en cuanto manifestación de unas relaciones de género basadas en la superioridad masculina y en la paralela vulnerabilidad femenina, así como en una concepción cultural de las mujeres como objetos siempre disponibles para satisfacer nuestros deseos. Al igual que sucede con la violencia de género, abordarlo como una cuestión de poder, y por tanto de desigualdad, es lo que nos da las claves para entender por qué es tan frecuente y sin embargo tan poco visible el acoso sobre las mujeres. Y, en consecuencia, solo actuando políticamente contra él será posible ir erradicándolo de nuestros esquemas de convivencia.
Del informe realizado por Sara Cuenca Suárez, y que tiene la gran virtud de ofrecernos un caudal impresionante de datos con los que callar las bocas de quienes piensan que el género es una ideología, se pueden extraer muchas conclusiones, las cuales además serían trasladables a otros ámbitos sociales. El termómetro “de género” que nos ofrece sobre la cinematografía española no creo que difiera en exceso de otros ámbitos como pueden ser el universitario, el científico o el de cualquier sector creativo o cultural. En todos estos casos, la alarmante conclusión vendría a ser la misma: el poder sigue siendo cosa de hombres. Y cuando hablo de poder me refiero no solo al político sino también al económico y al que deriva de tener la capacidad de crear y decidir los relatos colectivos.
Como nos muestran el Informe de CIMA, en el cine español continúa habiendo una evidente segregación no solo horizontal sino también vertical desde el punto de vista del género, lo cual significa no solo que las mujeres continúen siendo prisioneras de determinados estereotipos sino que también están lejos del liderazgo. Es decir, somos nosotros los que seguimos ocupando el vértice de la pirámide, los que seguimos teniendo las riendas de los procesos de dirección y los que, por tanto, continuamos siendo decisivos en la definición de los contenidos. De esta manera, se continúa privilegiando una mirada, la androcéntrica, que es la que a través de un arma tan poderosa como la imagen nos ofrece una visión del mundo y de los seres humanos. De ahí la urgencia de que haya más mujeres con poder o, lo que es lo mismo, con capacidad de hacer visibles sus experiencias y de completar la mirada parcial sobre una sociedad que continúa hecha a imagen y semejanza del varón dominante. En este sentido, resulta especialmente llamativo el poco apoyo que por parte de las televisiones, que se han convertido en el gran sustento de nuestro cine, recibe el cine hecho por mujeres. Ello implica lógicamente restar posibilidades de difusión y visibilidad, por no hablar de cuestiones estrictamente económicas. En relación a éstas, los datos segregados por sexo que nos ofrece el Informe con respecto al dinero que manejan mujeres y hombres son demoledores. Por ejemplo, la media de los costes reconocidos de los largometrajes con dirección femenina es de 1.094.525,57€ mientras que el dato referente a la media de costes de películas dirigidas por hombres es de 1.737.772,64€.
A todo lo anterior habría que sumar la escasa y sesgada presencia de las cineastas en el ámbito de los reconocimientos y premios. Y no se trata solo de una cuestión de cantidad, sino también de calidad. Como demuestra el Informe, mientras que de los cineastas hombres se reconocen sus múltiples facetas en dicha industria, en el caso de las mujeres lo escasos reconocimientos prácticamente se limitan a su rol de actrices. Ello, lógicamente, repercute en un imaginario que sigue construyéndose sobre una determinada imagen de lo que las mujeres pueden aportar al cine: su presencia, a ser posible secundaria y accesoria, como “diosas” de la pantalla. De esta manera, será muy complicado que una niña o una adolescente sueñen con convertirse en técnica de sonido, en compositora o en directora de cine, ya que esas referencias no formarán parte de su imaginario.
En un contexto de tan evidente y brutal desigualdad, que lleva por tanto a que las mujeres continúen estando en una posición extremadamente frágil, no es por tanto de extrañar que continúen siendo habituales los abusos de poder y el uso del dominio masculino a costa de la dignidad e integridad de ellas. Todo ello mientras que seguimos prorrogando unas narraciones androcéntricas en unas sociedades en las que no nos hacen falta más leyes, sino más bien políticas públicas efectivas que miren a la Cultura como espacio privilegiado de reproducción del sexismo y la desigualdad.