Desde que la ola populista comenzó a barrer Europa en calidad de réplica sociopolítica de la gran depresión de 2008, se ha hecho habitual buscar en nuestro turbulento pasado ejemplos de lo que ocurrió durante la anterior globalización totalitaria, la del periodo comprendido entre las dos guerras mundiales. Por ejemplo, las imágenes, estáticas o filmadas, de las concentraciones de masas, de las acciones callejeras y de los discursos incendiarios siguen fascinando al espectador, aunque sea conocedor del final del episodio. En el caso español, la percepción del primer tercio del siglo XX tiene una deuda impagable con algunos de los mejores fotógrafos de la época. Las placas de Martín Santos Yubero o de Alfonso Sánchez que cubren la corta década republicana forman parte de nuestra memoria visual, ilustrando sus ilusiones y sus conflictos: de la fiesta popular del 14 de abril a Casas Viejas, del voto femenino a la sublevación militar. Una fotografía de Alfonso capta en un instante fugaz la condensación de un cierto estado de la cuestión: dos hombres subidos en la trasera de un automóvil descapotable, probablemente un Packard, distribuyen durante las primeras jornadas de la huelga general de octubre de 1934 y en las cercanías del madrileño Paseo de Rosales los ejemplares del día de dos diarios conservadores, el monárquico ABC y El Debate, portavoz de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Lo más llamativo de la escena es que uno de ellos porta muy visiblemente una pistola ametralladora. Parece como si el pío ciudadano, sin duda conservador y católico, un español de bien, dirían algunos, hubiera hecho suya la arenga del puritano Oliver Cromwell a sus tropas durante la revolución de 1651: “Rezad a Dios, pero procurad que la pólvora esté seca”.
La agitación no es solo patrimonio de la izquierda. Si algo aprendió la derecha del primer tercio del siglo XX fue a emplear los recursos para la movilización de masas en el contexto de una sociedad en cambio. Propaganda, mensajes contundentes, difusión de bulos, apelación a lo trascendente: todo lo que fuera preciso para generar un estado de alarma careció pronto de secretos para ella. Y no dudó en ponerlos en tensión y a máximo rendimiento para alcanzar su objetivo de derribar, conservar o conquistar el poder, dependiendo de las circunstancias, bien fuera por la intermediación de un golpe militar, ya mediante el incendio de las calles. Los discursos que debelan al adversario político, que lo ilegitiman si ocupa el gobierno, que estigmatizan a colectivos o individuos, que polarizan entre buenos y malos compatriotas y excluyen a estos últimos de la comunidad nacional no son un fruto reciente de la actual coyuntura de catástrofes que jalona este primer cuarto del siglo XXI: surgieron, se ensayaron y surtieron sus deletéreos efectos en los años de lo que Georges L. Mosse denominó brutalización de la política. Quizás la última aportación y la más novedosa del periodo de entreguerras fue el escuadrismo, para que donde no alcanzasen los votos, llegaran las botas. Lo que estamos viendo estos días no aporta, más allá de la digitalización de los mecanismos de agit-prop y de la coordinación geoposicionada de comandos, novedades sustanciales.
La historia no se repite, pero rima y solo es magistra vitae, como decían los clásicos, si se le interroga adecuadamente. No faltan quienes buscan en el pasado paralelismos entre la actual coyuntura de toma de la calle, alimentada con un discurso deslegitimador del gobierno y sus actuaciones, con la actuación del bloque reaccionario en los años finales de la Segunda República española. Incluso salen a relucir supuestos llamamientos a las fuerzas armadas para que se involucren en detener la quiebra de la nación más antigua de Europa que, por lo que sea, siempre parece encontrarse en trance de implosión. Creo que es un error: en la conspiración para derribar a la República española en los años 30 se dio una coalición de fuerzas encabezada por los monárquicos alfonsinos a cuya estrategia contribuyó el terrorismo falangista como generador de un clima de violencia intolerable que justificase la intervención militar. Ese bloque, en la actualidad, ni es homogéneo, ni comparte el mismo proyecto a largo plazo, ni lo sustenta idéntica base social, ni actúa en un contexto internacional como el de los años de entreguerras.
A la hora de buscar un referente histórico que se asemeje a un asalto al sistema desde la calle es muy ilustrativo el ejemplo de la crisis del régimen democrático de la Tercera República francesa. En febrero de 1934, la tentativa de formación de un gobierno de centro izquierda integrado por los radicales de Édouard Daladier y con el potencial apoyo parlamentario de los socialistas de Léon Blum fue objeto de un ataque violento a las instituciones liderado por las ligas de excombatientes vinculadas a la extrema derecha. Estas ligas, integradas por hombres que habían conocido la brutalidad del frente, añorantes de la fratría masculina de las trincheras, desclasados, víctimas de la precariedad económica y amantes de un liderazgo fuerte y providencial obedecían a una ideología basada en la clásica triada reaccionaria: antiparlamentarismo, antisemitismo, antiblochevismo. Su nacionalismo integral y chauvinista colocaba a esa patria inmanente por encima de las libertades individuales y de la soberanía popular basada en la voluntad de los ciudadanos expresada a través del sufragio universal.
Lo que estaba ante sus ojos no era la conformación de un Frente Popular, a pesar de la insistente propaganda antibolchevique que presentaba a los líderes radical y socialista engullidos por el comunismo. Era simplemente el resultado de una aritmética parlamentaria para la conformación de un gobierno estable que superase la crónica fragilidad de los gabinetes precedentes, debilitados por los efectos de la gran depresión de 1929 y que pusiera coto a la corrupción de la que estos habían adolecido. Aun así, la extrema derecha bramó contra un potencial apoyo socialista al gabinete radical, cuyo primer ministro fue motejado en su prensa como “líder de una banda de ladrones y asesinos”. El máximo dirigente socialista, Blum, fue objeto de una encarnizada campaña de injurias. Se llegó a poner en duda su filiación y a cuestionar su derecho a la ciudadanía. Su origen familiar judío alimentó el antisemitismo de una derecha que no había metabolizado el caso Dreyfus. Charles Maurras, de la Action française, escribió en letras de molde que el único reconocimiento que merecía era “ser fusilado por la espalda”.
El gobierno Daladier, constituido con apoyo parlamentario el 30 de enero de 1934, padeció la tentativa de asalto de las ligas de extrema derecha a la sede de la Asamblea Nacional. El Palais Bourbon fue rodeado por la Unión Nacional de Combatientes y por diversos grupos extremistas de inspiración fascista como los Camelots du Roi y los Croix-de-Feu. Se intercambiaron disparos con la policía desde las 19.00 horas hasta la medianoche. Los alborotadores lanzaron proyectiles y cortaron con hojas de afeitar las patas de los caballos de las fuerzas del orden. El balance final fue de más de una docena de muertos y centenares de heridos y detenidos.
El motín del 6 de febrero de 1934 simbolizó, en la memoria colectiva de la izquierda, el peligro fascista que amenazaba al régimen republicano. Aunque hubo una notoria falta de coordinación entre las fuerzas que participaron en el motín y quedó en evidencia la debilidad de un plan concertado para derribar las instituciones, lo cierto es que los disturbios lograron alterar el juego parlamentario al provocar la frustración de una entente radical y socialista. Las ligas y los graves disturbios que promovieron torcieron la muñeca del presidente de la República e hicieron posible la formación de un gobierno escorado a la derecha que colocó en el núcleo de su programa las reformas del estado que el bloque conservador postulaba. La extrema derecha no tomó el poder, pero fue el ariete para que otros impusiesen su agenda. Una cierta ilusión retrospectiva contribuyó a subestimar la importancia de este acontecimiento sin posteridad directa, dado que estos sucesos favorecieron la unión de la izquierda en el Frente Popular que ganó las elecciones de 1936. Pero se olvida que, visto desde la larga duración, amalgamaron a las fuerzas que acabarían siendo la base del régimen de Vichy y del colaboracionismo con la ocupación nazi.
El desconocimiento del pasado suele llevar a incurrir en errores ya cometidos, aunque las circunstancias no sean las mismas. Entre los conservadores suele darse el síndrome Von Papen, el dirigente alemán que creyó haber domesticado a Hitler al facilitar su acceso a la cancillería. Según una fábula budista, un escorpión le pidió a una rana que le cruzara el río, a lo que la rana respondió: “No, que me picarás”. El escorpión respondió: “No lo haré, porque nos ahogaríamos los dos”. La rana aceptó y a la mitad del vado, el escorpión picó a la rana. Cuando esta le preguntó por qué le había mentido, el escorpión respondió: “Está en mi naturaleza”-