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No es negar el pasado, sino el futuro

Exhumación de restos de víctimas del franquismo en el cementerio de Castellón.
8 de abril de 2024 21:39 h

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Vengo de un país donde treinta mil personas fueron asesinadas en nombre de la concordia. No es el único, por supuesto. Y lo que hizo con esos crímenes tampoco es excepcional. Primero juzgó a sus principales responsables. Luego los indultó. Dos décadas más tarde, cuando estuvo en condiciones de hacerlo, volvió a juzgarlos –y junto con ellos, a otros– y los condenó nuevamente, por delitos sobre los que los jueces más calificados de una Justicia independiente no albergaron ninguna duda razonable. Veinte años después, los más jóvenes comenzaron a cuestionar la existencia de esos crímenes y a exigir más de su tipo, cada uno de ellos, como en la ocasión anterior, destinado –irónicamente– a sembrar el amor en la sociedad. Votaron a quien les prometió esas atrocidades: toda la política del nuevo Gobierno argentino se resume en crear las condiciones para que se produzcan.

Cada generación se inventa un pasado a su medida y lo convierte en una verdad incontrovertible. “El pasado siempre está a punto de ocurrir”, afirmó en una oportunidad el escritor serbio Milorad Pavić. Es el sitio donde dirimimos nuestros pleitos del presente. No está cerrado. Ni es inalterable: en su maleabilidad, en el modo en que es apropiado y reapropiado, discutido y puesto en cuestión, negado, recordado o desestimado por tratarse de algo que “ya pasó”, es mucho más productivo y está más presente en nuestras vidas que el futuro, hacia el que nos dirigimos y, sin embargo, persiste como una enorme incógnita. De hecho, es en la discusión sobre el pasado donde comienza a tomar forma el futuro, como pone de manifiesto, implícitamente, la arremetida contra la Ley de Memoria Histórica.

Si el negacionismo de la extrema derecha tiene que preocuparnos –y creo que debe hacerlo– no es porque la Ley de Memoria Histórica que pretende derogar sea satisfactoria. (En ella, incluso el nombre es discutible: “memoria” e “historia” no son lo mismo, y su conciliación es extremadamente problemática). Tampoco es por la torpeza con que Vox y un Partido Popular que se cree en sus manos dicen querer “eliminar imposiciones ideológicas que intentan fijar una versión oficial” para imponernos otra; en este caso, la “versión oficial” de la dictadura de Francisco Franco y las visiones conciliatorias del tipo de “libertad sin ira” que prosperaron después. (No hay acción política sin un porcentaje de ira, y la libertad de la que hablaba la canción sólo resultó Libertad de Mercado). Por último, no es sólo porque esa derogación supone hacer inviables económicamente las aperturas de las fosas comunes –en Aragón, donde el proceso está en marcha, hay más de mil identificadas, por ejemplo–, lo que significa que España incumplirá sus compromisos con organismos internacionales como Naciones Unidas. Si la negación del pasado por parte de la extrema derecha debe preocuparnos es por dos razones. La primera es que prolonga el dolor de miles de españoles y españolas que continúan sin poder enterrar a sus muertos prácticamente un siglo –repito: casi un siglo– después de la Guerra Civil y a medio siglo –medio siglo– del comienzo de la Transición. La segunda, porque el secuestro de la historia no tiene como objeto ni la historia ni el pasado, sino el futuro: se trata de crear las “dinámicas de enfrentamiento” que, en palabras de la extrema derecha de Castilla y León, fueron la causa de la Guerra Civil y de la dictadura posterior.

Bernardo Vergara dio en el clavo, en este mismo periódico: la “concordia” que quieren instalar consiste en borrar los crímenes. Pero borrarlos es crear las condiciones para volver a cometerlos; en especial, para perpetuar el orden económico instalado por la dictadura franquista que Juan Laborda describió recientemente, también en elDiario.es, como un “totalitarismo invertido”: más, pero sólo para un puñado de narcisistas infatuados que circulan por los pasillos de la política y de la economía sin hacer distinción entre la una y la otra.

No muchas personas parecen saber quién fue George Santayana. Pero casi todas conocen la siguiente frase: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. No es su único epigrama memorable. (Supuestamente, Santayana también dijo: “No hay Dios, y María es su madre”.) Pero si hemos olvidado que le pertenece es porque se nos antoja un lugar común, algo que expresa una verdad tan evidente que no requiere autoría. Repetida hasta el hartazgo en los últimos días en relación con la avanzada contra la historia tanto en España como en Argentina, la frase es esgrimida contra la extrema derecha, pero no cabe duda de que ésta la conoce bien. De hecho, espera y desea que cumpla su tenebrosa promesa porque de ese cumplimiento depende el estado de crispación permanente y el orden económico en los que esa extrema derecha cifra su existencia.

Como a muchos, el regateo inmoral que el Estado argentino llevó a cabo el mes pasado bajo el eslogan “no fueron treinta mil”, sobre las víctimas de la dictadura, se me hizo intolerable

Secuestrar. Torturar. Violar. Robar. Asesinar. Son cosas que el Estado argentino hizo en nombre de los ciudadanos, también en mi nombre. Por supuesto: en cuanto pude, escapé de la autoridad de ese Estado. Mis padres son activistas políticos. En las listas de desaparecidos hay decenas de nombres de personas que ellos conocieron, así como de padres y madres de amigos y amigas míos. Que ni ellos ni yo integremos esas listas es una especie de milagro que ninguno de nosotros podrá explicarse nunca. (Que mis padres nunca pertenecieran a una organización armada no los ponía a salvo del terrorismo de Estado, por supuesto). Casi nunca hablo de estas cosas. Pero esta es sólo una de las razones por las que, como a tantos otros, el regateo inmoral que el Estado argentino llevó a cabo el mes pasado bajo el eslogan “no fueron treinta mil” se me hizo intolerable: incluso si tan sólo hubieran sido tres personas –o dos, o solamente una– las que hubieran sido asesinadas en su nombre, y en el de la concordia, ese Estado estaría obligado a pedir disculpas y a tratar de enmendar sus actos por lo que le quede de existencia. Nuevamente, sin embargo, en el negacionismo histórico del Gobierno argentino no se ponía de manifiesto una simple “reescritura del pasado”, sino la creación de las condiciones de posibilidad de un futuro intolerable en el que las vidas humanas no tengan valor alguno.

Oleg Orlov, líder de la organización de derechos humanos Memorial y premio Nobel de la Paz en 2022, condenado en febrero a dos años y medio de cárcel por “desacreditar al ejército ruso”, quiso interrogar a sus jueces: “¿No tienen ustedes los mismos miedos? ¿No les asusta ver en lo que se está convirtiendo nuestro país, nuestro país que ustedes aman también? ¿No les da miedo que no solo ustedes, sino también sus hijos y, Dios no lo quiera, sus nietos, tendrán que vivir en esta absurdidad, esta distopía?”. Pero sus jueces no temían: la distopía señalada por Orlov es el proyecto político de los negadores del pasado. “Dicen que el presente es demasiado rápido. A mí me parece que es el pasado el que nos devora”, escribió Gustave Flaubert. Vamos hacia ese pasado. Pero éste, como el futuro, no está escrito todavía. Y nuestra existencia y la de nuestra sociedad tiene ahora un propósito no tan nuevo como podría parecer: estar del lado de las víctimas, estar a la altura del pasado, merecer un pasado mejor y un futuro que no se le parezca.

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