Asistimos, atónitos y confusos, a las noticias y encuestas que pronostican una posible victoria de Donald Trump en la elección a presidente de EEUU del martes, aunque ciertamente las diferencias son tan exiguas que aún no hay nada decidido; el resultado va a depender de unas pocas decenas de miles de votos en siete estados “bisagra” en los que ambos candidatos están muy igualados. En todo caso, nos preguntamos, al menos a este lado del Atlántico, cómo es posible que un hombre amoral, ególatra, atrabiliario, que ha insultado con zafiedad a inmigrantes, mujeres, razas, países, opositores políticos, que ha atacado frontalmente a la democracia, un delincuente convicto, un hombre al que The Washington Post atribuyó más de 15.000 mentiras durante su primer mandato, tenga posibilidades ciertas de volver a la presidencia de su país. Y muchos –descontando la extrema derecha– hacemos votos, ya que no podemos meterlos en las urnas, para que no suceda lo que tememos.
La elección presidencial ha dejado en segundo plano que el día 5 de noviembre hay en EEUU otras elecciones, al Congreso, que pueden ser casi tan importantes como la primera. Se elige un tercio del Senado y todos los miembros de la Cámara de Representantes. El lado del que caigan las dos cámaras va a ser fundamental –sea quien sea Presidente– para la nueva etapa política que se inicia en enero, y la competición entre republicanos y demócratas está tan igualada como la pugna entre Trump y la vicepresidenta Kamala Harris.
El Senado, con exigua mayoría actual demócrata, podría pasar a tener mayoría republicana, sobre todo si gana Trump y su vicepresidente lo preside con capacidad de desempate, pues los demócratas renuevan más escaños y algunos están en claro riesgo.
En la Cámara de Representantes podría pasar lo contrario. La también escasa mayoría republicana podría dar paso a una igualmente corta mayoría demócrata, que sería muy importante. Si Trump gana la presidencia y los republicanos fueran mayoría en ambas cámaras no tendría prácticamente límite a sus a priori temibles políticas, considerando que el tercer pilar democrático, el Tribunal Supremo, tiene una amplia mayoría conservadora (6 a 3) después de los tres jueces que Trump nombró en su anterior mandato. Si gana Harris, un Congreso con mayoría republicana –sobre todo la Cámara de Representantes– podría hacer muy difícil su mandato presidencial.
Con todo, la cuestión de quién va a ganar la Presidencia es la más trascendental, no solo por su repercusión mediática y política, sino por el enorme poder ejecutivo que tiene el presidente de EEUU, en especial en lo que se refiere a política exterior, y también –en este caso– por las peculiares características del candidato republicano que le hacen representar un riesgo para la democracia en su país, y para la estabilidad y seguridad del mundo, y en particular de Europa. Muchos europeos, y de otras partes del mundo, vamos a asistir inquietos, el martes por la noche, al desarrollo una votación en la que no participamos, pero cuyo resultado puede tener repercusiones importantes en nuestro futuro.
Esperemos que entonces no tengamos que lamentar que la tardía retirada del actual presidente, Joe Biden, de la pugna electoral –probablemente responsabilidad de su entorno– haya impedido un proceso normal de elección de un nuevo candidato demócrata y haya abocado a la presentación de la vicepresidenta Kamala Harris, mujer, negra, y de ascendencia india, en un país que está lejos de haber superado mayoritariamente los prejuicios raciales y machistas. Harris carga, además, no solo con todos los aspectos negativos de la administración de Joe Biden –incluyendo la inflación– sin ofrecer nada nuevo, sino incluso cediendo a algunas posiciones republicanas, en relación por ejemplo con la política migratoria, o con el apoyo incondicional a Israel, muy negativo para algunos de sus posibles votantes. El Partido Demócrata no se lo hubiera podido poner más difícil a sí mismo. Por supuesto, Harris ha conseguido mejorar las expectativas del decrépito Biden, pero a la luz de las encuestas una mayoría de votantes preferirían, a día de hoy, a su oponente.
Las estadísticas, a las que tan aficionados son los estadounidenses, han dibujado las características tipo del votante de Trump: varón blanco con estudios bajos/medios, religioso –al menos formalmente–, trabajador agrícola o industrial, con ingresos medios/ bajos, y residente en entornos rurales o con baja densidad de población.
Solo diez de las cien ciudades más pobladas votaron en 2020 mayoritariamente por el candidato republicano. La mayor de ellas, Oklahoma City, está en el número 20 por población, y ganó allí por un punto. El tópico de la América profunda adquiere aquí realidad política constatable. Por supuesto, entre los 74 millones de electores que votaron entonces por Trump hay de todo, pero el núcleo duro está compuesto –según conocidos estudios sociológicos– por gente conservadora que defiende los valores tradicionales, entre ellos el individualismo y el horror hacia las prestaciones sociales o cualquier intervencionismo gubernamental. Que adoran a su ejército, recelan de los emigrantes o directamente los odian, añoran los tiempos de la supremacía indiscutida de su país, y no entienden ni aceptan el nuevo paradigma que surge de la mano de la tecnología, la globalización, o la ideología woke que identifican con una intelligentsia culta y urbana a la que consideran poco americana y contraria a sus intereses. Quieren que vuelva el país en el que creían vivir, con reglas sencillas y permanentes, estable, seguro y próspero. Un país hecho a su medida, aunque excluyera a millones de sus propios conciudadanos y se basara en la dominación sobre otros, en el que la única realidad aceptable era la suya. Aunque ese país nunca volverá.
Más sorprendente es que consiga el apoyo de millones de hispanos y otros latinoamericanos con derecho a voto, después de haber dicho barbaridades como que “ellos no son humanos, son animales” o haya llamado violadores genéricamente a los mexicanos
Trump ha sabido –como buen negociante– aprovecharse de estos sentimientos de sus votantes yendo directamente a la raíz de sus causas: el miedo y el egoísmo. Miedo al diferente, sea negro, hispano, asiático, o socialista. Miedo a tener que convivir con gente que le resulta ajena, a aceptar unas reglas diferentes, a tener que transigir con otras ideas, otros valores distintos a los que siempre tuvo, que pueden afectar a la estabilidad de su familia o de su comunidad. Egoísmo para defender lo suyo –por poco que sea–, y lo que considera su patrimonio común –su nación–, de la que le han enseñado a sentirse orgulloso. Un falso sentido de la justicia y la libertad que le hará rechazar cualquier acción del gobierno que quiera “socializar” lo que él ha ganado con su esfuerzo.
Con sus lemas: “Make America Great Again” y “America First”, el candidato republicano les está diciendo lo que quieren oír: volvamos a ese mundo idílico en el que todo era previsible, recuperemos nuestra forma de vida que era superior a cualquier otra. Y seamos egoístas, sin complejos, no le debemos nada a nadie, simplemente somos mejores. Este mensaje alcanza a mucha gente, desde el neonazi racista surgido de la “basura blanca” de Mississippi o Alabama, al honrado granjero de Dakota que solo quiere sacar a su familia adelante sin interferencias, pasando por el extremista evangélico horrorizado ante las nuevas ideas y los avances científicos, hasta el trabajador industrial que ve peligrar su futuro laboral por la globalización y las políticas medioambientales.
Más sorprendente es que consiga el apoyo de millones de hispanos y otros latinoamericanos con derecho a voto, después de haber dicho barbaridades como que “ellos no son humanos, son animales” o haya llamado violadores genéricamente a los mexicanos.
Hay mucha gente cuya única ideología es el dinero y creen firmemente que para ellos va a ser favorable económicamente una nueva presidencia de Trump, aunque sea un sinvergüenza
Increíble los millones de mujeres que votan a un misógino que ha presumido públicamente de que él puede tocar cuando quiera a las mujeres en sus zonas íntimas y ha sido condenado en mayo de 2023 por abuso sexual y difamación a la escritora Jean Carroll, en un juicio civil, además de otras demandas similares que tiene pendientes.
Difícil de entender cómo sensatos padres de familia pueden votar a un individuo procesado en cuatro procedimientos penales, en el primero de los cuales –el único en el que se ha celebrado el juicio– ha sido declarado culpable por el jurado de 34 delitos. Cómo personas que se consideran patriotas pueden votar a un individuo que estuvo a punto de hacer saltar por los aires la democracia en su país. Cómo gente que se considera democrática decide dar su voto a alguien que ha ofendido gravemente a las instancias judiciales cuando no le han dado la razón, ha atacado al FBI, ha elogiado a los generales de Hitler, y cada vez oculta menos sus tendencias neofascistas.
¿Qué está pasando? Será necesario que sociólogos e historiadores hagan un estudio más profundo de un fenómeno político hoy por hoy difícil de explicar. No cabe duda de que la campaña a favor de Trump en muchos medios de comunicación y en las redes sociales, regada con abundante dinero de las grandes corporaciones y apoyada por figuras mediáticas como Elon Musk, con la ayuda de cierta decepción con la administración Biden, ha contribuido a esta situación. Pero hay algo más. Hay mucha gente cuya única ideología es el dinero y creen firmemente que para ellos va a ser favorable económicamente una nueva presidencia de Trump, aunque sea un sinvergüenza.
Ojalá nos estemos poniendo la venda antes de la herida, todavía Trump no ha ganado. El miércoles lo sabremos con certeza, pero el asunto pinta mal, porque, aunque ganara Harris lo haría por diferencias mínimas, y solo una victoria contundente –absolutamente improbable– podría conducir a una situación más o menos pacífica. Trump ya ha declarado que no aceptará, de nuevo, un “fraude” electoral, lo que en lenguaje normal significa que no aceptará una derrota, y si los republicanos consiguen mayoría en el Congreso, sobre todo en la Cámara de Representantes, el asunto se puede poner muy candente, aunque en este caso es Kamala Harris, como vicepresidenta, la encargada de presidir el Colegio Electoral que debe elegir al futuro presidente. Trump ha llegado a hablar de una guerra civil si no gana, y no se puede descartar se produzcan algaradas violentas.
Estas amenazas forman parte indudablemente de una campaña de disuasión hacia mucha gente que no le apoya, pero prefiere que gane quien sea antes de que haya disturbios o violencia. Pero lo cierto es que Trump no tiene escrúpulos políticos de ninguna clase, y si pierde se puede esperar lo peor. Nunca ha estado EEUU más cerca de abandonar la senda democrática que durante el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, por el que el expresidente todavía deberá responder, a no ser que sea reelegido y consiga sepultar definitivamente sus casos penales.
A luz de lo que hizo en su primer mandato, y lo que ha dicho durante la campaña electoral, una reelección de Trump sería un desastre sin paliativos, no solo para su país, sino para todo el mundo, y en particular para Europa. En su primer mandato ya dejó claro que solo defendería los intereses de EEUU por encima de cualquier acuerdo o institución supranacional o multilateral, retirándose incluso de aquéllas que creía que no favorecían a su país.
Trump llegó a poner en cuestión –si los aliados europeos no gastaban más en armas estadounidenses– el compromiso de defensa mutua de la OTAN, a la que Europa ha confiado acríticamente su defensa, y puso en marcha una guerra comercial que podría recrudecerse si es reelegido. Además, disminuiría o bloquearía la ayuda a Ucrania, que se vería obligada a llegar a una paz negociada con Rusia –por otra parte, inevitable– en las peores condiciones, y daría luz verde al Israel de Netanyahu para completar sus proyectos genocidas y supremacistas.
Algunos creen que esto tendría un efecto positivo en el impulso de la integración política en la Unión Europea, incluida la autonomía en política exterior y defensa, ante el debilitamiento de la relación trasatlántica. Pero lo cierto es que Trump tiene ahora muchos amigos en Europa, todos los dirigentes de extrema derecha: Orbán, Meloni, Fico, Wilders, Kickl, Le Pen, mientras Scholz y Macron están en sus horas más bajas y van a durar poco en su puesto. La UE nunca ha estado más dividida, como lo prueba su incapacidad para tomar ninguna acción frente a la acción criminal del gobierno israelí, y lo más probable es que la elección de Trump no redunde en una mayor cohesión en el seno de la UE, sino en un aumento de su caos político interno.
Se ha extendido entre cierta izquierda europea la tesis de que demócratas y republicanos son iguales, dos caras de la misma moneda, dos formas de conducir la misma política imperialista y agresiva en el mundo, e incluso que los demócratas serían peores porque disfrazarían su dominación con un falso multilateralismo. Siguiendo este razonamiento, llegarían a ser partidarios de que ganara Trump para que al menos la política de EEUU se mostrara en toda su crudeza y provocara una reacción en contra.
Desde luego Harris está lejos de ser una “marxista radical” como la califica Trump, representa una continuidad en las políticas estadounidenses, igual que Biden, incluida una defensa muy poco escrupulosa de sus intereses. Ninguno es bueno, pero no son iguales, hay diferencia entre una derecha más o menos civilizada y abierta a la cooperación y a políticas progresistas como la lucha contra el cambio climático, y una extrema derecha –que es lo que Trump representa– que ha perdido cualquier rastro de vergüenza en la implementación de su supremacismo, y que además irradia una influencia enormemente negativa, en el mismo sentido, hacia el resto del mundo.
Los partidarios del “cuanto peor, mejor” deberían leer un poco de historia para constatar que lo que realmente sucede siempre es que cuanto peor, peor. La lucha contra el neofascismo, el populismo de extrema derecha, el racismo, el machismo, la injusticia, la explotación de personas o países, la degradación social y ecológica, libra una batalla muy importante el martes en EEUU. Aunque nuestra posición no tenga ningún efecto sobre su elección presidencial, al menos deberíamos tratar de no equivocarnos de bando.