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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

No es suficiente construir diques

Ulrich Brand, Hannah Schurian, Markus Wissen, Rhonda Koch
Fotografía de archivo fechada el 20 de septiembre de 2019 donde aparecen unas personas mientras participan en la Huelga Mundial por el Clima en Los Ángeles, California (EE.UU).

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Imaginemos el verano ultra-caluroso del año 2050, en una gran urbe alemana. Durante semanas, incluso por las noches, las temperaturas no bajan de los 20 grados. En las zonas urbanas densamente pobladas y de insuficiente calidad energética, se almacena el calor, mientras que en los barrios residenciales, con sus zonas verdes y jardines, se registran hasta diez grados menos.

Esto es solamente una pincelada de las desigualdades en un mundo con las condiciones climáticas completamente alteradas, y no se trata del problema más acuciante. En muchas regiones del planeta, en ese momento del futuro, crisis ambientales mucho mayores empeorarán las condiciones de vida o las hacen incluso insoportables.

Asimismo, en Alemania, los veranos de calor extremo cobrarán muertes. Con el fin de prepararnos a una frecuencia cada vez mayor de acontecimientos climáticos extremos y de crisis medioambientales, debemos asumir actuaciones a gran escala. Pero esta urgente necesidad se sigue desplazando. Incluso un país rico como el nuestro es “inadaptado” en el mal sentido de la palabra y es negligente en no tomar las medidas adecuadas.

El precio lo pagarán, sobre todo, los que menos tienen y los que son apenas responsables de la crisis climática. La adaptación climática es una cuestión social, tal vez, la cuestión social crucial de los tiempos venideros. Sin embargo, muchas veces, también lo elude la izquierda. Porque le parece defensivo y resignado el concepto “adaptación” y le suena a gestión de la escasez, por lo que no se consiguen aclamaciones. Y, según esta visión, sería mejor concentrar todos los esfuerzos en proteger el clima, en vez de conformarse ya con las consecuencias de su alteración.

Aunque, únicamente quien reconoce el desafío de los pronósticos climáticos y se vuelve consciente de las medidas de adaptación que implica la subida en dos grados de la temperatura media del planeta, puede comprender la necesidad urgente de una protección climática radical para impedir algo mucho peor. Afrontar lo que se nos viene encima y buscar respuestas colectivas, podría ayudarnos a superar la negación, el miedo y la resignación. ¿Pero qué es lo que se tendría que hacer?

Una verdadera adaptación funciona solo con una trasformación radical

En el Sur Global, ya son más palpables los daños y las pérdidas causadas por el clima. Hacen falta enormes esfuerzos de adaptación. Los movimientos de justicia climática demandan reparaciones para las “deudas climáticas” contraídas por el Norte Global, cuyo modelo de producción y modo de vida, históricamente, han sido y siguen siendo, responsables de la mayor parte de las emisiones globales. No obstante, los países industrializados occidentales eluden este debate. En vez de una solidaridad global, predomina el cierre de fronteras. Los seres humanos que huyen de las consecuencias del cambio climático, son rechazados con mayor brutalidad. Hoy en día, los países más ricos están gastando el doble para sus políticas anti-migratorias que para la financiación de medidas contra el cambio climático. Quien debe financiar las medidas de adaptación y pagar por los daños y pérdidas ocasionados en el Sur Global, sigue siendo causa de una lucha política.

También en Alemania, los desafíos son inmensos. Los veranos de calor extremo producen más casos mortales que los accidentes de tráfico. Muchas especies tradicionales de cultivo ya no se pueden plantar, una gran cantidad de especies de animales está amenazada de extinción. La adaptación ya no es solo una opción, más bien, nos la impone esta realidad. La cuestión es cómo la diseñamos y la practicamos.

La actual adaptación climática muchas veces no es proactiva, sino reactiva; no es democrática, sino autoritaria; y no es pública ni universal, sino privatizada y tecnocrática. Innumerables veces, no enfoca bien la enorme desigualdad social existente, la que se va agravando con los impactos del cambio climático. Una política de adaptación tendría que poner en el centro de atención a aquellas personas que más sufren sus consecuencias; y debería ser enfocada a garantizar unas buenas condiciones de vida para todas y todos. Para ello, tendría que romper con los estrechos límites de lo que el realismo político (realpolitik) presenta como posible, movilizando y redistribuyendo enormes recursos. Si la adaptación climática no forma parte de una transformación social-ecológica profunda, será un fracaso para la mayor parte de los seres humanos.

Las medidas reinantes

En Alemania, a nivel político se ha ido reconociendo la urgencia de este tema. No obstante, las respuestas resultan más que insuficientes. Desde hace 17 años, entidades públicas y redes científicas, bajo la dirección del Ministerio de Medio Ambiente, han ido elaborando unos análisis de riesgo detallados en el marco de la Estrategia Alemana de Adaptación (DAS, según las siglas en Alemán), abarcando la agricultura, la política forestal y hasta el tráfico y el sistema de sanidad. Los planes de acción reúnen recomendaciones detalladas; se exhortan a las administraciones municipales a elaborar planes.

Pero el volumen y la rapidez de las medidas se quedan muy detrás de las necesidades. Su ejecución es ralentizada en la jungla burocrática. Harían falta unas masivas inversiones en infraestructuras de suministro de agua potable, salud, tráfico y protección civil, pero faltan personal y medios de financiación; los municipios, agobiados por su situación presupuestaria precaria, están sobrecargados. Mientras aquí las cosas avanzan muy lentamente, en otro lado, se están dando hechos consumados sin miramientos: se siguen sellando suelos, se amplían autopistas y se erigen rascacielos de vidrio.

Además, la Estrategia Alemana de Adaptación (DAS) se concentra en medidas técnicas, tales como la construcción de diques, los sistemas de alcantarillado o las normas de edificación. En cambio, otras áreas de acción, concernientes, por ejemplo, a las políticas sociales, de salud, de vivienda y de desarrollo urbano, son apenas tomadas en consideración. En los mencionados análisis de riesgo, solo tardíamente se empezaron a tomar en cuenta los determinantes sociales de vulnerabilidad frente a los efectos del cambio climático. Hasta ahora se excluye lo que favorecería específicamente a la población de bajos ingresos y vulnerable, tales como unos modelos de financiación para el reacondicionamiento en materia de eficiencia energética, que benefician a las personas que habitan en viviendas de alquiler. Esto es un error con graves consecuencias.

Se recrudece la desigualdad

Los riesgos ambientales no tocan a todos y todas por igual, solo hay que mirar las diferencias de temperatura veraniegas entre la mansión residencial con jardín y los bloques de viviendas construidas con elementos prefabricados de hormigón. Los riesgos climáticos afectan más a aquellos que hoy en día sufren el adelgazamiento de los servicios sociales: las personas en condiciones laborales y de vivienda precarias, las personas mayores, enfermas o con algún tipo de discapacidad. La política de adaptación tendría que estar dirigida a contrarrestar estos efectos. Si se cierran los ojos ante la cuestión social, se ahondarán todavía más las brechas sociales existentes. Esto también lo demuestra claramente el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).

El efecto de todo ello se manifiesta en la política urbana. En un mercado de viviendas desregularizado, incluso unas medidas de adaptación climática razonables, tales como las destinadas a reducir las superficies selladas o a mejorar la eficiencia energética, podrán contribuir a la segregación social. La creación de “zonas verdes”, disminuyendo los efectos negativos del tráfico, podrá aumentar la valorización inmobiliaria, con la consiguiente mayor marginalización de la población pobre. La investigadora española Isabelle Angueolvski, especializada en la realidad urbana, ha analizado estos fenómenos de “gentrificación verde” a nivel mundial. Describe como la política de adaptación a nivel municipal actúa frecuentemente de arriba hacia abajo y pasa por alto a los grupos más afectados.

También la ayuda internacional en caso de catástrofes y los proyectos de reconstrucción fomentan el desplazamiento, cuando no toda la población afectada puede costearse refundar su existencia social, o incluso cuando es objeto directo de programas de reasentamiento, como, por ejemplo en Nueva Orleans después del huracán Katrina, en el año 2005. En el Sur Global, según Ivonne Yañez del colectivo ecuatoriano Acción Ecológica, también aquellos proyectos de infraestructura, que deberían servir a la adaptación o la protección climática, tienen como consecuencia la expulsión de las personas marginalizadas.

¿Es posible otra política de adaptación?

¿Cuál es la razón del rotundo fracaso de la política dominante en cuanto a la adaptación a los efectos del cambio climático? La causa yace en la política neoliberal destructiva de los últimos decenios, que también en Alemania ha arruinado a las infraestructuras sociales y materiales, recortando drásticamente el personal y diezmando los acervos de conocimiento en los aparatos estatales. Además, una política de adaptación climática es principalmente una política de infraestructuras y por lo tanto, requiere inversiones públicas. Cuando estas faltan o son bloqueadas por el equilibrio presupuestario como dogma de la política fiscal y económica, resultan considerablemente restringidas las posibilidades para una efectiva adaptación climática.

Al mismo tiempo, las previsibles dislocaciones causadas por la crisis climática serán tan incisivas que producirán problemas considerables de legitimación para la política dominante y para el estado capitalista – tanto en el interior de las sociedades como a nivel internacional. Se va a agudizar todavía más la contradicción entre la función acumulativa y la función legitimadora del estado, es decir, entre la tarea de organizar la condiciones de valorización del capital, por un lado, y por otro lado, la de asegurar el consenso en un orden societal extremadamente desigual. El hecho que este se vuelve cada vez más precario, no siempre favorece automáticamente a la izquierda, pero abre la posibilidad de intervenir y en base a un reformismo radical, desarrollar medidas que protegen —o incluso mejoran— en lo concreto las condiciones de vida de las mayorías.

¿Cuáles son las medidas que tendrían que estar en el centro de una política de adaptación solidaria y de izquierdas? ¿Y qué alianzas serían necesarias con el fin de abrir una perspectiva real de que aquellas se implementen exitosamente? Estas son cuestiones estratégicas que han de ser debatidas con premura.

Para ello, habría que reconstruir o ampliar las capacidades estatales y societales para una adaptación climática. Al mismo tiempo, es hora de reflexionar sobre los límites estructurales con los que tales esfuerzos necesariamente se topan en un estado capitalista. Sería decisivo, entre otras cosas, retomar la lucha por las instituciones estatales de adaptación y en alianza con actores progresistas dentro de los aparatos estatales (por ejemplo, en el Ministerio de Medioambiente, en la Agencia Federal de Medio Ambiente, en muchas administraciones locales y regionales), se trata de desplazar la frontera de lo que se puede conseguir. Sin embargo, esto únicamente funcionará con un cambio significativo en las relaciones societales de poder —solo cuando los movimientos sociales o las luchas laborales crean la suficiente presión política que abra espacios para estas demandas. Aunque en los últimos años haya crecido significativamente el movimiento por el clima en el Norte Global, este se concentra primordialmente— y en interés de las futuras generaciones en la protección climática y hasta ahora, apenas ha discutido cuestiones de adaptación. Desarrollar una perspectiva de justicia climática en el ámbito de la adaptación sería el próximo paso importante. Justo aquí queda particularmente evidente que la crisis climática solo puede ser enfrentada de forma internacionalista y contra los intereses del capital.

La adaptación a los efectos del cambio climático podrá limitarse a amortiguar las consecuencias social-ecológicas destructivas de un modo de producción, sin poner en tela de juicio los mecanismos de funcionamiento del mismo. O podrá entenderse como punto de arranque para una transformación fundamental de esta sociedad. Por ello tendría que hacerse fuerte ahora un amplio movimiento con capacidad de elaborar propuestas concretas.

A esta lucha se interponen varios obstáculos, pero también se presenta una oportunidad: debido a las masivas alteraciones climáticas, la política aparentemente realista del “continuar como hasta ahora” se volverá completamente inoperante con respecto a la realidad. Unos modos de producción y reproducción y estructuras de propiedad radicalmente distintos, además de una democratización de la economía, serán la única posibilidad para vislumbrar un futuro digno para todas y todos. Si la izquierda quiere tener un futuro, debe implicarse en ello.

¡Una adaptación desde la izquierda requiere más!

Una política de adaptación climática de izquierdas se destacaría por el hecho de que enfoca no solamente medidas “explícitas”, sino también las “implícitas”. Las medidas explícitas son en primer lugar de carácter constructivo y técnico: se optimiza la capacidad de los diques elevando su altura, se reconvierten suelos sellados en superficies permeables, se crean espacios climatizados. Todo ello es indispensable y podrá salvar vidas. Ahora bien, la adaptación implícita enfoca las condiciones sociales que son determinantes para el modo en que se materializan los efectos de la crisis climática. Procura proteger a los que más sufren y abre el interrogante de cómo podemos y queremos vivir.

Para una protección efectiva de los impactos del cambio climático la sociedad tendría que volverse más igualitaria. Para ello, habría que poner en práctica demandas que son esenciales para la izquierda. Van desde la remodelación energética de las viviendas de protección oficial, el fomento de la agricultura ecológica —con métodos de cultivo climáticamente resilientes y unas relaciones solidarias entre la ciudad y sus alrededores, en cuanto al suministro de alimentos— hasta la promoción de lugares públicos y huertos colectivos. Las medidas concretas de justicia ecológica van desde el desmontaje de grandes carreteras, al lado de las cuales vive la población más pobre, a favor de superficies verdes, y paralelamente, la ampliación del transporte público, hasta la mejora de las condiciones laborales en sectores como la construcción o la agricultura, caracterizados por una mayor vulnerabilidad frente a los fenómenos de crisis ecológicos. Finalmente, se trata también de acortar la jornada laboral en general, lo que favorece las condiciones del trabajo del cuidado del ser humano y de la naturaleza, cada vez más relevantes. A escala global, resultan igualmente importantes tanto eliminar las políticas anti-migratorias y garantizar fronteras abiertas para migrantes y refugiados (climáticos), como el apoyo masivo al Sur Global, para aliviar o reparar los daños climáticos. Incompatible con ello es una política climática que socava las capacidades de adaptación en el Sur Global, tal como ha sido el fomento de una movilidad eléctrica intensiva en recursos.

Estos aspectos esenciales de la izquierda no son nuevos, pero hoy en día se están volviendo más que nunca apremiantes. Los “aspectos igualitarios de la vida urbana [ofrecen] las mejores condiciones sociológicas y físicas para la conservación de los recursos y la reducción de las emisiones de CO2” (Davis 2010; véase Informe IPCC 2022), escribió Mike Davis hace más de diez años. Esto se puede trasladar, sin más, a la adaptación climática y a las zonas rurales. El horizonte de una política de adaptación desde la izquierda ha de ser el trascender la dominación social y el dominio sobre la naturaleza. En ello consiste la base para enfrentar la crisis climática de forma solidaria, para que, partiendo de lo malo, pueda gestarse algo mejor, comenzando desde abajo.

¿Qué podemos lograr?

Acerquémonos otra vez al verano ultra-caluroso del año 2050, pero esta vez bajo otro designio. ¿Qué aspecto tendría el manejo distinto, solidario, de los efectos de la crisis climática. Por supuesto que las noches tropicales seguirían empujando a muchas personas al límite de su salud. Sin embargo, al menos estaría garantizado el suministro de aire fresco y de oportunidades de enfriamiento para todo el mundo. Una aplicación pública de alerta suministraría diariamente los datos meteorológicos reales, recomendaría medidas individuales de protección e informaría sobre los espacios fríos y suministros de agua potable más cercanos. Se apoya activamente a los grupos más vulnerables de la población y si hace falta, son acompañados hacia estos espacios. Mediante la re-naturalización de superficies selladas se crearían pasillos de aire fresco. Las piscinas al aire libre son de entrada gratuita. El tráfico de vehículos motorizados ha sido proscrito en los centros urbanos y se ha reducido el espacio total de superficie ocupado por calles y carreteras. Los edificios y las superficies de aparcamiento para vehículos han sido convertidos en espacios verdes y huertos comunitarios. En las nuevas viviendas de protección oficial, el empleo de materiales de construcción naturales, el sombreado artificial y la vegetación en techos y fachadas, con efecto enfriador, hacen que se soporte mejor el calor. Muchos bloques de viviendas tradicionales han sido saneados y desde que se recuperó el control público sobre las empresas de gestión de viviendas, el nivel de los precios del alquiler habitacional protegido se mantiene bajo. Sin embargo, aún así muchas personas deciden vivir fuera de las grandes ciudades, porque resulta climáticamente más agradable. Esto es posible gracias a un sistema de transporte público rápido y fiable.

Obviamente, este mundo no sería un mundo sin problemas, sino uno con recurrentes acontecimientos climáticos extremos y permanentes crisis medioambientales. Constantemente haría falta reaccionar a fallos de suministros y a reparar los impactos. Los países más afectados del Sur Global habrían de recibir cuantiosos pagos de reparación por parte de los que, en el Norte Global, habían obtenido sus beneficios del capitalismo fósil. No solo para la protección climática, sino también para la adaptación, los daños y pérdidas para las inversiones masivas necesarias en las infraestructuras técnicas y sociales. Allí donde una adaptación es imposible, se aumentarán los movimientos migratorios. Resulta una tarea política central posibilitarles a estas personas la libertad de desplazamiento, apoyándoles para que su nueva vida sea segura.

Es a más tardar en este momento, cuando se percibe claramente la envergadura de este esbozo utópico. Un mundo en que los impactos climáticos son afrontados solidariamente y en que la adaptación se pone en práctica en beneficios de todas y todos, sería otro mundo, un mundo radicalmente transformado, que incluye necesariamente la justicia global. El camino hacia allí no es fácil. Pero si elaboramos unas políticas que no niegan los efectos climáticos, sino que los toman como punto de partida para una transformación societal, se evidencia lo que podemos ganar: un futuro por el que vale la pena luchar.

*Las/os autoras/es trabajan en el Instituto de Análisis Crítico de la Sociedad, de la Fundación Rosa Luxemburgo. Una versión ampliada se publicó en en número 2/2022 de la Revista “LuXemburg”

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