Notas para pensar y hacer políticas feministas hoy

Directora del Instituto de la Mujer —
10 de julio de 2020 21:34 h

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El movimiento feminista está hoy afrontando algunos debates de fondo que me interesan como feminista y que me llevan a aportar mi visión,  que es compartida por muchas de las compañeras con las que desarrollo mi activismo, mi trabajo y mis militancias. Creo que los debates argumentados en el feminismo son imprescindibles, necesarios y que ayudan a pensar. Al menos, a mí me ayudan. Nadie piensa en soledad y nadie piensa bien tampoco rodeado de opiniones que coinciden al cien por cien con la propia. Nadie piensa bien sin leer o escuchar a gente que opina diferente. Quien, como yo, disfrutaba de los debates argumentados en las redes, no puede sino lamentar que estas se hayan convertido en un nido de insultos y gritos en el que a cualquiera que piensa diferente se le insulta y en la que los matices están de partida excluidos, así como, parece, cualquier pensamiento complejo. Seguramente son dinámicas que las redes sociales favorecen, pero también son dinámicas sociales y políticas alentadas por ciertos sectores a los que dicha polarización favorece. En la polarización suele ganar (a corto plazo) quien más simplifica la realidad, quien la describe en blanco o negro, quien es capaz de construir un enemigo común, quien pone a competir con eficacia al penúltimo contra el último y, sobre todo, quien saca ventaja política de dicha polarización. En el feminismo pasan muchas cosas, pero la actual polarización no es en nada diferente a la polarización política general. En el feminismo pasa lo mismo.

Las profundas fracturas que han aparecido en el feminismo español en el momento en que este parecía más fuerte no responden a una única causa. Es verdad que hay una pugna por la hegemonía dentro del feminismo; sería extraño que no fuese así. En política, la lucha por la hegemonía, por el poder en definitiva, siempre está presente pero la disputa por la hegemonía en el movimiento feminista supera y desborda las militancias partidarias, aunque, obviamente, los partidos juegan aquí un papel. La disputa en el feminismo tiene que ver con la aparición incontenible de un feminismo joven, surgido de las carpas del 15M, que se transformó en el 8M, y que vino a hacer el relevo generacional que las más veteranas llevábamos mucho tiempo deseando. Este se produjo por fin y desbordó a los partidos tradicionales y los límites institucionales. El feminismo institucional, representado desde siempre por el PSOE y ahora también por Podemos, se vio con las calles llenas de jóvenes que iban por libre, desbordando también las agendas de los partidos y, de paso, antiguos y consolidados liderazgos. Esto, que ha convertido la convivencia y el aprendizaje entre generaciones en una de las fortalezas del movimiento feminista, ha generado también muchas tensiones. Nadie pierde su espacio sin pelearlo.

Algunas feministas creen ver en el momento actual una repetición de las llamadas “guerras del sexo”, una guerra cultural de los 70 y 80 vivida en EEUU fruto de un momento muy concreto de la historia política norteamericana; pero a veces más que describir la situación parece que la desean. La comparación no es pertinente, nada regresa de la misma manera y mucho menos a un mundo tan diferente de este actual. Las actitudes sociales frente a la sexualidad, herencia de un puritanismo bien conocido, han dado lugar a una legislación y a políticas sobre el sexo completamente diferentes aquí y allí (hay estados en los que todavía existen prohibiciones sobre determinadas prácticas sexuales realizadas en la intimidad; y en cuanto a la prostitución, el prohibicionismo y el castigo a las prostitutas han sido las únicas políticas -junto con la regulación- que se han puesto en práctica).

Desde aquellas guerras ha llovido mucho y el mundo es otro bien diferente. La prostitución y la pornografía se han transformado en otra cosa (al menos en parte) y también lo ha hecho la crítica feminista que las conceptualiza. La conversión de prostitución y pornografía en una mega industria global y sus consecuencias en la economía mundial, así como la creación de un mercado global de cuerpos femeninos que necesita utilizar mujeres pobres como materia prima, ha hecho emerger un abolicionismo fuertemente anticapitalista, mucho más preocupado por un cambio social que combata el sistema prostitucional que por el punitivismo. El abolicionismo actual ha construido una teoría crítica capaz de describir a la prostitución como una institución fundadora de un sistema de dominación, de explicar sus vínculos con el neoliberalismo global y las consecuencias sociales que dicha institución tiene en la construcción de la igualdad entre mujeres y hombres; es decir, se ha puesto el foco en su funcionalidad o, como dice Fraser,  en los significados que codifica. La mirada se ha vuelto hacia el sistema prostitucional en su conjunto y hacia los hombres y su irresponsabilidad respecto a la deshumanización y cosificación de las mujeres.

La prostitución no es, en efecto, la única cuestión que nos divide a las feministas. Estamos hablando de una teoría crítica, de una práctica política, que explica y combate la desigualdad de la mitad de la humanidad; una humanidad que vive en pueblos y ciudades, que es rica y mayoritariamente pobre, que es indígena en México, negra en EE.UU, gitana en Madrid o blanca en Sydney, que trabaja por un salario o que trabaja de manera gratuita, que es funcionaria o limpiadora, que lucha por la tierra en Nigeria o que lucha por el derecho a sindicarse en Bangla Desh. Una teoría crítica, por tanto que necesariamente, tiene que interseccionar con otras teorías críticas que buscan explicar el mundo y combatir la desigualdad. El debate intrafeminista ha sido teóricamente muy rico y nos ha hecho ir construyendo ciertos consensos con los que avanzar. Siempre estamos en movimiento pero avanzamos más cuando somos capaces de construir consensos internos y sentido común hacia el exterior.

El feminismo que surge del movimiento mundial de indignación que recorre el mundo en 2011 da lugar a la Cuarta Ola que convierte el feminismo en el movimiento social más masivo de los últimos tiempos, y es fruto de consensos mayoritarios. Se caracteriza por una agenda que puede que no sea nueva (nada en la desigualdad de las mujeres puede serlo del todo) pero que sí lo es en cuanto a la masiva adhesión que genera. Por una parte es mayoritariamente autónomo no sólo de los partidos, también de la Academia. En segundo lugar es de raíz claramente anticapitalista (incluso aunque no se enuncie de esta forma). Es decir, es profundamente consciente de que la opresión de las mujeres está basada en la división sexual del trabajo y sus consecuencias, con la división de la esfera público/ privada y la asunción en esta última del trabajo gratuito de los cuidados. Está más preocupado por el suelo pegajoso que por el techo de cristal. El feminismo de la Cuarta Ola sabe que así no podemos seguir porque así no se puede vivir.

La tercera cuestión sobre la que este feminismo se levanta es la denuncia de las violencias sexuales, la enormidad de su extensión. No hace falta explicar la importancia de movimientos como el Me Too o las reacciones a la sentencia de La Manada. Es el feminismo de la indignación. Después de décadas de igualdad formal, las jóvenes comprueban cada día que están muy lejos de ser efectivamente iguales. Que las violencias sexuales nos atraviesan a todas, que la desigualdad relacionada con la división sexual del trabajo (eso que parecía tan antiguo) está plenamente vigente y que el patriarcado encuentra formas muy efectivas de reforzarse. Y hay que decir que una gran parte de este movimiento (en mi opinión la mayoría) es muy crítico con el sistema prostitucional, lo que significa un enorme cambio dentro del feminismo,  puesto que antes del 15M el feminismo institucional era mayoritariamente abolicionista mientras que el feminismo autónomo (con todas las objeciones que se quieran poner) era mayoritariamente regulacionista. No se puede negar el cambio: vueltas hacia las cuestiones estructurales, las jóvenes perciben claramente la línea que une violencia patriarcal, desigualdad y capitalismo con la prostitución. Este feminismo consigue meter en la agenda política el tema de la crisis de los cuidados y de la necesidad de poner la vida en el centro, tal y como las economistas feministas llevaban tiempo exigiendo.

Y sin embargo, estas cuestiones clave en la Cuarta ola desaparecen en la actual polarización del debate en el movimiento feminista, cuyos polos en conflicto tratan de introducir una agenda mucho menos ambiciosa y conservadora; se está produciendo un repliegue que busca una vuelta a los 80 saltándose la última década. En esta vuelta quienes pierden influencia (y poder) tienen mucho que ganar. Es una vuelta a las disputas identitarias y por el reconocimiento que ya estuvieron sobre la mesa con el debate Fraser/Butler en el que Fraser, sin negar la importancia del reconocimiento para las minorías oprimidas, introduce la cuestión de la redistribución sin la que la igualdad es imposible. Redistribución no sólo de dinero sino de tiempo, de valor social, de valor simbólico, de cuidados, igualación en la ciudadanía. Derechos de reconocimiento, obviamente, porque sin ellos se vive en la humillación. Derechos de redistribución, porque sin ellos no se puede vivir.

Estoy, pues, de acuerdo en que la cuestión de la prostitución no es la única que nos divide pero en completo desacuerdo con que la cuestión de los derechos de las personas trans y la de la prostitución, o los vientres de alquiler, sean cuestiones siquiera relacionadas entre sí, como quieren situarnos quienes buscan polarizar. Ni lo son ahora, ni lo han sido nunca por más que aquí, tanto las defensoras de la regulación de la prostitución como las contrarias a los derechos de las personas trans, deseen poder construir espacios que no se comuniquen para evitar las fugas, es decir, para reagrupar las filas y hacerlas crecer en torno a un enemigo común, algo que es una estrategia bien conocida en toda práctica política; además de que sirve para construir espacios de liderazgo. Esta polarización pretende que todo el feminismo se posicione o bien como contrario a los derechos trans y abolicionista o bien como queer y regulacionista de la prostitución. En esa polarización no hay nada que ganar. El movimiento abolicionista es diverso y en absoluto contrario a los derechos de las personas trans. De hecho, conocidas feministas radicales como MacKinnon o Dworkinn han dejado clara su postura favorable a los derechos de las personas trans y su inclusión en el feminismo como sujetos. No son las únicas. Muchas mujeres trans son feministas radicales y abolicionistas. Es especialmente interesante el movimiento abolicionista trans surgido en Latinoamérica de las enseñanzas de mujeres trans que ejercieron ellas mismas la prostitución, como Lohana Berkins.  Muchas feministas transinclusivas somos también críticas con la teoría queer. No es este el lugar para analizar un corpus teórico muy extenso, diverso y complejo pero para las feministas radicales la teoría queer yerra a la hora de describir el patriarcado; esto es, el poder. Pero, sobre todo, al asumir que el poder emana del lenguaje, deja muy poco margen para la lucha contra ese mismo poder. El lenguaje instituye al sujeto, el lenguaje lo deconstruye y el poder se pierde en esa operación. En opinión de muchas feministas,  la teoría queer no define bien al patriarcado y en ocasiones parece que lo reduce prácticamente a la heteronormatividad, por no hablar de la imposibilidad de traducirla a políticas públicas.

Una gran parte del abolicionismo, en el que con muchas compañeras me incluyo, es actualmente partidario de un abolicionismo no punitivista,  transinclusivo, que aporte propuestas concretas desde un compromiso firme con los Derechos Humanos y claramente crítico con el sistema que construye y refuerza la división sexual del trabajo (la prostitución, por cierto, es una de las máximas expresiones de esta división sexual). Quienes creemos que la abolición de la prostitución es uno de los mayores retos feministas (y de la humanidad en su conjunto) de este siglo sabemos que para ganar el abolicionismo tiene que abrirse a todas las personas abolicionistas y no excluir a nadie que lo sea. Esta experiencia de transversalidad por un objetivo común es lo que le hará ganar. Cuanto más se cierre, cuanto más excluya a personas abolicionistas, con las que se pueden compartir o no otras cosas, más se alejará de convertirse en hegemónico dentro del feminismo. No hay nada más ventajoso para el regulacionismo (que siempre se presenta unido) que romper el abolicionismo en uno de sus mejores momentos, y lo mismo para el feminismo.

El movimiento feminista seguirá construyendo sus debates, como nunca ha dejado de hacer. Apuesto, con muchas compañeras, por un feminismo intergeneracional y con memoria, abolicionista, interseccional,  hermanado con las luchas LGTBI y que ponga el foco en la lucha contra las violencias machistas tanto como en la redistribución de la riqueza, del tiempo y de los cuidados. Un feminismo con autonomía y procesos propios, que desborde partidos e instituciones aunque entienda la virtud de aunar esfuerzos desde todos los ámbitos y generando complicidades y alianzas entre todos ellos. Los debates del movimiento feminista no pueden ser la excusa para erosionar su enorme fortaleza y hegemonía en nuestra sociedad. No podemos dejar pasar la oportunidad de construir en común y con sororidad un mundo y un país más feminista, que tendrá que ser, necesariamente, sin cosificación y mercantilización de las mujeres y las niñas.