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Una nueva guerra fría acecha a Europa

Director de gabinete y estrategia internacional. Ministerio de Derechos sociales y Agenda 2030 y diplomático
Gente esperando para subirse al bus en Medyka, frontera sureste entre Polonia y Ucrania

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Puede parecer osado abordar un asunto como este, pero, aunque cueste mucho pensar en algo que no sea la condena más rotunda de esta invasión y la necesidad de poner fin a esta masacre, es necesario poner las luces largas.

La espiral actual parece conducirnos a una prolongación del conflicto y con esto me refiero a que, incluso una vez terminados los combates y alcanzado un alto el fuego, cualquiera que sea la situación en Ucrania, el conflicto entre Rusia y los países occidentales puede enquistarse dando nacimiento a una nueva “guerra fría” en la que se reproduzcan los viejos problemas que padeció el mundo tras la segunda guerra mundial.

Uno de los pilares básicos que nos permitieron poner fin a aquella losa fue el reconocimiento de lo que se conoce como “indivisibilidad de la seguridad”, es decir, que un país o bloque de países no pueden incrementar su seguridad a costa de la de otros o, dicho de otra manera, que la seguridad de cualquier estado es inseparable de la de otros en su región. 

Aunque nadie discute la validez del principio de igualdad soberana de los Estados y, por lo tanto, de su libertad para tomar decisiones, no es menos cierto que la comunidad internacional ha admitido que, en algunas ocasiones, puede haber límites a esa soberanía. 

Tal ha sido el caso de Irán y su programa nuclear con quien parte de la comunidad internacional adoptó estrictas medidas para evitar que ese desarrollo pudiera conducir a obtener capacidad nuclear militar que pudiera desestabilizar los difíciles equilibrios en una región como Oriente Próximo. 

También se produjo una clara limitación de la soberanía de Cuba con el caso de los misiles soviéticos en su territorio, cuya instalación no admitieron los EEUU con el pretexto de que ponía en riesgo su seguridad y que estuvo a punto de desencadenar una guerra nuclear.

La forma de alcanzar ese equilibrio en Europa se hizo a través de la negociación y la diplomacia. Con ese espíritu se convocó la Conferencia sobre la seguridad y la cooperación en Europa en 1973 cuya Acta Final -firmada simbólicamente en Helsinki- marcó un antes y un después en las relaciones de seguridad en Europa. El documento reconocía “el carácter indivisible de la seguridad en Europa” y el “interés común en el desarrollo de la cooperación” como forma de regir nuestras diferencias en el futuro.

Gracias a este importante hito, el concepto que se afianzó en Europa fue el de “seguridad cooperativa” que buscaba alcanzar la seguridad por medio del acuerdo y, por tanto, el consentimiento mutuo, entre los actores internacionales involucrados en el sistema. Fue un gran hallazgo ya que, en lugar de utilizar la amenaza o uso de la fuerza coercitiva para subsanar nuestras diferencias, los europeos acordábamos –una vez más- sentarnos a una mesa para alcanzar soluciones.

La caída del muro de Berlín y el derrumbamiento del mundo bipolar hizo temer por todos estos logros de la diplomacia, pero la “Carta de Paris para una Nueva Europa” firmada en 1990 puso fin a aquellos miedos al señalar que “la seguridad es indivisible y la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás”. 

Así las cosas, llegamos a 1997, año en el que se firma el Acta fundacional OTAN-Rusia que parecía allanar el camino a la ampliación de la Alianza Atlántica e incluso creaba un comité conjunto entre ambos. Javier Solana, entonces Secretario General de la organización, afirmaría en un discurso pronunciado en la Academia General de Zaragoza poco después que “ni la OTAN ni la ampliación plantean amenaza alguna para Rusia”.

Sin embargo, las diferencias comenzaron a aparecer muy poco después cuando Polonia, Hungría y la Republica checa pasaron a formar parte de la Alianza Atlántica en 1999 con la firme oposición de Rusia que veía esa expansión no como fruto de la cooperación sino como un hecho impuesto. Aunque no consta documento escrito público alguno que certifique que los EEUU dieron garantías de que la OTAN no se ampliaría a algunos países de la extinta órbita soviética, lo que está claro es que los principios de indivisibilidad de la seguridad y seguridad cooperativa que sustentaban la arquitectura de seguridad europea desde 1975 estaban seriamente dañados y acabarían de saltar por los aires unos años más tarde.

Esa arquitectura tan laboriosamente construida se resquebrajó de manera irreversible en 2008. Por un lado, con el llamamiento formulado por el entonces presidente de los EEUU, George W. Bush, a Ucrania y Georgia a formar parte de la OTAN en la Cumbre de Rumania de abril de 2008, en contra del criterio de un buen número de países europeos, incluidos Francia y Alemania. Y por el otro, con el estallido del conflicto entre Georgia y Rusia pocos meses después, en agosto de 2008, como respuesta a lo anterior.

El conflicto en Ucrania nos vuelve a mostrar el enorme coste que provoca la falta de acuerdo y entendimiento. Es necesario evitar una nueva bipolaridad apostando por las vías diplomáticas y de negociación para poder encontrar una salida. Si queremos evitar una nueva guerra fría es posible que la solución sea convocar una nueva Conferencia Internacional sobre la seguridad y la cooperación en Europa como aquella que se convocó en 1973 cuando las circunstancias lo permitan. El coste de no hacerlo será infinitamente mayor.

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