Una nueva institucionalidad para España
El amontonamiento de acontecimientos políticos (elecciones continuas, investiduras infernales, crisis internas de todos los partidos, sobre dramatización de cualquier discrepancia…) nos lleva a observar la política con el frenesí de un carrusel deportivo, lo que dificulta percibir los ruidos de fondo. Ha fracasado la investidura del siglo. En cuanto nos recuperemos tendremos la sentencia del juicio del siglo (con condenas, probablemente sí, de otro siglo). Quién sabe qué acontecimiento histórico tendremos después, si las movilizaciones en Cataluña del siglo, una nueva movilización secular de los de Colón o un último intento de investidura contra reloj. Y seguramente tendremos también la repetición de alguna de las elecciones con sus posteriores investiduras, salvo que tengamos acuerdos (por supuesto históricos) en todos los sitios donde hoy parecen imposibles.
Tras esta sucesión de pequeñas crisis subyace una gran crisis. En sus últimos artículos, Javier Pérez Royo lleva alertando, con razón, sobre la crisis institucional que está viviendo nuestro país. No se trata sólo del procedimiento de investidura, sino del desmoronamiento completo del sistema institucional de 1978. No se trataría tanto de una crisis de régimen (en el sentido que se describió desde el 15M) sino de la disfuncionalidad de instituciones y normas pensadas para el sistema de partidos, la cultura política y el momento histórico de hace 40 años.
No es que se desmorone el régimen, es que las instituciones no están siendo útiles para que el régimen político funcione ni permiten que cambie.
La particularidad de la crisis es que son precisamente los mecanismos que en los años de la Transición se diseñaron para dar mayor estabilidad al sistema político los que ahora imposibilitan su funcionamiento y agigantan los riesgos de colapso. La rigidez con la que se pretendió blindar el edificio constitucional en 1978 es hoy su mayor debilidad: como esas construcciones que, construidas rígidamente para evitar tambalearse, se parten en cuanto hay una ventolera importante.
Así, un sistema electoral pensado para fomentar el bipartidismo (y potenciar su sesgo conservador) es, con cinco partidos nacionales y la mayoría parlamentaria catalana fuera del juego nacional (hoy sería imposible un acuerdo de legislatura con ERC o JxCat mientras que Pujol fue el complemento perfecto a Felipe González y Aznar cuando no tenían mayoría absoluta), un palo en la rueda de la gobernabilidad. La moción de censura constructiva (pensada básicamente para que fuera imposible su éxito) generó un gobierno inestable en minoría absoluta en vez de unas nuevas y más funcionales elecciones tras la (primera) condena a la estructura corrupta del PP. Finalmente, un modelo de investidura que busca gobiernos muy estables está siendo un obstáculo casi insalvable para que haya siquiera gobiernos.
La madre de todas las paradojas está en el blindaje que la Constitución se dio en sus aspectos fundamentales y que hoy hace impensable una posible reforma para poner al día y hacer funcionales nuestras instituciones. En su ansia por garantizar la estabilidad, los constituyentes del 78 diseñaron un edificio institucional de una enorme rigidez. Para actualizarlo haría falta una mayoría de dos tercios del Congreso, una mayoría de dos tercios del Senado, nuevas elecciones, la misma mayoría cualificada en ambas cámaras y un referéndum… En un país que no está siendo capaz de encontrar fácilmente mayorías simples sólo en el Congreso para poner en marcha gobiernos ordinarios en autonomías y en el Estado central.
Una reforma institucional de España que haga nuestro Estado más flexible y funcional no colma los cambios que necesita España (tenemos urgencias sociales, medioambientales, democráticas, civiles…), pero sí es condición necesaria para poder afrontar los verdaderos problemas. No habrá cambios progresistas de calado y con cierta estabilidad sin un edificio institucional funcional y, a diferencia de hace ocho años, un desmoronamiento institucional puede perfectamente traer un giro reaccionario muy peligroso para la democracia. Pero incluso para las fuerzas conservadoras, el actual panorama no debería ser muy alentador: si bien la falta de institucionalidad impide, para su satisfacción, toda alteración sustantiva del statu quo, los pasos agigantados hacia el colapso pueden ser una moneda al aire que podría ser catastrófica para su idea de España y para los intereses que defienden.
El principal aprendizaje de estos años es lo lejos que está la política de ser una actividad previsiblemente racional. Pero si fuera racional, si los diferentes actores buscaran maximizar sus intereses por encima de inercias sectarias, al día siguiente de alguna investidura (pues algún día habrá alguna) se pondrían a dialogar para intentar llegar a unas nuevas reglas de juego… Que hagan que se pueda jugar.