Odiar el fútbol
Uno de los problemas que seguimos sin solucionar es este de que España nunca sea del todo un país y mucho menos una nación. ¿Qué es entonces? Es sobre todo una ideología: llamémosla “España”. Pese a los muchos cambios experimentados en las últimas décadas, su nombre no es fácilmente separable, en efecto, de una cierta visión del mundo, no mayoritaria, que penetra y se apropia todas las palabras y todos los símbolos, incluida la bandera. No importa lo que realmente ocurra en las calles y en las casas, cuánta diversidad abriguen nuestras lenguas y nuestros cuerpos, “España” sigue catalizando una visión particular, interesada y excluyente, del mundo. “España”, quiero decir, se enorgullece de su pasado imperial, maltrata a los inmigrantes, odia a los más débiles, se burla del feminismo, rechaza la democracia; vota a Vox o a Alvise o, en todo caso, a la derecha. Ni siquiera un triunfo deportivo, como el que se acaba de vivir, consigue reunir “España” y los españoles; enseguida hay un grupúsculo sectario y viril que deja fuera de “España” a buena parte de sus habitantes.
Frente a esa ideología (que se muestra de nuevo pujante), la respuesta de la izquierda radical solo puede ser igualmente ideológica. Si Alvise, Vito Quiles, Abascal son los españoles, nosotros no queremos serlo, de manera que reivindicamos con orgullo la condición de Anti-España y de anti-españoles que el discurso histórico de las derechas excluyentes ha forjado contra la realidad misma de nuestro país. Durante unos días, salvo para unos cuantos fanáticos desinhibidos y unos cuantos independentistas rezongones, en la alegría pura de un vasco negro y un catalán moro, que metían goles con la camiseta roja, pareció caber mucha gente. La izquierda habló de la España real, de la España diversa, de la España plurinacional con un entusiasmo ingenuo que olvidaba que la “diversidad” no es una ideología sino un hecho y que ese hecho incluía, desde luego, a Nico Williams y Lamine Yamal, pero también a los que la niegan ideológicamente. Parte de la decepción posterior, frente a las imágenes de la celebración, tiene que ver con esta idea de que la diversidad es “de izquierdas”: de que constituye el triunfo de una ideología mejor: de que confirma la superioridad por fin de la Anti-España. No es así. Es solo un hecho que se hace visible pocas veces y de cuya visibilidad excepcional debemos alegrarnos sin exaltarnos.
Esa es la peligrosa confusión. ¿Creíamos que siete partidos de fútbol y dos chavales ejemplares iban a hacer la revolución pendiente? ¿Que un gol de ensueño y una sonrisa gigante iban a acabar con el racismo? ¿Que esa reunión fugaz de España y los españoles iba a deshacer el empate político a nuestro favor? El juego y el equipo de la selección española representaban, sí, la diversidad; es decir, la normalidad no ideológica; la celebración posterior, en cambio, ha restablecido, de manera también normal, la ideología “España” y sus cochambres: el gesto descortés de Carvajal, los insultos a Lamine, la reivindicación de Gibraltar.
Podríamos decir que la victoria en la Eurocopa ha sido de los españoles y la celebración, de “España”. Parte de la izquierda se complace ahora en este regreso para recordarnos –a los que nos hemos dejado llevar por la belleza de los partidos y la alegría inocente de Nico y de Lamine– que no hay más España que “España” y que no se puede resignificar; que España es un lodazal fascista; que está perdida para siempre. Pero si no se puede resignificar, ¿por qué luchamos los españoles de izquierdas? ¿Por la independencia de Euskadi y Catalunya? ¿Por la democracia en Colombia? ¿Por la soberanía económica de los brasileños? ¿Por la justicia social en Chile? ¿Por los derechos de los inmigrantes en EEUU? ¿Abandonamos entonces a los españoles en manos de la derecha matona, los jueces prevaricadores, los periodistas trileros y los ricos que defraudan a Hacienda? ¿Entregamos a Nico y a Lamine, alegres españoles, a los racistas?
Nos gusta mucho eso de “dar por perdida España”; es muy de izquierdas y, aún más, es la forma izquierdista de ser “español”. Nos produce un oscuro deleite de fatal confirmación el hecho de que la torpeza de la celebración haya venido a desmentir la belleza de la victoria: “ya os lo había dicho yo”. Ahora bien, si no se debe exagerar su valor político, el éxito de España en la Eurocopa tampoco es baladí. Al igual que en las vacunas, parasitadas por el capitalismo, también hay algo objetivamente bueno, bello y verdadero en el fútbol que hemos visto estos días, en el placer desinteresado de los jugadores, en la imagen de Lamine sentado en el cesped con su hermanito en los brazos, en la rara correspondencia, por una vez, entre el juego y los resultados.
Durante años me alejé del fútbol por razones ideológicas; reprimí mi deseo de ver partidos o los vi solo de manera clandestina y casi adúltera, como ese personaje de Alejandro Zambra que no se atrevía a contarle a su novia, activista comunista, su pasión por el estadio. El fútbol, digamos, reúne dos vertientes que lo hacen virtualmente universal. Una es objetiva: la conexión entre la geometría y la carne, la revelación de los límites en el espacio, la colectivización de una pequeña esfera en movimiento, el descubrimiento pasmoso de la inteligencia de los pies. Contiene además una vertiente subjetiva: el placer de la filiación adventicia, de la identidad provisional y de la disputa autosatisfecha; la tensión de una rivalidad que, como la de los buenos chistes y los buenos poemas, se resuelve (o debería resolverse) en los límites del campo. Una, la vertiente objetiva, es parasitada y corrompida por el capitalismo, que sustituye el juego por el espectáculo y el mito por el negocio; la otra, la subjetiva, es parasitada y corrompida por pasiones supremacistas y frustraciones sublimadas; en nuestro caso, por la ideología “España”, que se filtra en los estadios como se filtra en las escuelas, en las instituciones y en las redes.
Al día siguiente del gol inolvidable de Lamine contra Francia, estuve tentado de escribir un artículo para aconsejarle que se retirara antes de que fuese demasiado tarde, que aprovechara “la plenitud del ser” (esa que, según Schelling, capturó para siempre el discóbolo de Mirón) para ponerse a cubierto de la corrupción asociada a las estrellas esclavas (la de la Fifa, la de la RFEF, la de los países del Golfo) y protegerse del regreso inevitable de “España”, que no le perdonará que un día falle un gol cantado y que le echará la culpa, si así ocurre, de la derrota en el próximo Mundial. “España” no sabe ni ganar ni perder; si gana, es un imperio en el que no se pone el sol, arrogante y machirulo; si pierde, el hazmerreír del mundo, merecedor de todas las humillaciones y todas las bofetadas. Mientras gane, “España” se sentirá orgullosa de su “diversidad”. Cuando pierda, a “España” le gustará tener a mano un negro vasco y un moro catalán a los que echar la culpa de su “decadencia”. “España” odia el fútbol y ama a “España”, en la que no caben ni la belleza ni la pluralidad ni la propia España.
El mundo es horrible; el fútbol, una fosa séptica. La guerra lame Europa; el genocidio israelí sigue dejando caer sus bombas sobre niños que admiran a Lamine; el cambio climático voltea las estaciones y derrite el Ártico. ¿Tendremos que sentirnos culpables o avergonzados por gozar de un momento de objetiva belleza colectivizada? El mundo no cambia por eso; no se transforma “España” después de eso. ¿Habrá que claudicar entonces y limitarse a enunciar grandes verdades en habitaciones pequeñas? No me parece una buena idea. A veces con pereza, a veces con asco, a veces también con placer, habrá que disputar todos los conceptos y todos los fenómenos compatibles con los Derechos Humanos (o que los refuercen) en los que quepa mucha gente: la patria, la democracia, la libertad; la calle, las instituciones, las redes. También el fútbol, que siguen millones de personas a las que no podemos reprochar sus emociones objetivas y subjetivas. Y también habrá que disputar, sí, las celebraciones, porque la risa, el baile y el canto no son ni de izquierdas ni de derechas; son tan universales como el pan que se niega a los más pobres o el agua que embotella la casa Coca-Cola. El placer y la belleza de la victoria de España no puede ser desmentida por la cochambrosa celebración de “España”, pero no cambia nada o casi nada. ¿Es eso cierto? No cambia nada o casi nada, salvo porque hace deseable, para muchos españoles sin patria, esa España rara y compleja, republicana y federal, integradora y justa, que no debemos entregar, cargados de razón, a la “españolez” y sus delirios excluyentes.
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