El odio y la esperanza. Memoria de Víctor Jara
“Canto que ha sido valiente
siempre será canción nueva“
Víctor Jara, “Manifiesto”
En este año en que se cumple medio siglo del golpe de Estado dirigido por Augusto Pinochet en Chile y patrocinado en la sombra por la CIA, el historiador y periodista Mario Amorós nos ha regalado una preciosa biografía de Víctor Jara (La vida es eterna. Biografía de Víctor Jara, Ediciones B, 2023). El título nace de uno de los versos de la canción “Te recuerdo Amanda”, la más célebre de cuantas compuso el cantautor chileno y, sin duda, uno de los más bellos poemas de amor jamás concebidos, resonante durante décadas alrededor de todo el mundo en las más ilustres voces, aparte de la de su autor: en la de Serrat y Joan Baez, en la de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Raimon o Robert Wyatt. Y, por supuesto, en aquella poderosa y sobrecogedora voz de la gigantesca Mercedes Sosa que parecía manar del vientre de la tierra y que impresionó al mismo Víctor Jara.
La alumbró en 1968 en la ciudad natal de Shakespeare (Stratford-upon-Avon), abrumado por la lejanía de su mujer y sus hijas. Amanda era el nombre de su madre, la cantora campesina que le transmitió el amor por la música y a quien él atribuía la felicidad de su infancia, y Amanda es el nombre de su hija. Y Joan Jara, la compañera de su vida, quien sostuvo también su cuerpo exangüe y roto entre los brazos y quien desde entonces ha luchado sin darse tregua por hacerle justicia y mantener vivo su legado, al preguntarse si la canción se había inspirado en una o en otra, se respondió que ambas, madre e hija, latían en su interior: “contiene la sonrisa de su madre y la promesa de juventud de su hija”.
El libro de Mario Amorós es uno de esos libros que merecen ser leídos pero no guardados después en el escueto recuerdo de uno mismo. Es de esos libros acerca de los que se ha de hablar, de los que deben ser compartidos, pues no alcanzan del todo su propósito hasta que no ruedan por muchas manos. Merece ser regalado a quien se quiere; hay que sacarlo a colación en las reuniones de amigos y familiares; hemos de estimular ante todo que sea leído por los más jóvenes. Ha de ser mucho más que un libro.
La vida es eterna es igualmente una obra rigurosa, como todas las que ha dado a luz su autor, respaldada por un meticuloso trabajo de investigación y documentación. No se revivifica un mito; se narra la verdad contrastada, algo muy de agradecer en los tiempos de proliferación de patrañas que padecemos.
A lo largo de casi cuatrocientas páginas se nos relata la existencia intensa de un hombre dotado de excepcional creatividad y capacidad de trabajo, armado de asombrosa generosidad, profundo sentido de la justicia y ternura: los años de su niñez, cuando escuchaba fascinado a los campesinos que cantaban y contaban historias mientras deshojaban mazorcas de maíz bajo la luz de la luna; el duro crecimiento a partir de los diez años de edad en Santiago de Chile y el insaciable deseo de aprender; su formación en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile y su admirada labor como director. Dejó la impronta de su conciencia social tanto al dirigir obras de dramaturgos chilenos (de Alejandro Sieveking, de quien fue compañero en la Escuela de Teatro y con quien colaboró a menudo) como de autores extranjeros (la célebre Viet Rock, de la norteamericana Megan Terry, por ejemplo, la primera obra teatral que abordó la guerra de Vietnam). Le atraía del teatro a Víctor Jara su vertiente de “realización colectiva” y le sirvieron después las técnicas teatrales aprendidas para la presentación de sus canciones, del mismo modo que había volcado en el teatro su talento musical.
Más tarde vino el regalo de su primera guitarra, que lo colmó de alegría, y el feliz encuentro con Violeta Parra, quien tanto para Víctor Jara como para el resto de creadores de la Nueva Canción Chilena abriera todos los caminos. Otro libro muy recomendable para todo el que desee conocer al magnífico ser humano que existió bajo la leyenda de la gran cantautora es la biografía escrita por Víctor Herrero A., quien, al igual que hace Mario Amorós con Víctor Jara, convierte en título un verso de una de las más universales canciones de ella, “Volver a los 17”, tantas veces escuchada por millones de personas en todo el planeta como sus “Gracias a la vida” (Después de vivir un siglo. Violeta Parra, una biografía, Lumen, 2017).
Vino la dedicación plena a la canción. Precisamente en la conocida como Peña de los Parra, fundada por los hijos de Violeta, Isabel y Ángel, se inició Víctor Jara como cantante solista. Dirigió al conjunto Quilapayún a lo largo de años de estrecha colaboración. Mario Amorós nos cuenta el emocionante tránsito por canciones que han alcanzado la condición de himnos: “Plegaria a un labrador”, “Vientos del pueblo”, “Manifiesto” y tantas otras.
Las canciones fueron herramienta de su acción política como militante comunista y de su férreo compromiso con la Unión Popular que llevó a Salvador Allende a la presidencia de Chile y al pueblo chileno a rozar con los dedos la realidad de la justicia social. Y, simultáneamente, su compromiso proporcionó la savia de sus canciones. No hubo, como no la ha habido nunca para ningún gran creador, contradicción alguna. Es mentira que el compromiso destruya la calidad del arte, siempre fue mentira. “Todos mis poemas han sido inspirados en la realidad y en ella tienen fundamento y hacen pie”, escribió de su propia obra Goethe en 1823. Así también todas las canciones de Víctor Jara.
El relato llevado a cabo por Mario Amorós de los últimos días del cantautor, que se atiene rigurosamente a los hechos comprobados y desmiente truculentas leyendas de mutilación, puede conmover hasta las lágrimas. El autor ha confesado que resultó muy dura la investigación sobre esta parte de la vida de Víctor Jara, y me imagino que lo habrá sido no sólo por la ingente cantidad de documentos del procedimiento judicial que ha debido examinar, sino también por la propia dureza de los testimonios. Los hechos son bien conocidos, a pesar de que cada año, por estas fechas, docenas de cretinos vuelvan a intentar negarlos o manipularlos: el asedio de la democracia y el estrangulamiento de su economía, el bombardeo del Palacio de la Moneda, la disposición del Estadio Chile y del Estadio Nacional como centros de detención y tortura de miles de presos políticos, las desapariciones, los campos de concentración. En la Vida es eterna se nos narran de manera descarnada, además, detalles estremecedores acerca de la detención de Víctor Jara el 12 de septiembre en la Universidad Técnica del Estado, a donde había acudido para cumplir hasta el final con su trabajo, como había pedido Salvador Allende, y del salvaje tormento al que se le sometió en el Estadio Chile.
Es el más escalofriante de los odios aquel con el que logran contaminar los poderosos incluso el espíritu de personas corrientes cuando temen la pérdida de sus privilegios por la rebelión de los humildes, de los siempre olvidados. ¿Hasta qué punto debe haberse corrompido un corazón humano para golpear a un semejante indefenso hasta reventarlo y burlarse de él entonces gritándole: “¡vamos, canta ahora!”?
La dureza desoladora de su final no debe, sin embargo, ensombrecernos tanto como para nublar el resto de su biografía, preñada de bondad, anhelo de vivir y hermandad con los millones de personas que cada día desean tejer sus propias vidas en paz.
Recoge Mario Amorós la respuesta de Víctor Jara, muy poco antes de morir, a la pregunta de qué era para él la Patria. “Amor a mi hogar, a mi mujer, a mis hijas”, dijo. “Amor a la tierra que me ha ayudado a vivir”, también “a la educación y al trabajo”, “amor a los demás, que trabajan por el bienestar común”, “a la justicia”, “a la paz para gozar de la vida”, “a la libertad”, “no a la libertad de unos para vivir de otros, sino la libertad de todos”.
A una patria semejante podemos sentirnos llamados de todos los países del mundo y en ella podemos unirnos y reencontrarnos con la imborrable sonrisa de Víctor Jara.
8