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El odio como herramienta de construcción política

Imagen de diversas apps de Redes Sociales

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En la era de las redes sociales asistimos a una pauperización espiralada del debate público. Los discursos de odio proliferan con velocidad en una suerte de vacío donde el rechazo de quienes se oponen a ellos de buena fe, no hace más que amplificarlos. Para aquellos a los que nos resulta inaceptable, debemos pensar nuevas estrategias para combatir la deshumanización intencional a la que nos expone esta violencia.

Cuando la política y el discurso de odio se fusionan, los resultados son dramáticos. La historia del siglo XX es testimonio claro de esto. La política en el siglo XXI no debe contaminarse de odio; no puede repetir la historia como si se tratara de ciclos de terror y olvido. Sin embargo, en todo el mundo observamos a sectores minoritarios montarse sobre este tipo de violencias para construir poder: la crisis económica generada por la pandemia ha sido, además, aprovechada en pos de sus fines.

La estrategia de quienes impulsan el odio tiene objetivos claros: el primero de ellos es silenciar al otro. Amnistía Internacional en su informe Toxic Twitter identificó este efecto en la agresión online que sufren las mujeres: “El objetivo de la violencia y del abuso es crear un entorno en línea hostil para las mujeres con el propósito de humillarlas, intimidarlas, degradarlas, menospreciarlas y silenciarlas”. El odio es, entonces, enemigo de uno de los derechos fundamentales de la democracia: la libertad de expresión. Lo virtual es real. Así es como estos sectores minoritarios y violentos, desde el anonimato que garantizan las redes, logran visibilidad. 

Diferentes líderes políticos buscan aglutinar y construir liderazgos alrededor de esos discursos de odio otrora dispersos. Se edifica un marco de ideas que abarca desde las teorías conspirativas, el individualismo extremo y la superioridad racial, hasta la negación del discurso científico; una suerte de terraplanismo político que cuando observa que los hechos no confirman sus marcos ideológicos, procede a ignorarlos. “La función del prejuicio es preservar a quien juzga de exponerse abiertamente a lo real y de tener que afrontarlo pensando”, entendió Hannah Arendt.

La paradoja es que estos espacios políticos construyen su comunicación y sus liderazgos como si fueran recién llegados: una política sin políticos. El discurso de odio hacia los dirigentes, la antipolítica, es el mascarón de proa de una estrategia que busca, como fin último, deslegitimar la democracia. Cuanto más se degrade el debate público menos posibilidades habrá de intercambio plural y democrático. Así es como ganan quienes ya poseen poder y no necesitan de la política ni de la democracia, a las que tanto desprecian.

Quienes buscamos construir una sociedad donde el odio sea apenas una expresión marginal, tenemos que tener conciencia de nuestra propia responsabilidad y de la fragilidad de nuestros lazos comunes. Si admitimos la proliferación de estos discursos, estamos faltando a esa responsabilidad. Para impedir la deslegitimación de la democracia, ésta deberá dar respuesta a los grandes problemas de las mayorías.

¿A qué proyecto favorece una política que incorpora para sí la lógica de los trolls y las fake news? ¿A qué intereses sirve el deterioro de la calidad del debate democrático y su capacidad de alcanzar consensos? Sin duda a aquellos que aspiran a saltarse el control ciudadano y democrático de la cosa pública.

Los dirigentes -independientemente de su color político- que trabajamos para construir una atmósfera saludable de discusión política, debemos redoblar esfuerzos. Desde aquí, en América Latina, y hasta la Unión Europea, las diversas fuerzas políticas con verdadero espíritu democrático debemos mostrar que es posible un camino de diálogo. Un diálogo en el que las discrepancias y la dialéctica argumentativa se impongan sobre el odio y la descalificación.

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