Olvidarse el riñón encima de la mesa
Hace ahora tres semanas dejé de entrar en la red X, huyendo no de insidiosos bulos y venenosos fakes sino –digámoslo así– de “los nuestros”, capaces a menudo de crear una atmósfera tan irrespirable como las ultraderechas y sus bots explosivos. Ahora me entero de que la degradación de este espacio virtual, en manos de los algoritmos de Musk y sus huestes de asesinos digitales, ha llevado al diario La Vanguardia a anunciar, a través de su director, su retirada de la red social; anuncio al que ha seguido una cascada de defecciones de periodistas relevantes y miles de usuarios activos cuya decisión ha generado una lógica polémica. ¿Hay que salirse o quedarse?
No lo sé. Pienso en voz alta. Si X es una casa, sin duda conviene mudarse a otra habitación más confortable y mejor caldeada donde sea posible mantener una conversación sosegada entre amigos; y donde sea posible razonar y polemizar sin insultos.
Si X es un espacio público, entonces vale la pena también regresar a otros más tradicionales en los que sea posible diferenciar una información de una opinión de una postura ideológica de una mentira intencionada.
Si X es un vicio, quizás conviene refugiarse en los más clásicos: el juego, el sexo, la bebida.
Si X es un campo de batalla, entonces debemos ser conscientes de que vamos perdiendo.
Todo parece invitar, pues, a dejar ese recinto ponzoñoso. Ahora bien, quizás debamos ampliar el alcance de nuestra crítica para dirigirla al formato mismo de los intercambios digitales. Lo he contado muchas veces así. ¿Qué es un ordenador conectado a la red? ¿Es una herramienta como el martillo? ¿Una técnica como la escritura? ¿Un territorio como lo son Valencia o América? ¿O es, sobre todo, un órgano como lo son el riñón o el páncreas? Probablemente, es todas esas cosas a la vez. Puede ser una herramienta de trabajo o de conocimiento muy útil y hasta un asidero lenitivo para vidas difíciles; es sin duda una técnica basada en una complicada programación numérica cuyos arcanos conocen unos pocos, pero que se pueden aprender; y es asimismo un territorio en el que ocurren acontecimientos y por el que nos movemos a toda velocidad. Pero es sobre todo un órgano. Siempre pongo este ejemplo: si tenemos que colgar un cuadro sacamos el martillo de la caja de herramientas y, una vez hemos clavado la alcayata en la pared, lo devolvemos a ella. Un martillo no entraña la obligación de usarlo; solo en una pesadilla o en un relato distópico (como lo es el cuento de las zapatillas rojas de Andersen) podemos imaginar un objeto que se incorpora de tal manera a nuestro cuerpo que no podemos quitárnoslo de encima: un martillo, por ejemplo, que nos obligase a clavar clavos sin parar por el solo hecho de tenerlo en la mano. Las herramientas han salido de nuestros cuerpos y felizmente no pueden volver a ellas: por eso, en algún sentido, amplían nuestra libertad. Eso no ocurre, en cambio, con los órganos. No tenemos por qué llevar nuestro martillo a la compra, a la universidad o de excursión al campo, pero no podemos decirnos por la mañana mientras nos vestimos: “hoy voy a ir al trabajo sin mi riñón derecho”. Pues bien, una conexión a internet se parece más a un riñón que a un martillo; frente a ella nuestra libertad queda reducida a la decisión negativa de la desconexión, que es tan traumática, en algún sentido, como la de decidir desconectar a un enfermo de la respiración asistida que lo mantiene con vida.
Esta dimensión orgánica de las nuevas tecnologías se impone a través de la facilidad y de la velocidad, que impiden las narrativas largas y degradan la atención. No se nos puede culpar a los usuarios y de nada sirve que se nos aleccione sobre el buen uso de las redes: nadie puede acusarnos de tener un riñón y nadie puede enseñarnos a utilizar nuestro hígado: funcionan –y por eso estamos vivos– por su cuenta. Podemos decir, pues, que hay, sí, una herramienta y una técnica y un territorio encerrados bajo esta vida espontánea que se nos impone orgánicamente, pero que solo podemos reconocerlas y activarlas reprimiendo su dimensión orgánica. Todo lo que tiene de ventajoso un ordenador conectado a la red se nos revela luchando contra él. Ahora bien, una tecnología que únicamente nos descubre sus virtudes cuando se la reprime es una tecnología fundamentalmente mala, como es fundamentalmente malo el crecimiento de las células que llamamos “cáncer”. Algunos usuarios heroicos, particularmente disciplinados, serán quizás capaces de este ejercicio de libre represión: el que permite reducir un órgano a herramienta. Pero no se puede juzgar una tecnología (y aún menos a sus usuarios) a partir de algunas victorias individuales tan raras como excepcionales.
Así que no está claro que X sea una casa ni que en otras habitaciones se viva mejor: o que en otras habitaciones no se viva enseguida igual de mal. Tampoco está claro que, cuando se llamaba Twitter, fuese sustancialmente más compatible con el pensamiento y la conversación. En tiempos de velocidad estructural, en los que la nostalgia reivindica pasados cada vez más próximos, la tendencia a idealizar las redes del año 2015 dice más acerca de nuestra angustia que del mundo digital. Recordemos, sin ir más lejos, el modo en que el malogrado Mark Fisher caracterizaba el “Twitter de izquierdas” como una “zona miserable y desesperante”.
Tampoco es evidente que las redes sociales sean “espacios públicos” y no más bien espacios privados cancerosos que han devorado lo público. Lo han hecho de tal manera que los espacios políticos tradicionales (parlamentos, periódicos e incluso tribunales) han pasado a depender de ellas e incluso a configurarse a partir de ellas.
¿Será al menos un vicio? No lo creo. Aunque nuestra relación orgánica con ellas remeda muchas de las dependencias de las adicciones, no puede decirse que sea un vicio por el mismo motivo que no puede decirse que vivir lo sea. Beber en exceso puede ser un vicio; segregar colesterol y proteínas no. No somos “viciosos” de internet; vivimos ahí y vivimos a veces de eso.
Dicho esto, hay que aceptar al mismo tiempo que, a causa precisamente de su dimensión orgánica, no podemos salir de sus mallas o al menos no podemos salir de ahí por el momento, en un contexto de capitalismo neoliberal y ocio proletarizado. En el campo, entre los árboles, se vive sin duda mejor, pero entre árboles no vive ya casi nadie. Vive mucha más gente en internet. En los barrios, en los bares, en las camas, todavía hay gente real, sí, y habrá que defender los bares, los barrios y las camas; pero incluso a los bares, los barrios y las camas llevamos ya nuestro riñón derecho. Queramos o no, habrá que dar la batalla allí donde la batalla se plantee; es decir, en todos los lugares donde se reúna gente, y ello incluye las redes sociales. Pero no nos hagamos ilusiones, por favor, sobre su carácter emancipador. Las redes son un campo de batalla, no un instrumento de liberación y mucho menos de liberación antropológica. La liberación antropológica (y esa es una parte esencial de la batalla) consistirá, en todo caso, en promover la represión de las redes para apoderarse de la herramienta, la técnica y el territorio que abrigan en su interior; y para desproletarizar el ocio trasladándolo al exterior, donde los cuerpos lentos se frenan los unos a los otros.
Ahora bien, la pregunta inicial se mantiene: ¿nos salimos o no de X? La cuestión no es si hay que abandonar internet; es la de si concretamente la red social de Musk constituye uno de nuestros campos de batalla. Las redes sí, ya lo hemos dicho, nos gusten más o menos. ¿Pero X? No lo sé. Es probable que ya no sea más que un avispero de bots que se responden unos a otros en un espacio cerrado. Y en el que no queda nadie a quien convencer de nada. O en el que, desde luego, ninguna información puede neutralizar un bulo y ninguna opinión razonada puede desactivar un insulto. O quizás algunas erráticas almas digitales siguen vagando solas por esos campos minados, expuestas al veneno trumpista, y nuestro deber es no abandonarlas. No tengo una respuesta clara; y desde luego no tengo ni valor ni talento como guerrero virtual. Personalmente entiendo muy bien a los que se van para intentar reprimir desde dentro la vida digital y desproletarizar desde fuera el ocio. Pero personalmente admiro mucho a los que no se rinden y se quedan ahí para seguir colgando buena información o visibilizando heridas que los periódicos desatienden; para seguir luchando hasta el último minuto, en fin, en una habitación asfixiante que se parece cada vez más, en la derecha y en la izquierda, a un mingitorio público y un matadero zombi.
El dilema mismo ya dice mucho de la relación de fuerzas. La batalla de las redes hay que darla, escogiendo bien, como en todas las batallas, el terreno más favorable. La batalla de las redes la estamos perdiendo; y la estamos perdiendo porque tenemos menos recursos, claro, pero porque sucumbimos también a su dimensión orgánica, entre el puro corazón y los intestinos sueltos. La batalla de las redes, en cualquier caso, no debe hacernos olvidar que es ahí afuera, en el mundo, donde la lluvia mata y donde el sol nos seca la ropa.
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