Nuestro mundo está marcado por la crisis climática, el aumento de las desigualdades y la erosión de la democracia. Vivimos en una época impregnada de incertidumbre permanente, caracterizada por tensiones ecológicas, económicas y geopolíticas que no solo anuncian el colapso de un modelo, sino también el surgimiento, aún en ciernes, de algo nuevo. En estos momentos de inestabilidad, recae sobre nuestros hombros la responsabilidad de ofrecer imaginarios alternativos, de proyectar nuevas utopísticas. Sí, utopísticas: no visiones idealizadas de un futuro perfecto, sino, como diría Immanuel Wallerstein, «horizontes de transformación creíbles, mejores y posibles desde un punto de vista histórico». Este, creo yo, es el verdadero papel de la economía social: constituirse en una alternativa democrática, ecológica y feminista frente a un sistema que ha agotado su capacidad de respuesta.
Escribo estas líneas desde Nueva Delhi, en el marco de la Conferencia Cooperativa Mundial, donde se inaugura el próximo Año Internacional de las Cooperativas. En este espacio de intercambio global me doy cuenta de dos aspectos fundamentales: el presente y el prometedor futuro de la economía social, y el liderazgo que España ha asumido en esta materia.
La economía social desafía la lógica reaccionaria de los tiempos complejos que habitamos. Nos permite afrontar los grandes retos no restringiendo libertades y derechos, sino ampliándolos. Este modelo redefine las coordenadas de la economía tradicional, consolidando un suelo social para nuestros derechos fundamentales y respetando el techo ecológico que impone nuestro planeta.
En este sentido, la economía social es una herramienta de democracia económica en un momento en el que los fundamentos mismos de nuestras democracias están amenazados. Es también una apuesta sólida por una transición ecológica justa en un contexto de crisis climática exacerbada. Además, ofrece un camino innovador para avanzar hacia una transformación digital con derechos, poniendo la tecnología al servicio de las mayorías sociales. Por último, y no menos importante, es un modelo feminista que reivindica la inclusión y la dignificación de los cuidados. En definitiva, la economía social demuestra que, tras décadas de devastación neoliberal, existe una forma diferente —y mejor— de hacer las cosas.
Por todo ello, podemos sentirnos profundamente orgullosos del papel de España como referente mundial en economía social y cooperativa, un liderazgo que quedó patente hace más de un año con la coordinación de la primera resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre esta materia. Desde la distancia, aquí en India, lo afirmo con convicción, aunque plenamente consciente de los desafíos que aún debemos superar: la economía social es, sin duda, un auténtico orgullo de país.
Este éxito no es fruto de la casualidad. Se debe, principalmente, a un sector dinámico y a un Gobierno que, por primera vez en democracia, ha situado a la economía social en el centro de sus prioridades. Un ejemplo claro de este compromiso es que España es uno de los pocos países del mundo que incluye el término «Economía Social» en el nombre de un ministerio.
En los últimos cuatro años, hemos apostado de forma decidida por un modelo que no solo fomenta un crecimiento económico más inclusivo, sino que también ofrece mayor estabilidad en un contexto de desorden y contribuye a reducir las desigualdades. Las empresas y entidades de economía social, guiadas por principios como la primacía de las personas y el fin social del capital, generan trabajo decente y promueven la inclusión y no discriminación. Un ejemplo claro es su contribución a la igualdad de género, reflejada en menores brechas salariales entre hombres y mujeres.
Además, estas empresas integran a colectivos de personas trabajadoras que enfrentan mayores barreras para acceder al empleo, mostrando así una sensibilidad social que rara vez se encuentra en la economía convencional. Su impacto se extiende también a áreas rurales y municipios pequeños, donde ayudan a generar empleo y fomentan la cohesión territorial, un elemento esencial para combatir el despoblamiento y reforzar el tejido social de estas zonas.
Conscientes de este enorme valor añadido —que a menudo escapa a los índices macroeconómicos tradicionales—, el Ministerio de Trabajo y Economía Social impulsó el PERTE de la Economía Social, respaldado por una inversión histórica de más de 2.500 millones de euros. Este proyecto ha permitido fortalecer iniciativas como cooperativas de energía y de vivienda en cesión de uso, cooperativas de cuidados, sociedades laborales y una banca ética, entre otras fórmulas empresariales que redefinen y abordan los grandes desafíos que tenemos como país.
Han pasado casi dos siglos desde que, el 24 de octubre de 1844, un grupo de 28 tejedores, inspirados por el socialismo utópico, fundó la Sociedad Equitativa de los Pioneros de Rochdale, el hito fundacional del cooperativismo. Uno de los primeros socialistas españoles, Fernando Garrido, escribió tras una visita a Rochdale un breve texto titulado La cooperación. En él, afirmaba: «Bajo cualquier aspecto que se las considere, estas asociaciones merecen la atención del filósofo, del estadista y del filántropo, porque son un síntoma del progreso intelectual de las masas populares y llevan en su seno el germen de profundas transformaciones económicas y políticas».
Han cambiado muchas cosas desde Rochdale, pero nuestra atención permanece intacta. Hoy, según la Alianza Cooperativa Internacional, el sector cuenta con mil millones de miembros y genera más de cien millones de empleos en todo el mundo. A pesar del tiempo transcurrido, el cooperativismo y la economía social siguen siendo el germen de las transformaciones profundas que necesitamos para afrontar la incertidumbre, la desigualdad y la crisis climática.
Desde Rochdale hasta Nueva Delhi, desde el siglo XIX hasta nuestros días, el cooperativismo y la economía social siguen siendo sinónimo de esperanza: la posibilidad concreta de un mundo mejor. Una utopística que, pese a todo, ya comenzamos a acariciar.