La semana pasada se hizo público que el Pleno del Tribunal Constitucional ha otorgado amparo tanto al político vasco Arnaldo Otegi como al exdiputado canario Alberto Rodriguez. Salvo por los cuatro votos particulares discrepantes habituales, en apariencia ambos supuestos no guardan relación: se trata de hechos distintos, el fundamento de las resoluciones del Tribunal Supremo que ahora se anulan no es equiparable y también son diferentes los derechos fundamentales afectados.
No obstante, una vez más, el análisis conjunto de ambos casos permite constatar una reiterada y preocupante arbitrariedad en la concesión de medidas cautelares dirigidas a salvaguardar los derechos fundamentales de los recurrentes. El art. 41.3 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC) prevé que la finalidad del recurso de amparo es “restablecer o preservar” los derechos y libertados lesionados. Y a tal fin las medidas cautelares (art. 56.2 LOTC) sirven al Tribunal Constitucional para garantizar la efectividad de sus futuras sentencias cuando considere que existe un riesgo de que el recurso pierda su finalidad. La idea es sencilla y lógica: de poco serviría reconocer que se ha producido una vulneración de derechos fundamentales si el daño causado fuera ya irreparable.
Ahora bien, debe tenerse en cuenta que la singular naturaleza del Tribunal Constitucional le obliga a conceder estas medidas solo de forma excepcional, con suma prudencia y atendiendo a parámetros definidos con claridad, puesto que estamos hablando siempre de resoluciones firmes que gozan de presunción de constitucionalidad, por lo que la mera interposición del recurso de amparo “no suspende los efectos del acto o sentencia impugnados” (art. 56.1 LOTC). Pues bien, supuestos como el de Otegi y Rodriguez son paradigmáticos de una práctica totalmente desconcertante y opuesta a lo deseable que necesita ser revisada.
El Tribunal Constitucional mantiene desde hace décadas que para otorgar una medida cautelar debe concurrir un doble requisito consistente en que el perjuicio ocasionado con la ejecución del acto o sentencia sea no solo irreparable, sino que haga perder al recurso de amparo su finalidad. En otras palabras, que se corra el riesgo de convertir la futura sentencia en papel mojado. No obstante, debería ser denegada si su concesión conlleva un perjuicio grave a un interés constitucional o a un tercero. En cambio, no se valora (o no se debería valorar) si el recurrente tiene o no razón, por lo que la medida cautelar y el futuro sentido de la sentencia quedan a priori desvinculados.
Con arreglo a estos parámetros, Otegi había solicitado al Tribunal Constitucional que durante la tramitación del recurso de amparo se dejara en suspenso la repetición del juicio del caso Betaragune ordenada por el Tribunal Supremo en 2020 tras la anulación de su inicial condena por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en noviembre de 2018. En el caso de Alberto Rodríguez fueron dos los recursos de amparo interpuestos: uno contra la condena por delito de atentado a los agentes de la autoridad (que ahora se ha anulado) y otro contra la decisión de la presidenta del Congreso de los Diputados de retirarle el acta como consecuencia de la condena, que sigue pendiente de resolver. En este segundo recurso Rodríguez también solicitó una medida cautelar consistente en poder mantener su acta de diputado hasta que se dictara sentencia o finalizara la legislatura.
Ambos recurrentes adujeron la existencia de un daño irreparable en caso de celebrarse de nuevo el juicio (Otegi) y de privarle de su escaño (Rodriguez) que haría perder la finalidad del recurso, puesto que en el primer caso ya habría tenido que soportar el trance de sentarse en el banquillo (vulnerándole el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva) y en el segundo era más que probable que la legislatura ya hubiera finalizado, como así ha sido. Además, no parecía que existieran razones para pensar que su concesión pudiera provocar un perjuicio grave a un interés constitucional o a un tercero (Otegi, en particular, había salido de la prisión de Logroño cuatro años antes, en marzo de 2016).
En efecto, en un mundo donde la justicia se impartiera con inmediatez, fórmulas como las medidas cautelares serían innecesarias, pero la realidad nos demuestra que estamos lejos de ese escenario (ambos recursos han tardado más de dos años en resolverse) y que a veces resulta inevitable acudir a ellas para lograr una tutela judicial adecuada y garantizar un resultado justo, en especial cuando lo que está en juego son derechos fundamentales. Tanto es así que el Tribunal Constitucional es la única jurisdicción donde las medidas cautelares pueden ser adoptadas de oficio, esto es, sin que lo solicite ninguna de las partes.
Aunque todo parece indicar que el riesgo de un daño irreparable era atendible en ambos casos, el Tribunal Constitucional resolvió de modo distinto en uno y otro supuesto. Mientras que a Otegi –a mi entender, con buen criterio– le fue concedida la medida cautelar porque la repetición del juicio hubiera provocado convertir en “meramente ilusoria” (así lo dijo el Tribunal Constitucional) la futura sentencia, no apreció “urgencia excepcional” en resolver la medida cautelar solicitada por el ya exdiputado de Podemos. De hecho, tan poca urgencia apreció que hoy todavía no ha resuelto la petición ni en un sentido ni en otro, medio año después de haber finalizado la XIV legislatura, convirtiendo la lesión en definitivamente irreparable.
Lo anterior resulta todavía más desconcertante cuando se acude a otros supuestos similares resueltos estos últimos años, donde las decisiones pendulares del Tribunal Constitucional con respecto a la necesidad de preservar las funciones propias del cargo electo (art. 23.2 CE) son tan contradictorias como inexplicables. Así, mientras que en determinados supuestos no solo se concedió la medida cautelar solicitada, sino que además se hizo utilizando la todavía más excepcional vía de urgencia prevista en el art. 56.4 LOTC (tal fue el caso del recurso de amparo interpuesto por doce diputados del Partido Popular en diciembre de 2022, donde incluso se llegó a paralizar de forma inédita la tramitación de una proposición de ley en las Cortes Generales para salvaguardar sus derechos), en otros se denegó argumentando que su concesión supondría avanzar indebidamente el contenido de una futura sentencia (como sucedió con el recurso de amparo interpuesto ese mismo año por un diputado de la CUP en el Parlament de Catalunya después de serle retirada el acta de diputado debido a una condena penal por un delito de desobediencia).
En definitiva, si las medidas cautelares pueden suponer la diferencia entre una sentencia meramente declarativa y una sentencia capaz de cumplir las funciones de restitución y preservación de derechos que nuestro sistema encomienda al Tribunal Constitucional, convendría abrir una reflexión profunda sobre la coherencia con la que se accede a su concesión, no solo por elementales razones de seguridad jurídica, sino también para evitar las continuas sospechas de conveniencia y parcialidad que están minando su credibilidad frente a la ciudadanía.