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Menos Pactos de La Moncloa y más Pactos de Bruselas (o de París, Roma, Madrid…)

Del relato de la Transición que emergió a mediados de los años 90 quedó instalada la idea de que el pacto de los partidos políticos, el consenso, es bueno por sí mismo. Y no necesariamente es así. Una decisión política es legítima o ilegítima en primer lugar por el origen del poder de quien la toma y por cómo la toma; y después esa decisión es buena o mala por el contenido sustantivo de la decisión. En 1977 las grandes decisiones políticas gozaban de una legitimidad precaria: había un gobierno elegido en urnas, sí, pero sin un andamiaje constitucional más allá de la Ley para la Reforma Política, formalmente la octava Ley Fundamental del régimen franquista.

Sin entrar en mayores profundidades, es razonable que el gobierno de Suárez intentase maximizar la legitimidad política de cada paso que diera el país incluyendo a cuantos más partidos y agentes sociales mejor, especialmente a aquellos que aportaban el pedigrí democrático de haberse opuesto a la dictadura y que seguían en la oposición: eso valía para las políticas económicas en un momento de severa crisis e inmensas carencias sociales heredadas del franquismo y para el proceso constituyente que tenía que llevar a una nueva y sólida legitimidad democrática.

La situación actual en España poco tiene que ver con aquella. España goza de un gobierno que puede gustar más o menos pero que tiene plena legitimidad democrática, en un Estado constitucional por mucho que merezca una importante revisión en muchos aspectos. En nuestra situación el consenso no es una necesidad democrática sino una comodidad muy deseable para el Gobierno por cuanto la oposición se compromete con las líneas generales de la política económica y por tanto, se diluye. Más consenso es siempre menos pluralismo y por tanto es deseable en aquellas cuestiones en las que el pluralismo es una debilidad: puede ser razonable el consenso contra el terrorismo o contra el virus o en defensa de la democracia y las libertades pues parecería deseable que todas las posiciones políticas relevantes en nuestra sociedad estuvieran contra el crimen y la enfermedad y a favor de los principios democráticos; pero que haya consenso sobre las políticas económicas es una anomalía.

La bondad del disenso y el pluralismo no justifica la política tóxica y carroñera a la que nos acostumbra nuestra derecha siempre que hay una catástrofe: entre el consenso y la campaña de acoso mediante mentiras, manipulaciones, insultos, inventos, bots y anónimos comprados… haya una escala de grises que no está mal explorar. Pero en 2020 tenemos un gobierno democrático y legítimo que tiene que tomar decisiones de acuerdo con las orientaciones políticas con las que fue elegido y apoyándose en una mayoría parlamentaria con una orientación progresista, federalista y pensemos que ecologista y feminista. Ahí todos podremos discutir, matizar, sumar… y es razonable que el pluralismo político ofrezca diversas recetas y que con diálogo se pueda construir una salida de la crisis que incorpore las mejores propuestas. Pero en absoluto es imprescindible recuperar el consenso para adoptar los cambios económicos y sociales necesarios con absoluta legitimidad.

No sólo el momento institucional actual es muy distinto del de 1977. También lo es el ámbito desde el que intentar luchar contra la crisis económica. En los años 70 España necesitaba construir, además de una democracia, una economía moderna y un Estado social tras 40 años de atraso. La modernización del país podría abrir la posibilidad de incorporarse a Europa en un mundo en el que las economías nacionales todavía tenían un enorme peso. España necesitaba, al menos como puente, una solución española.

Hoy, sin duda, España necesita adoptar medidas sociales, económicas y cambios estructurales: recuperación de los servicios públicos, de la sanidad, la ciencia, reindustrialización, modernización de la movilidad, economía de cercanía… y una fiscalidad justa que permita afrontar esos retos. A estas alturas resulta bien evidente que es imposible una solución española sin una gran solución europea.

Tenemos cercana la lección de hace apenas 10 años: no hubo ningún país que consiguiera una salida a su crisis en clave nacional y desde entonces ha sido un consenso que la vía de la austeridad no aceleró la salida de la crisis sino que sólo sirvió para agravar sus efectos más crueles. En 2010, además, la alternativa a una Europa soberana, democrática y garante de los derechos era una Europa sometida a la banca alemana. En 2020 ya no es así: la alternativa a una Europa europea (de todos los europeos) es el desmembramiento y el sometimiento de los distintos países de Europa a potencias mundiales (Trump y China, fundamentalmente, a la espera de Putin) ante la renuncia de Europa. El papel que China está teniendo en la salida de la crisis sanitaria evidencia esa disyuntiva. Quizás los gobiernos de Alemania y Holanda debieran replantearse el escenario que están fomentando y escuchar más las propuestas solidarias con Europa de los Partidos Verdes locales o ellos mismos acabarán sin mercados ni soberanía ni futuro.

Es Europa donde hoy cabe buscar grandes acuerdos que inauguren un nuevo escenario político, institucional, económico y social para las próximas décadas. Es Europa el único espacio en el que podremos tener políticas soberanas. Pero también es Europa la que lleva décadas renunciando a tener un sólido andamiaje institucional de profunda legitimidad democrática y ha preferido ser un conglomerado de gobiernos con capacidad para vetar las decisiones urgentes, cualquier avance positivo… Hemos llegado al punto en que España no puede ser España sin Europa. Pero lo mismo cabe decir de Alemania, Holanda, Italia, Francia… No hay más que ver el apoyo que las fuerzas disolventes supuestamente patrióticas (desde Le Pen a Abascal pasando por Boris Johnson u Orban) reciben de Trump o Putin: no es probable que su entusiasmo se deba al amor por Francia, España o Hungría sino más bien a sus ganas de alejarlas de Europa para dominarlas desde fuera.

Es posible que la miopía o la inercia de los gobiernos del norte de Europa encalle pensando que sigue siendo posible una Europa dominada para beneficio su banca y su industria. En tal caso, es una cuestión de supervivencia que la gran mayoría de gobiernos europeos (los que han demostrado estar a la altura apostando por una respuesta compartida) alcancen acuerdos para avanzar, para apoyarse mutuamente y establecer relaciones institucionales, económicas e industriales que intenten, además, arrastrar pronto al conjunto de Europa. Si Alemania y Holanda no permiten avances de toda Europa, que no nos frenen a la mayoría de países: si no puede haber Pactos de Bruselas, que sean del Mediterráneo… mientras seguimos peleando para que sea toda Europa la que salga de la crisis con fuerza, con democracia y con futuro.

Defender a España, los derechos sociales, ecológicos y sanitarios de los españoles sólo es posible desde un andamiaje económico internacional sólido, que sólo será respetuoso con España si es compartido y democrático. No necesitamos unos Pactos de La Moncloa, o al menos no son prioritarios, porque no es en Moncloa donde están las flaquezas que pueden evitar que salgamos de la crisis con dignidad. Si en los años 70 España necesitaba consensos para salir de las carencias sociales, económicas e institucionales con una nueva legitimidad democrática, hoy esa necesidad no está en Moncloa, está en Bruselas.