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Mientras mi padre se moría

Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital de Madrid.

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Mi padre con 93 años estuvo 35 días en una planta COVID de un hospital público de la Comunidad de Madrid. Las estadísticas y los análisis sobre la pandemia desde esa planta se entienden diferente. Tras tres cuatro semanas allí, nos avisaron para fuéramos a despedirnos. En la puerta del hospital se filtraba la entrada con un “¿a dónde va?”. Responder que a la tercera era un inmediato, “lo siento mucho. Tenga cuidado que se mete en la boca del lobo. Necesita una mascarilla de las buenas”. En el hall de la planta todo era silencio. Sólo estábamos los que veníamos a ver a los más graves. Había que esperar hasta que alguien del personal entrara o saliera para avisarle de que tenías que entrar. Después volver a esperar a que los sanitarios que estaban en permanente actividad, tuvieran un hueco para darte el EPI. En ese tiempo había silencio, cada uno andaba metido en su propio dolor. El dolor que hay detrás de la pandemia. Una mezcla de tristeza, incapacidad y espera sin esperanza. Me cuesta expresar la suma de sentimientos.

Mi madre quería –tenía que– entrar a despedirse. Han estado 60 años casados. Es una persona que no se vale por sí misma y necesitaba que entráramos con ella. “No tenemos EPIs para tantos”. Allí estaba otra mujer que venía a despedirse de su abuela. Una enfermera se puso a buscar en otras plantas y consiguió lo que pudo. Nos distribuimos los EPIs con la solidaridad que requería el momento y utilizamos nuestras propias mascarillas porque no encontró otras. Para el resto de la familia la despedida fue una video–llamada. Hubo un adiós y también un “voy a pelear hasta el final ”.

Mientras mi padre se moría, Tomás Díaz Ayuso, Luis Medina y Alberto Luceño estaban especulando con las mascarillas que necesitábamos. 

Durante dos años presidí la Comisión de Endeudamiento de la Asamblea de Madrid. Allí se puso de manifiesto el sobrecoste de 2.700 millones de euros de los hospitales hipoteca de Esperanza Aguirre, los 700 millones de sobrecoste de los peajes sombra de la M45 que ahora reconoce el Tribunal de Cuentas o los de la Ciudad de la Justicia que sigue cerrada. Al final de la legislatura el Pleno de la Asamblea aprobó un informe que fue remitido a la Fiscalía Anticorrupción. No me cabe duda de que en Madrid hay un problema de corrupción institucional. Durante casi 30 años se ha generado una cultura política que ha permeado en lo administrativo que facilita los sobrecostes, los negocios entre amigos y familiares y los proyectos sin sentido. Sin embargo, no parece tener impacto en la opinión pública.

¿Nos gusta que nos roben? ¿Por qué no reaccionamos? Con la distancia que da el tiempo, y no estar ya en política, me parece que señalar exclusivamente la corrupción institucional tiene dos problemas. El primero es la dimensión. Cantidades con tantos ceros que se nos hacen inabarcables. Cuando nos hablan de miles de millones no nos hacemos idea. La segunda es la despersonalización. Detrás del derroche y la corrupción está la cultura de gestión del PP, pero no hay una cara, una persona. La responsabilidad se diluye en el intangible de una marca.

El PP siempre ha sostenido que su corrupción es de casos aislados, manzanas podridas. Creo que no es verdad, que es una forma de hacer y la justicia les ha condenado por corrupción como entidad por tercera vez hace unos días. Pero no les falta razón con lo de fijarse en las personas. En la Comisión, sólo cuando abordamos lo que había ocurrido en el Canal de Isabel II desde otra perspectiva, hubo consecuencias. Era abarcable –21 millones en la compra de una empresa en Brasil– y detrás de la que había rostros. Dinero que se movía en bolsas de basura, que se podía ver. Terminó con el expresidente Ignacio González en la cárcel y la sociedad madrileña escandalizada. 

Esta vez estamos viendo las consecuencias de la corrupción institucional en una situación concreta, que hemos sufrido todos y cada uno de nosotros. Que nos ha hecho pasarlo mal. Sabemos, además, cuánto han ganado especulado con las mascarillas y las compras obscenas que han hecho a costa de nuestro dolor. Conocemos sus rostros. En realidad, no todos. El del hermano de Isabel Díaz Ayuso, no. Ese nos lo esconden. Igual ella, que en algún momento participó como diputada en los trabajos de la Comisión, hace la misma reflexión que yo. Por todo esto, creo que debemos abordar este asunto desde lo concreto, desde la experiencia y, por una vez, no hacer un análisis estructural –que ya está hecho–.

Mi padre, como nos dijo, gastó todas sus energías en salir del hospital. Falleció una semana después en casa. Pero pudo despedirse de todos nosotros y morir donde y como quería. La vida le concedió que así fuera y a mi estar con él en el último momento. Pertenecía a esa generación con una fuerza de voluntad férrea que hace las cosas sin ruido. La generación que se ha llevado la pandemia; a la que se dejó a su suerte en muchas residencias de Madrid.

Ahora sé, que mientras él usaba sus dos manos para aferrarse a la vida, había gente que usaba las suyas para enriquecerse. Elevando los costes de mascarillas de baja calidad y cobrando comisiones indecentes en una situación de vida o muerte. Que mientras la angustia se acumulaba en las puertas de la unidad COVID para tener un EPI y poder entrar a cuidar a los nuestros o despedirnos, alguien hacía dinero sobre nuestro dolor. A mi dolor se ha sumado últimamente mucha rabia.

No dejemos pasar lo que ha ocurrido. No sé si es ilegal –la Fiscalía Europea dirá–, pero es indigno. Tenemos que posicionarnos por justicia, por dignidad, por decencia. Porque no estamos ante una cuestión política, estamos ante una cuestión ética que nos ha afectado a todos y cada uno de nosotros. Porque hemos sufrido mucho. Los 100.000 españoles y españolas que han fallecido por el virus son tu hija, tu hermano, tu abuela, tu amigo y mi padre. Detrás de cada uno hay un dolor y una rabia como la que yo siento. Porque mis hijas, tu hijos, tus nietas y todos nosotros, nos merecemos algo mejor.  

Me pregunto cuántos de estos comisionistas, que llevan viviendo de sus relaciones durante treinta años, habrá. Me pregunto si en este momento alguno de ellos está pensando cómo hacer dinero con el sufrimiento de las familias ucranianas que huyen del horror. 

Algo tenemos que hacer.

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