Entre panaceas y picaresca en la tercera ola

30 de enero de 2021 06:01 h

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Estamos en lo peor de la tercera ola y de sus consecuencias en casos, en ingresos hospitalarios, en ocupación de las UCI y en fallecimientos. Sin embargo, las inmovilizaciones y los cierres empiezan a surtir efecto. A pesar de ello, el mantra del confinamiento continúa.

Pero no es cierto, ni en el plan de respuesta para la segunda ola ni en las medidas acordadas (en exclusiva para las fiestas navideñas). Hubo barra libre, al contrario de lo que piensan, otra vez a posteriori, quienes se empeñan en buscar culpables en la política y los gobiernos para explicar las causas de la tercera ola de una sindemia compleja que hoy afecta a toda Europa y al hemisferio occidental.

Sólo se acordó una modificación mínima y realista de los aforos en el hogar, exclusivamente en las fechas más señaladas de la Navidad, para limitar los efectos del incremento previsible de la movilidad familiar. El inicio del repunte de contagios es, sin embargo, anterior y está relacionado con el incremento de la movilidad vinculada a las compras del black friday y al puente de la Constitución, a pesar del mantenimiento del cierre perimetral en la mayoría de las comunidades autónomas. A ello se suma el descenso de temperatura en la estación invernal y, aunque en mucha menor medida por ahora, a la introducción de la nueva variante inglesa de la pandemia.

Lo de “salvar la Navidad” no fue pues cosa del Gobierno, ni en general de los gobiernos de las CCAA. Lo plantearon en particular algunos que luego no lo votaron, por excesivamente restrictivo, o que luego se desmarcaron con la excusa de la ambigüedad del término 'allegados', que luego suprimieron en sus protocolos, sin que se hayan visto ningún efecto significativo en los contactos ni en la incidencia de la pandemia.

Ahora estamos en la tercera ola de una pandemia global. El estado de alarma y los indicadores aprobados permiten la gestión de las CCAA y la coordinación del Ministerio de Sanidad, dentro de una estrategia común de mitigación, en tanto se administran las vacunas en Europa y a nivel internacional, ya que una hipotética erradicación del SARS-COV-2, en caso de esta sea posible, pasa primero por la inmunidad de grupo, aunque esta necesariamente será global o la erradicación no será.

Es decir, en general, las restricciones en las CCAA son similares a las europeas, salvo alguna excepción conocida. Se trata en definitiva, de bajar la movilidad al mínimo y de evitar la transmisión y los brotes en locales cerrados donde no se respeta la etiqueta respiratoria para a continuación recuperar el rastreo y el aislamiento de contactos.

Sin embargo, continúa el mantra del confinamiento domiciliario inminente, que se viene anunciando como el cuento de Pedro y el lobo ante cada rebrote de la pandemia, desde el día siguiente a la desescalada, para luego acusar al gobierno de inacción, aunque buena parte de los gobiernos autonómicos que lo hacen como parte de la estrategia de oposición política, no utilicen el amplio abanico de medidas de control o de mitigación de con las que el decreto les dota.

El problema es denominar confinamiento domiciliario a lo que hace tiempo que no lo es para el trabajo, el estudio, el paseo o el ejercicio. Un confinamiento estricto ya no lo hace nadie, por sus complicaciones, y el que se puede hacer, lo están desarrollando en general las CCAA españolas como los países europeos en las distintas fases de la enfermedad.

Eso significa que algo hemos aprendido todos de la primera ola para seleccionar los lugares cerrados que es donde se producen la mayor parte de los contagios para no recurrir a volver atrás al confinamiento estricto, sin antes valorar las consecuencias. Ya no se cree que con carácter general cerrar escuelas o enclaustrar tenga un mejor resultado a corto plazo y sí importantes complicaciones a futuro.

Hay que ver también los efectos psicológicos, familiares y sociales de un confinamiento domiciliario que por definición nunca es corto. Los que lo propugnaban para una o dos semanas ya hablan de más de un mes. En el fondo late la anticuada pretensión de la erradicación del virus frente a la contención y mitigación.

Por otra parte, la evolución de la pandemia no es uniforme entre continentes y ni siquiera entre regiones de un mismo país. Tampoco lo fueron otras pandemias.

Es lo malo de considerar que la lucha contra una pandemia letal es una carrera de gestión entre gobiernos, sin tener en cuenta la evolución de la enfermedad y los condicionantes y determinantes económicos, sociales y sanitarios.

Retrospectivamente todos los países europeos nos lo podríamos aplicar el cuento en momentos diferentes de la pandemia, con lo que ya sólo queda remitirse al ejemplo asiático, aunque no tengamos demasiadas coincidencias en geografía, ni en densidad de población ni en movilidad ni en socialización ni en determinantes sociales, políticos ni sanitarios ni en experiencias recientes de pandemias respiratorias. Y es que tampoco acabamos de asumir que no solo la transmisión de las pandemias es multicausal.

En cuanto a la gestión en España, el gobierno central ya fue cuestionado frontalmente como autoridad sanitaria ante la emergencia de la primera ola por parte de la oposición conservadora y sin haber podido contar tampoco con el apoyo de los independentistas, algo que se agravó más tarde al final del estado de alarma y en las accidentadas fases de desescalada.

Desde entonces, la respuesta institucional se atiene al reparto de competencias escrupuloso en condiciones de normalidad. El gobierno elabora los planes, las estrategias y decreta el estado de alarma como marco legal que garantiza la gestión sanitaria y de salud pública a las CCAA, la coordinación del ministerio de sanidad y el ejercicio compartido de la autoridad sanitaria.

En definitiva, quizá hayamos perdido la oportunidad de que la pandemia para desarrollar un mayor grado de cooperación y cogobernanza de la salud pública, por diversas razones, pero básicamente por la polarización política y el escaso desarrollo, entre otras de la ley de salud publica. No han faltado leyes, ha sobrado cainismo.

La política tiene la difícil papeleta de convertir las evidencias en medidas posibles. Por eso el gobierno confía en que las restricciones y las medidas de salud pública servirán para contener el virus, hasta tanto progrese la vacunación. La experiencia de la bala de plata del confinamiento solo es útil como alternativa in extremis.

España está entre los países que más porcentaje de las vacunas de las recibidas han administrado a sus ciudadanos y en particular a los colectivos más vulnerables.

La conclusión de la estrategia elaborada por los científicos y expertos en bioética así como el acuerdo del consejo Interterritorial es priorizar primero a los más vulnerables, discapacitados, trabajadores de residencias de mayores y sanitarios, a continuación a los ancianos, trabajadores esenciales y finalmente el resto de los colectivos.

Las vacunas administradas al margen de los grupos establecidos en la estrategia de vacunación, aunque sean la excepción a la norma, están siendo una vergüenza, tanto si es fruto de la improvisación como, lo que es aún peor, si ha sido un privilegio. Pero el problema fundamental está ahora en el cumplimiento de los compromisos de producción y distribución por parte de las compañías farmacéuticas, no solo a Europa sino también a los países empobrecidos incluidos en el Plan Covax.

En resumen, hay razones para la crítica pero no para el catastrofismo. Partimos del escaso reconocimiento y medios con que ha contado nuestra salud pública, de los efectos de los recortes sociales y sanitarios, como también de las dificultades para la gestión política de algo tan inesperado, complejo y cambiante como es una pandemia.

Salvo algunos organismos de salud pública, llevamos décadas subestimando el peligro de un virus de las características de la COVID-19 y aplazando una respuesta global. El problema fundamental hasta ayer eran las enfermedades crónicas. Ahora nos hemos dado cuenta de que ambas se multiplican entre sí en una sindemia.