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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Paraísos alegales inviolables y otros privilegios

Victorino Mayoral

Exdiputado del PSOE en el Congreso y presidente de la Fundación CIVES —

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Aunque algunos no lo crean, todos los que hemos pertenecido como parlamentarios a las Cortes Generales hemos sido, y seguimos siendo, inviolables; en mi caso por todo lo que, en el ejercicio de mis funciones representativas, dije, opiné, debatí, defendí, critiqué, etc., durante las cinco legislaturas en las que fui diputado al Congreso.

Nadie, ningún otro poder, puede violar esta prerrogativa que aún me pertenece. Ya lo dijo el Tribunal Constitucional en su sentencia 247/1988: “La inviolabilidad es un privilegio de naturaleza sustantiva que garantiza la irresponsabilidad jurídica de los parlamentarios por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones (...) siendo finalidad específica del privilegio asegurar a través de la libertad de expresión de los parlamentarios, la libre formación de voluntad del órgano legislativo al que pertenezca”.

Esta inviolabilidad no es temporal, pues abarca todos los años de ejercicio parlamentario de manera perpetua, y nos fue atribuida a los diputados en función a nuestra participación representativa en el ejercicio de la soberanía popular. Porque en los sistemas democráticos, incluidas las monarquías parlamentarias, la soberanía nacional corresponde al pueblo, no al monarca, con el que ya no existe soberanía pactada ni compartida.

Así pues, según la Constitución, son inviolables las Cortes Generales, los diputados y senadores y el Rey, en el ejercicio de sus funciones de Jefe del Estado. ¿Alguien se imagina las tentaciones que algunos de tantos representantes populares podrían tener para cometer actos ilícitos y abuso, si su inviolabilidad no tuviera límites y fuese más allá del mero ejercicio de las funciones representativas? Como se dice en la Sentencia del Tribunal Constitucional antes citada, “cualquier otra interpretación sería un dislate que implicaría dañar irreversiblemente la finalidad propia de la institución”. “Por lo tanto –concluye su razonamiento el Tribunal–, el privilegio deja de existir cuando los actos hayan sido realizados por el parlamentario en calidad de mero ciudadano particular, fuera del ejercicio de sus funciones como representante público”.

En consecuencia, queda claro que ningún delito o infracción administrativa de cualquier género, merecedora de reproche y sanción que pueda afectar a miembros integrantes de las Cortes Generales está cubierto por la prerrogativa de inviolabilidad.

Pero, ¿qué ocurre con el privilegio de inviolabilidad que también la Constitución atribuye al Rey como Jefe de Estado para garantizar el ejercicio de sus funciones representativas, simbólicas, moderadoras y arbitrales? Aquí las cosas cambian radicalmente, si hacemos caso al reciente dictamen de los letrados del Congreso de los Diputados con ocasión de la iniciativa presentada por varios grupos parlamentarios para crear una comisión que investigue las actividades financieras, presuntamente ilícitas, de Juan Carlos I.

Según tal dictamen, los hechos relacionados con la presunta participación del exmonarca en la adjudicación a empresas españolas de las obras del AVE a La Meca no tendrían relevancia penal, porque chocan con el muro protector del artículo 56.3 de la Constitución, integrado por prerrogativas o privilegios que son absolutos y tienen efectos jurídicos permanentes, que impiden cualquier acción legal frente al ex Rey, creando exprofeso y únicamente para el monarca, una especie de “paraíso alegal que no puede ser tocado por ningún otro poder del Estado”.

Este dictamen viene a chocar, en parte, con la actuación iniciada por la Fiscalía del Tribunal Supremo con su decisión de investigar a Juan Carlos de Borbón para verificar la existencia de presuntas responsabilidades penales perseguibles a partir de su abdicación en 2014. Discrepando con la posición de inviolabilidad “absoluta” defendida por los letrados del Congreso, la Fiscalía admite una inviolabilidad “relativa”, pues plantea “delimitar o descartar la relevancia penal de los hechos” cometidos después de la abdicación, “momento en el que dejó de estar protegido por la inviolabilidad que la Constitución da al Jefe del Estado.”

Así, pues, ya tenemos posiciones discrepantes entre fiscales del Supremo, defensores de la inviolabilidad limitada, y letrados de las Cortes, contumaces defensores del absolutismo de la inviolabilidad del exmonarca. A partir de este dato, deberíamos exigir rigor a unos y a otros para que aclaren al pueblo español –que no ignora la enorme trascendencia del asunto–- si cabe en nuestra Constitución una monarquía parlamentaria en la que el rey esté protegido por un privilegio tal que supondría que cualquier ley penal, mercantil, civil o medioambiental no tendría, en ningún caso, aplicación a las posibles infracciones cometidas, creando un espacio privilegiado de inmunidad que deroga la vigencia del Estado de Derecho, precisamente en la persona del Jefe del Estado.

¿Es posible, en una monarquía constitucional y parlamentaria del siglo XXI, que nos encontremos todavía ante la supervivencia de restos de privilegios propios de monarquías absolutas, o de derecho divino, solamente responsables ante Dios? (o ante Dios y ante la historia, como se proclamó el dictador general Franco) ¿O propios de soberanías y poderes constitucionales pactados y compartidos entre el rey y el parlamento, según el viejo cuño de constituciones decimonónicas?

Hay un principio básico de razonamiento jurídico muy certero, según el cual debe rechazarse toda interpretación en la aplicación de las leyes que conduzca al absurdo, “reductio ad absurdum”. Aquí el absurdo sería llegar a la conclusión de que una Constitución que crea un nuevo Estado social y democrático de Derecho, en el que la igualdad es uno de sus valores superiores y la soberanía nacional reside en el pueblo español, “del que emanan todos los poderes del Estado”, contiene encubierta la existencia de un “paraíso alegal”, que blinda cualquier actividad pública o privada, lícita o ilícita, para una sola persona sobre la totalidad de la ciudadanía y poderes del Estado, más allá de las que correspondiesen al ejercicio directo de sus funciones constitucionales. Forzar semejante interpretación de la inviolabilidad real, desbordando estos límites, sería someter al régimen y a la constitución de 1978 a un estrés y a una prueba de fuerza que puede dañarles por encima de las previsiones de bienpensantes, cegados por la razón de Estado.

No se pueden desdeñar, ni ocultar bajo alfombra alguna, hechos que están destinados a tener enorme trascendencia política, como ya se comienza a ver. Hechos que se precipitan sobre la sociedad española, no iniciados por ninguna oposición interna, sino debido al descubrimiento, revelación y divulgación por medios de comunicación extranjeros y promovidos por órganos judiciales de otros países que instan a tribunales españoles a actuar.

En asuntos de gran trascendencia pública, el peor de todos los caminos es tratar a la ciudadanía como sujeto pasivo e ignorante que ha de hacer pasar por su garganta una rueda de molino cual si fuese una sencilla oblea. Pero las ruedas de molino son difíciles de pasar por las gargantas de los pueblos, que suelen rechazarlas. En España, la memoria histórica democrática debería permitirnos tener en cuenta lo que casi siempre ha ocurrido cuando se intentó que el pueblo español tuviese que aceptar el encubrimiento o la ocultación de hechos notorios e inaceptables cometidos por sus gobernantes. Valga un ejemplo de entre los muchos, antiguos y actuales, que se podrían recordar.

En 1865 Emilio Castelar, catedrático de la Universidad Central, publicó dos artículos, titulados, uno: “¿De quién es el Patrimonio Real?”, y otro: “El rasgo”, en los que criticaba como fraude y apropiación ilícita, que la reina Isabel II se quedase con el 25% de la venta de bienes del Patrimonio Real, que eran propiedad de la Nación y no de su patrimonio privado (no olvidemos que su madre María Cristina fue dos veces expulsada del país por su relación con oscuros negocios especulativos y por su afán de enriquecimiento aprovechando su condición de regente).

Narváez y el Partido Conservador lo habían presentado como un gesto generoso y sublime de la reina, digna “émula de Isabel la Católica”. El Gobierno ordenó la destitución de Castelar como catedrático. A ello se opuso el rector de la Universidad Central, que también fue destituido. Como reacción, los estudiantes se concentraron en la Puerta del Sol para protestar. El Gobierno ordenó la intervención de la Guardia Civil y el Ejército para disolverlos. Se produjo la masacre de la llamada la Noche de San Daniel y el posterior estallido de la primera Cuestión Universitaria que incrementó la desafección de amplios sectores de la ciudadanía y precedió en muy pocos años al destronamiento de la reina. Destronada porque no abdicó a tiempo, como tuvo que hacer Juan Carlos I en 2014, con la aprobación las Cortes Generales.

Son lecciones de la historia, maestra de la vida. Se puede pensar que hoy sería más favorable para la imagen y futuro de la monarquía someterse a escrutinios judiciales y parlamentarios y a la transparencia propios de un Estado democrático de Derecho, que tratar de eludirlos con subterfugios, con el riesgo de generar una situación escandalosa y erosionante debido a un natural crecimiento de la incomprensión popular. Tampoco se debe despreciar la baza importante que se pondrá en manos del independentismo, dispuesto a señalar a una jefatura del Estado desacreditada y debilitada por conductas que, de probarse, significarán la demolición de la imagen de un ex Jefe de Estado, durante mucho tiempo intocable y protegida hasta límites inusuales en una democracia que se considera avanzada.