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¿Qué está pasando con los jueces?

Joaquín Urías

Profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal constitucional —

La decisión de poner en libertad provisionalmente a los miembros de 'la manada', que violaron a una chica en Pamplona ha hecho saltar un debate sobre nuestro sistema judicial que lleva un tiempo gestándose. El auto judicial se suma a toda una serie de decisiones recientes de gran trascendencia social y difícil comprensión. Pueden citarse las condenas a raperos y tuiteros por sus mensajes, algunas decisiones vinculadas al proceso soberanista catalán, la propia sentencia del caso de la manada…

El debate que está en la calle pone en duda la idoneidad de nuestro sistema para garantizar la calidad y la neutralidad de la función judicial. Es un debate que molesta muchísimo a los jueces y juezas, acostumbrados a imponer sus decisiones sin ningún tipo de crítica ni comentario social. La judicatura, indignadísima, sigue amparándose en que ellos se limitan a aplicar la ley; no se dan cuenta de que ese argumento formal ya no vale; la ciudadanía ha tomado conciencia de que hay muchas maneras de aplicar la ley y de que la ideología y la forma de pensar de los magistrados influye de manera importante en sus decisiones. La propia incapacidad de aceptar críticas por parte de los jueces demuestra las carencias democráticas de ese poder del Estado.

El poder judicial carece de controles externos. A los jueces sólo los juzgan otros jueces. Ello implica un riesgo tremendo para el Estado democrático que, necesariamente, está siempre en manos de sus tribunales: si se exceden en sus funciones, si manejan la ley a su antojo, siempre está el riesgo de que se vuelva un poder despótico. El único control democrático sobre los jueces es el que se deriva de la legitimación social de sus decisiones. Las sentencias deben ser ajustadas a derecho y transmitir la sensación de que se adaptan al sistema democrático de gobierno. Sólo así el poder judicial sigue percibiéndose como un poder legítimo. Si la ciudadanía pone masivamente en duda la legitimidad de las decisiones judiciales, el sistema entra en crisis.

Para evitarlo, es importante reflexionar desde ya sobre nuestro modelo de poder judicial. Este modelo tiene que ver con diversos factores. Algunos de ellos son históricos y sociológicos, y tienen difícil solución: por ejemplo la continuidad entre el poder judicial franquista y el actual, bajo el argumento de que ellos sólo aplican la ley, sin mirar si ésta tiene origen democrático o dictatorial . Sin embargo los factores decisivos son el sistema de acceso a la carrera judicial y los mecanismos de promoción de magistrados hasta los tribunales más altos.

El acceso a la carrera judicial se realiza por oposición. A priori, es un sistema de acceso justo y objetivo. Sin embargo, para seleccionar a las personas que han de impartir justicia no vale cualquier modelo de oposición. En el actual, llegan a la judicatura personas sin experiencia profesional y que demuestran exclusivamente un conocimiento enciclopédico de las leyes y la jurisprudencia. Hay otros sistemas posibles que inciden más en la capacidad de empatía, en el conocimiento de la realidad y las habilidades sociales de los jueces. Así, por ejemplo, los sistemas que exigen experiencia previa como abogado permiten contar con jueces que han estado al otro lado de la barrera. También los controles de acceso que priman las habilidades psicológicas y sociales. En definitiva, asumir que un juez no puede ser sólo una enciclopedia de derecho andante.

El sistema actual, además, conlleva con frecuencia una serie de efectos colaterales dañinos. Muchos jueces dedican los mejores años de su juventud, en la década de los veinte, a estudiar de manera obsesiva. Sin salir prácticamente a la calle, sin socializar en demasía. Son los años en los que se forja el carácter y en los que una persona debe aprender a integrarse en la sociedad, antes que vivir abstraído de ella. Económicamente, el tener que pasar tantos años en casa, mantenido por los padres, pagando a un preparador que no es nada barato, funciona como método de selección social. Hay jueces de orígenes humildes y que han llegado a serlo con un enorme sacrificio económico personal y familiar, pero no son -ni mucho menos- la mayoría.

El sistema, en definitiva, propicia que accedan a la escuela judicial personas alejadas de la realidad, que aún van a necesitar algunos años para desarrollar su madurez social y sobre todo que, aparte de la capacidad memorística de repetición de normas y sentencias, no han demostrado unas habilidades sociales especiales. Ni capacidad de empatía, ni de mediación, ni de comprensión de la estructura y los valores de la sociedad a la que deben servir. Los jueces españoles saben mucho derecho. En su mayoría son buenos profesionales, responsables y conscientes de su papel. Pero a menudo carecen de los instrumentos que les permitirían ser justos.

Por supuesto, los propios jueces están contentos con el sistema y niegan sus efectos perversos. Sin embargo, está claro que determina el tipo de personas que llegan a ser jueces, que no es tan amplio como nos quieren hacer ver. Es cierto que el tópico de que muchos jueces son hijos o familiares de jueces no es ya del todo cierto y las sucesivas promociones de la escuela judicial se nos intentan presentar últimamente  como un ejemplo de diversidad social. Aun así, lo cierto es que ideológicamente la carrera judicial es muy conservadora. No se trata sólo de que la asociación profesional absolutamente mayoritaria sea claramente de derechas, sino que multitud de indicios muestran que una amplia mayoría de magistrados y magistradas se sitúa ideológicamente muy a la derecha.

Seguramente, el sistema de acceso tiene algo que ver con este sesgo ideológico que no debería percibir en sus sentencias, pero que se percibe. La connivencia entre jueces y policías que hace tan difícil perseguir en España los abusos policiales, y que ha sido puesta reiteradamente de manifiesto incluso por la justicia europea, tiene que ver sin duda con este sesgo ideológico. La persecución de determinados tuiteros o músicos que ejercen su libertad de expresión. La falta de empatía con las mujeres víctimas de violencia. La defensa a ultranza de España. Todos esos vicios tienen que ver con determinada manera de acceder a la carrera judicial, entre otras cosas.

Este problema no se puede esconder ni se debe debatir con argumentos maximalistas. Nadie está pidiendo que se disminuyan las garantías procesales ni el derecho de defensa. Mucho menos que los jueces tengan que adaptar sus veredictos a los volubles sentimientos de la masa. Nadie está pidiendo linchamientos. Se trata de algo mucho más fácil: basta con que cuando la ley o la realidad permitan distintas interpretaciones, no se inclinen siempre por la más conservadora, la menos democrática o la que menos permite el progreso de la sociedad. Lo peor de la serie reciente de disparates judiciales es que la mayoría de los propios jueces son incapaces de ver lo que les está pasando.