¿Qué pasaría si prescindiéramos del principio de precaución?
Imaginemos a una persona que va un día recogiendo setas por el monte y se encuentra con una que desconoce. Podría ser comestible e incluso deliciosa, pero dado que hay setas venenosas lo normal es que, ante el desconocimiento, no añada la desconocida a su cesta. Imaginemos ahora que la persona va con un grupo de expertos micólogos, pero que no se ponen de acuerdo sobre la inocuidad de la seta. Probablemente en este caso también decida buscar otras setas y no arriesgarse a poner su vida en peligro. Este ejemplo ilustra el funcionamiento simplificado del principio de precaución, por el cual se incita a no consumir (o comercializar) productos hasta demostrar su inocuidad. Y este es el principio en el que el movimiento ecologista se basa para pedir la prohibición del glifosato.
El principio de precaución cobra más importancia a la hora de tratar con sistemas complejos como lo son la salud o el medioambiente. En los sistemas complejos no es sencillo relacionar las causas con los efectos y hacen falta años de investigación para encontrar estas relaciones. Por eso se tardó años en entender la relación entre una enfermedad como el cáncer con elementos como el tabaco o el amianto. Por esta razón basar la legislación en el principio de precaución ha sido una reivindicación fundamental del ecologismo, al entender que es preferible asegurarse de los riesgos que tiene una sustancia antes de ser comercializada que esperar a que haya una epidemia para que sea prohibida (o para que se haga una campaña advirtiendo de sus problemas, como en el caso del tabaco).
Dado que en la mayoría de las ocasiones hace falta mucho tiempo para comprobar la inocuidad de las sustancias, el principio de precaución no ha sido del agrado de muchas empresas y lo han atacado con fiereza. En las negociaciones del TTIP, por ejemplo, una de las principales demandas de la gran industria alimentaria consistía en eliminar dicho principio como base para la regulación. Sorprende más cuando la crítica al principio de precaución proviene de personal investigador que sostiene que la aplicación de dicho principio no tiene base científica.
El 13 de agosto este diario publicaba una tribuna de opinión sobre la condena a Monsanto a indemnizar a un jardinero con cáncer terminal por no advertir de los riesgos del herbicida glifosato. En dicho artículo la autora, una investigadora en biotecnología, pese a reconocer la controversia científica sobre la seguridad del glifosato, criticaba a la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) por aplicar el principio de precaución (frente a otros organismos internacionales, como la Agencia Europea de Seguridad Alimentario, EFSA), tildaba a la sociedad de ‘subjetiva’ y de tener ‘dobre rasero’ y a los grupos ecologistas les acusaba de colocar ‘injustificadamente al glifosato en el punto de mira’ sin fundamento científico.
Sorprende en primer lugar porque se desdeñan los estudios que relacionan el glifosato con el cáncer y con alteraciones hormonales, que fueron los que llevaron a la IARC a clasificarlo como ‘probable cancerígeno para las personas’. Sorprende también que, ante las dudas sobre la seguridad de una sustancia, la respuesta de algunas personas sea que ‘al no quedar demostrada la causalidad se deduce que no la hay’, lo que se denomina falacia ad ignorantium. Este tipo de respuesta, más típica del paradigma obsoleto del mecanicismo que de la teoría de sistemas, ignora que muchas veces se necesitan más estudios para encontrar causalidad a largo plazo por lo que no es precisamente muy científica. El principio de precaución es un síntoma de madurez de la ciencia y de la incertidumbre inherente a ésta. De hecho, si a algo enseña la ciencia es a dudar, lo contrario está más cerca del dogmatismo.
Otra crítica que lanza el artículo al ecologismo es la de confundir el glifosato con Monsanto (argumento especialmente recurrente desde ciertos sectores de la izquierda científica). Es obvio que los efectos sobre la salud del glifosato son independientes de quién los fabrique. Pero no ayuda a la ciencia que Monsanto sea uno de los principales referentes en la investigación sobre la inocuidad del glifosato. No ayuda porque, como se vio con los ‘Monsanto papers', la multinacional ocultó todos los datos que apuntaban hacia los efectos perniciosos del plaguicida. Por esa misma razón también es controvertido que la EFSA tome como válidos los estudios de seguridad hechos por las propias empresas, que éstas tengan acceso a los borradores de los documentos de la EFSA y mucho más que la EFSA tenga casos de 'puertas giratorias' o que muchas de las personas que la integran tengan conflictos de interés. Por eso, no es que el ecologismo confunda al glifosato con Monsanto, sino que el hecho de que los intereses de una multinacional se entremezclen con las investigaciones científicas sobre la seguridad de los productos obliga a ser más cauto y a aplicar aún más a rajatabla el principio de precaución. Esto implica apostar por la investigación pública y ajena intereses lucrativos y a esperar tanto como sea necesario, décadas si hace falta, hasta obtener resultados concluyentes.
Por último, cabe recalcar que en una sociedad democrática el papel del mundo científico es el de aportar información rigurosa, pero que las decisiones las debe tomar la ciudadanía, lo cual implica cierta dosis de subjetividad, efectivamente, porque al final es la sociedad quien tiene que decidir qué riesgos quiere asumir y qué no, tras analizar dicha información. Por eso también sorprenden las críticas al etiquetado sobre los riesgos que conlleva cualquier producto, sea este carne roja, aceite de freidora o tintes de pelo (productos por cierto sobre los que el movimiento ecologista también ha advertido acerca de sus efectos a la salud). Con todo, y volviendo al ejemplo inicial, es tarea de la micología aportar información sobre los efectos de las setas, discrepancias incluidas, pero es la sociedad la que al final decide qué setas comer. Y ahí la utilización del principio de precaución puede salvar vidas, incluso si algún hongo delicioso se queda sin ser probado.